Aquí no habita dios
Pese a lo que dicen, no todos los creyentes creen en Dios. Desde que era una niña, experimenté de forma íntima mi unión con Él. Leí a Santa Teresa de Quevedo, y aquello no era tan solo un testimonio. La palabra se hacía carne y se te metía en tu interior, como si tuviera vida. Iba a misa. Rezaba a Dios. Todo el mundo decía que era un ángel, y un día sentí que había algo en mi habitación, una presencia sobrenatural, que mi cuerpo se estremecía, que Alguien me susurraba en el alma de una forma tan meliflua que me hizo llorar. Se lo dije a mi madre, la persona más devota que he conocido nunca, y me contestó: ¿Quieres que lo hablemos con un psiquiatra? No volví a hablar con ella de nada. La oscuridad se hizo paso en la casa y Dios no pudo regresar, porque no era la morada donde la fe puede posarse y alumbrar con sus llamas cada rincón, cada momento y cada pensamiento.
Celia Ortiz Lombraña
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Cuestión de fe
Cuando cerró la puerta se acordó de su abuela “siempre hay que darle gracias a Dios, él sabe cómo hace las cosas, no hay mal que por bien…”.
Esas palabras resonaron incrédulas en su cabeza. Sin embargo, acomodó las maletas y los calderos en el rellano. Entró al apartamento. Recorrió cada rincón, en las paredes quedaron las sombras de los cuadros, la bañera atascada con pelos flotando, una mesa enclenque con tres sillas. Los gatos soñolientos arropados en el sofá…
─¿Dónde estás, Dios? ¿Por qué me has abandonado? ─gritó.
Encendió las velas consumidas, su mirada se perdía en el vaivén de la llama, la mujer rezaba “gracias, padre, por todo el tiempo que pude vivir aquí, aunque ahora no tenga a donde…”. Después, se persignó.
Las ruedas de las maletas y los calderos sonaban en el callejón lúgubre, el cabello de la mujer cubría su rostro, que miraba al suelo, en la mano apretaba un libro de oraciones…
El bien no lo vio venir por ningún sitio… Ya no rezaba, ni siquiera iba a la puerta de la iglesia a pedir una moneda.
Cuando su alma estaba sedienta de fe, apretaba con fuerza un frijol.
Verónica Bolaños
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Mensajeros del cielo
El sol y la luna se posaron en su ventana como dos grandes bolas, una de fuego y una de nieve, hervían ante sus ojos, pidiendo entrar, pero ella se alejó asustada y se dijo a sí misma: ¡Es el Apocalipsis! Una negrura habitó su cuarto, se puso a rezar, cual sacerdote en pleno exorcismo. Apretó los ojos, presa del pánico. Las manos en forma de puño, quebraron sus uñas e hicieron sangrar sus palmas. Pero el ruego fue escuchado y de la negrura, ella viajó a una enorme pradera. A lo lejos divisó una nave espacial, cuya plataforma se extendía en el verde suelo. Salieron dos hombres, vestidos de blanco, y con la mirada adusta, que le traían un niño, distraído con su pequeño robot, al que ella se abrazó y del que no se quiso desprender. Pero estos señores de pelo corto y blanco, de rostro limpio, como maniquíes, le dijeron que el tiempo se había terminado. Amelia despertó y enfrentó el día.
Luz Martínez
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La Pasión, según Tarantino
Inmovilizó al primer soldado romano de un certero puñetazo en la garganta, y cuando el segundo lo atacó, le aplicó una llave de judo, se arrancó la corona de espinas y, con la misma, le rasgó la yugular. Aprovechando la confusión, Jesús rodó por el suelo y se apoderó de los clavos y el martillo, con los cuales pensaban sujetarlo a la cruz y, con la velocidad del ofidio, se los ensartó en el pecho y en los ojos a los dos centuriones que supervisaban su crucifixión. En medio de la batahola y la jarana de los curiosos que habían acudido al lugar sedientos de sangre, y que ahora destrozaban a los romanos caídos con dientes y garras, el Nazareno desapareció entre la multitud, escoltado por dos de sus apóstoles. La revolución apenas comenzaba, este había sido solo el preámbulo. El Imperio y los traidores muy pronto volverían a tener noticias suyas.
M. Mantra
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