El Magazín Cultural
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La Esquina Delirante XLI (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita. En tiempos fugaces, como los nuestros, en los que la inmediatez cobra más validez que nunca, el microrrelato se yergue como eficaz píldora psicoterapéutica. Guerra de guerrillas narrativa si se quiere. Presentamos la entrada 41 de estos microrrelatos.

Autores varios
04 de septiembre de 2020 - 07:14 p. m.
"Había un tipo que fue arrojado por el entusiasmo sincero de las palabras, sus enredos y sus ficciones, y de un momento a otro decidió que ya no le bastaba con que éstas reflejaran su vida, pues ya quería que fuera su vida la que dictara la organización secuencial de los lemas", dice Giacomo Perna.
"Había un tipo que fue arrojado por el entusiasmo sincero de las palabras, sus enredos y sus ficciones, y de un momento a otro decidió que ya no le bastaba con que éstas reflejaran su vida, pues ya quería que fuera su vida la que dictara la organización secuencial de los lemas", dice Giacomo Perna.
Foto: Ilustración: Pixnio

La Reinventada

Liberó sus senos, lanzó el brasier lo más alto que pudo y un chubasco de dinero bañó su cuerpo. Rebeca, extasiada, se quitó su tanga roja. Su cuerpo desnudo le hizo el amor al rostro de García Márquez, en el billete de cincuenta mil; a Virginia Gutiérrez, en el de diez mil, y hasta a Carlos Lleras, en el de cien mil. Entre jadeos revueltos de placer, Rebeca sintió una emisión de luz que transformó su cuerpo en una estrella orgásmica. Transpirada de sudor y cansancio abrió los ojos para ver a su público, ubicado en las terrazas del conjunto Mónaco Real. Desde el tercer piso, hasta el vigésimo, se veían hombres y algunas mujeres observándola. Juan recogió los billetes del piso con sus guantes de nitrilo y los guardó en una bolsa negra. Se escuchó la sirena de la policía. Juan cubrió a su socia con el abrigo de cachemira y le entregó un tapabocas que ella se puso. Subieron juntos al carro y se marcharon. En las terrazas unos y otros se miraron de reojo. Con el rostro oculto entre sus manos cada uno entró a su apartamento a darle de comer a su miedo.

Yazmín Botero Vicuña

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Lecturas asesinas

Había un tipo que fue arrojado por el entusiasmo sincero de las palabras, sus enredos y sus ficciones, y de un momento a otro decidió que ya no le bastaba con que éstas reflejaran su vida, pues ya quería que fuera su vida la que dictara la organización secuencial de los lemas, dándole un sentido al azar de los vocablos, y se convenció tanto que se atrevió hasta los océanos del estoicismo para luchar con tiburones y peces espada, y hasta verdes colinas para cazar elefantes, y hasta trincheras de lodo y lágrimas para moldear su ideal romántico, y mucho más allá, pero llegó el día en que uno de sus elogios solitarios de amor inasible generó un duelo de honor en los campos elíseos, y justo mientras se daba vuelta para apuntar al blanco se le fue la escopeta de las manos y se estrelló al suelo, resbaló hacia el sofá y chocó con la librería, miró hacia el cielo y le sopló chispas de fuego en la cara, volándole buena parte de los sesos, y los libros asustados cerraron todas sus páginas, y su historia no pudo sino pararse ahí.

Giacomo Perna (desde Italia)

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He llegado tarde o pronto a la fiesta

Otros años me visto con elegancia, me echo el perfume que dura meses, y poco a poco, veo a la alondra acercarse, a los hombres dedicándome palabras de afecto junto a sus novias, los niños cogiéndome entre sus manos, y este año el sol, cuando me ha despertado, me dijo: La humanidad no vendrá a recibirte porque temen por sus vidas. Están asolados por una pandemia, y cuando abrí los ojos del todo, las calles estaban gélidas a pesar de que yo siempre las toco con mi magia. He venido muy tarde o muy pronto a la fiesta-dijo la primavera con una voz doliente y que sonaba a profunda soledad. Una trompeta la respondió con su canto místico y sublime desde la lejanía, y ambos se estremecieron por el hombre y su tragedia.

Celia Ortiz Lombana

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Las ganas de abrazar

Oprimí el botón “+” para que estuviera más próximo a mi pecho, las luces se encendieron intermitentemente y se niveló un tanto a la altura de mis hombros. Escuché el sonido de su motor, desplazándose lentamente; los sensores de movimiento interpretaban adecuadamente la función. Mejoré entonces la luz de inclinación y abracé fuertemente al robot de dos brazos, lo sentí blando como relleno de espuma y tela, y un ligero calor me cobijo. Entonces solté mis brazos, y me sentí tan lejos de mi padre ya muerto.

Horacio Jiménez B.

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Ángel de la guarda

La sombra de mis pasos era perseguida por un gato de cola fracturada. Con varios gruñidos insistía en escabullirse por entre mis piernas. Provocaba miradas de amor en los caminantes que le contemplaban, todo por la abnegación de su maullido que me exigía parar. Llegó a fastidiarme y sobraron deseos de patearlo pero me aturdía su mirada porque no expresaba ternura sino advertencia. Nunca pisé su cola, lo juro, la distracción nublaba

mis sentidos en ese momento que el impacto del camión bastó para despejarme. Un minuto después sólo seguía caminando y hasta los pasos se me antojaron más ligeros. Puedo asegurar que este angelito gatuno no deja de salvarme, aquí sigue a mi lado, supongo que mantiene la misma intención aún después de todo. Usted, juez del cielo, no debería negarme el descanso, sólo mire a mi felino para que sea persuadido.

Sebastián Chavarro Parra

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Sociedad de Pandemia

Durante los últimos cinco meses, a las horas del silencio, salgo a la esquina de mi casa a fumar un cigarrillo para lidiar, según yo, con la ansiedad que me provoca la pandemia. Un perro me acompañó las últimas tres noches. La primera noche, mientras recogía mis hombros para sobreponerme al frío, escuché unas garras contra el asfalto que se acercaban lentamente. Me senté en la acera para ponerme a su altura y dejé que me olfateara. Después de una larga contemplación mutua, Perro se acostó sobre mis pies. La segunda noche, con el ánimo de volverlo a ver, alisté un filete. No había terminado el primer cigarrillo cuando escuché un trote. Perro devoró su carne y mientras su mirada me reclamaba el tamaño de la porción, yo le decía que quería ser su amigo. Ayer, a parte del festín, alisté una cobija y mi libro favorito. Le pregunté si podía llamarlo Rufo. A lo que Rufo no contestó.

Juliana Duque

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Son los tiempos

Ayer, sábado, después de tres meses sin poner un pie en un restaurante, me aventuré a ir al barcelonés Boquería, mi favorito. Para la pequeña aventura invité a dos de mis hijas. Cuando llegamos bajo un sol de puro verano, nos sentaron en la acera como mandan las reglas y el protocolo de la ciudad de Nueva York en estos estresantes pandémicos días. Para minimizar el contacto humano, hay una barra con un código para ordenar desde el celular. Eso hicimos. Sangría roja y embutidos de entrada. Una paella de mariscos de plato fuerte. Repetir la ronda de sangría para refrescar el cuerpo y liberar la mente. Cuando apremió usar el baño, atravesé el largo pasillo del otrora iluminado restaurante y esta vez oscuro y solitario con las sillas subidas a la mesa y dos mozos tratando de hacer su trabajo dentro de unas circunstancias anormales, deprimentes. En fin, me embargó una nostalgia, algo de miedo y una confusión tremenda entre no saber ya si deleitarme o sentirme culpable de estar disfrutando de un almuerzo típico español al aire libre en pleno Manhattan, pero teniendo que ponerme la mascarilla para usar el baño. Son los tiempos de esta mortífera pandemia.

Ana María González Puente

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Día polar

Hoy es el día -pensó-. ¿Era domingo o sábado? un día cualquiera, porque así se habían vuelto los días en aquella ciudad de edificios ahumados. Tiempo atrás, había visto latir un pequeño corazón a través de una pantalla en blanco y negro. Quizás fue el frío de ese cuarto; o el frío del médico salvavidas; o el frío del falo de la ciencia que hurgaba en sus entrañas; o fue el frío de esa ciudad ahumada que aplastaba sus pulmones; o todo junto, lo que la congeló por dentro. Y no dudó. Y su respiración se tornó fría, y su voz tasajeó el aire, y su mirada congeló al sol. Y no dudó, “No va a nacer”- se dijo-. ¿Era sábado o domingo? Subió las escaleras derruidas, tocó a la puerta, blanca, la entrada al frío polar del cuarto, otro cuarto; y el médico, otro médico, el condenavidas, con la mirada más fría que el cementerio; y otra vez el falo, otro falo, el succionador; y el balde para el vómito; y el techo que daba vueltas; y la calle que recibió sus entrañas; y prendida de un poste vomitó la maldición de la religión, vomitó a la asesina.

Margarita Ríos, de Manizales

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Amor de dieciocho horas

La primera vez que charlé con el amor de mi vida hablamos doce horas. La segunda vez, fueron unas seis. En esos intervalos, agotamos todos los temas, como le pasó a Homero y a Rulfo: no hubo espacio para un tercer encuentro.

Carlos Andrés Martínez Buelvas

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Perspectivas del destierro

El abuelo tuvo que emigrar, porque él nunca aprendió a escuchar, y la demás gente solo se limitó a gritar. Mi padre prefirió viajar, porque no entendía por qué, aunque aprendió a escuchar, nunca aprendió a hablar. En cambio, yo partí, porque, aunque aprendí a escuchar y aprendí a hablar, fui obligado a callar.

Germán Antonio Portela Yaima

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Contradicción

Después de intentar diversas formas de suicidio, la conoció por mera casualidad y, decidió ser inmortal.

Márcia Batista Ramos (Brasil)

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Héroes

Desde niño soñaba con los grandes héroes que salvan el mundo. Cuando creció se convirtió en uno. “Si puedes salvar a alguien, habrás salvado su mundo”, le había dicho su padre.

Carol Daniela León Hoyos

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La cena con la Tía Hilda

Aquella tarde en la casa de Tía Hilda, mientras hablábamos tan animadamente en la mesa, vi esa inolvidable comida: unas lentejas negruzcas, que luego probaría y cuando llegase el primer bocado a mi boca, revelarían un hedor desagradable. Sin embargo, a pesar de su aroma, las probé a regañadientes; aquel bocado rebosaba lo repugnante. Era lo más asqueroso que había probado en mi vida. Me sorprendió que nadie notara mi expresión de asco. No soportaría jamás aquel sabor tan desagradable, y de un solo golpe expulsé aquella simple cucharada por toda la mesa. Esa tarde extraordinaria, fue la peor de todas.

María Fernanda Valencia, Barranquilla, 14 años.

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Torpe, manso y lerdo

192 escalones hacia abajo y un solo traspié. He rodado por las escaleras del metro. Una anciana me ofrece su mano temblorosa y apergaminada, pese a que a duras penas se sostiene en su caminador de aluminio. A lo mejor y el jalonazo de mi peso la hace caer también, reflexiono como un lerdo y manso Diógenes urbano. Pero la inmensidad y determinación de su mirada de dulce sabueso logra que mande a la mierda las leyes de la física y dejo que me ayude. Para mi sorpresa, es muy fuerte y no solo me ayuda a incorporar, sino que me despide con una sonrisa comprensiva y una palmadita en la espalda como si, más bien, el viejo fuera yo.

Jimmy Arias

Por Autores varios

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