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Luzbella Hinojosa subió al púlpito con la cara chorriada de pestañina y la nariz hinchá de tanto sonársela. El Pastor al verla así de esmigajá también se le encharcó la mirada. ¡Va pué y nosotros que no podíamos ver a nadie con el ojo agüao. Ahí mismo nos afloró el sentimentalismo.
—Ay, pobrecita, pero qué bueno que se animó a dar testimonio —murmuró Serena Cuadrado con la voz quebrantada moquiando a la par de esa mujé.
—¡Ujumm! —respondió la Cuqui, quejándose con los labios apretados, y llevándose rápido el dedo índice a la boca para indicarle que no empezara a distraerla con sus comentarios.
—Oye, —le dijo suavecito— ¿será verdad que fue la querida de un mafioso? Esta vez la Cuqui la miró con rabia y le volteó su cara de inmediato.
—¡Ay, qué pena! Está bien, no digo más ná —se disculpó Serena entre dientes, y con un kleenex se secó los extremos de los ojos.
Menos mal que arriba de la tarima, a la mujercita se le dio por calmarse. Ñerda, ya estaba bueno de tanta lágrima colectiva. No veíamos la hora de que desembuchara rápido lo que la tenía tan quebrantada. Desde que estaba sentada en las sillas de invitados especiales nos tenía sufriendo. Ariajooo, pero hubieran visto el estilo con que de pronto empezó acicalarse. Sin bajar la cabeza, tanteaba los cinco botones de la blusa blanca que llevaba ceñida al torso, luego estiraba los bordes de esta, por delante y por detrás, apretando los puños de sus manos, como queriendo que no se notase la fuerza que hacía en cada estirón. Yo sí me dije pa’ mis adentros, ajá, y esta vieja qué? ¿Quién se va a fijá en lo que lleva puesto, ah? Total, la gente también se distrajo mirando la forma en que se emperifollaba mientras le alistaban el micrófono para que pudiéramos escucharla.
Usooo, empezó a darse suaves toques alrededor de su cintura, como cerciorándose de que tuviera bien puesta la faja moldeadora que, evidentemente, le marcaba una mejor figura. Pues, a decir verdad, le sobraban varios kilitos, ¡pero qué, tampoco para andar forrada así! ¡Ay no, qué jartera! ¡Va pué! Ni que tuviera mis goodyear. Hay que ver las llantas que yo me gasto hasta en los brazos y en las piernas, son de esconder. Ah, no, pero a mí me tienen sin cuidao. Bueno, el cuento es que la mujer se afanaba para que sus mondonguitos no se le notaran. Los retoques iban acompañados de insistentes carraspeos y una tosecita moderada a la que le ponía un toque sofisticado al tapar su boca con el puño de su mano derecha para toser con libertad. ¡Vaya el carajo, cuánta elegancia! Claro, nos imaginamos que ese emparapetamiento se debía a sus nervios. Figúrense, primera vez que se paraba en la tarima de la iglesia Casa Gente de fe. Erdaaa, pero se iba pasando de la raya. Y más a esa hora del mediodía en la que al Pastor se le dio por ponerla a hablar. Jodaaa, no se imaginan qué filo teníamos, y el calor que estaba haciendo.
Cuando los ujieres del templo le hicieron señal a Luzbella de que ya podía comenzar, ¡ariajooo, qué caché hermanos! Saludó con una breve inclinación y luego se presentó con su nombre completo, seguido de un afectuoso agradecimiento a Dios por darle el valor de poder expresarse de su pasado. Empezó contándonos lo que había vivido como esposa de uno de los hombres más temidos del país, y lo que sintió en el momento en que sus socios lo asesinaron frente a ella y su pequeño hijo. Que creen, nos puso a berrear otra vez. Eso fue puro llanto de corrido. Sobre todo, cuando señaló varias partes de su cuerpo en donde dijo llevar las cicatrices por la golpiza que también a ella le dieron esa noche. Desde lejos no pudimos apreciar los surcos que decía tener marcados en su cuerpo, pero por la cara que Luzbella hacía, nos imaginamos en su piel las huellas del dolor que le causaron.
—¡Ay qué pecao! ¡No hay derecho! ¡Tenaz!...
El murmullo de frasecitas consoladoras que se escuchó en la iglesia la obligó a quedarse en silencio por unos segundos hasta cuando logramos entender que ella no iba a seguir hablando si nosotros no hacíamos silencio. Entonces suspiró profundo y retomó sus palabras contándonos que por mucho tiempo despertó con repugnancia de ella misma, al verse cada mañana rodeada de botellas vacías de licor.
—Hermanos, me embriagaba para soportar la zozobra de permanecer encerrada y vigilada en el palacio de cristal en el que vivía en ese entonces —dijo luego de tragar en seco, haciéndonos ver que se le hacía un nudo en la garganta. Ahí mismo, cuando habló de esa lujosa casa comenzó a temblar casi sin poder controlar el movimiento de sus piernas y manos. Dos líderes del templo corrieron a su lado, prestos a auxiliarla en caso de que sufriera un desmayo. Pero no, su tembladera no fue impedimento para que ella continuara. Al contrario, habló y habló sin contenerse. Podría decirse que fue su mejor momento de fluidez, y quizás el que más nos conmovió. ¡Vea usted! Bueno, hasta cuando empezó a hacer unos extraños ejercicios de respiración. Éstos le quitaron emotividad a sus palabras, pues hundía con fuerza la cabeza entre sus hombros para tomar el aire que le faltaba, y después pestañeaba como en cámara lenta moviendo la nariz para ambos lados de su rostro. Inhalaba y exhalaba. Claro, ella recuperó la calma, pero muchos de los presentes no pudimos evitar distraernos con las muecas que realizaba. Así que preferimos bajar la cabeza por un rato para no seguir mirándola, y de esta forma disimular cualquier risita inapropiada que nos hiciera parecer como poco piadosos e inmaduros. Por supuesto que nos había sensibilizado con lo que ella recordaba. Las caritas de pesar que se veían en la iglesia, eran las mismas que se aprecian en las terneritas que van rumbo al matadero. ¡Se los juro!
Terminó su testimonio muy campante y relajada afirmando que todo lo que había contado quedaba atrás porque de ahora en adelante no quería seguir hablando de su pasado por cuanto estaba experimentando un nuevo tiempo, un renacer glorioso que la tenía llena de ilusiones, dispuesta a comenzar de cero de la mano de Dios. Esas fueron, exactamente, sus palabras.
Erda, qué bacano escucharle decir eso. Pa’ qué negarlo. Nos levantamos de las sillas para aplaudir con todas las fuerzas. Eso sí, todavía con los ojos agüados. Pero Luzbella alzó una de sus manos indicándonos que la dejáramos seguir hablando:
—Hermanos, esta es la verdadera razón por la que estoy aquí. ¡Quiero dar fe de lo grande y maravilloso que es nuestro Señor! —suspiró profundo y con voz suave añadió:
—Después de un largo proceso con el Gobierno, cuando ya casi había perdido la esperanza, me acaban de notificar que estoy a punto de disponer de las cuarenta y siete cuentas bancarias que mi marido dejó en Suiza en los años ochenta con dinero de la mafia.
Esta vez no pudo evitar nuestras sentidas palmas ni la euforia con la que algunas personas lanzaron gritos de júbilo, exaltando la bendición que Dios estaba permitiendo en su vida. A la “pobre viuda”, bueno no tan pobre por lo visto, la pudimos asfixiar de tantos abrazos que enseguida corrimos a darle. Nojoñe, nadie quería soltarla. Fue un momento especial. De verdad, no se puede negar. Luego formamos un círculo a su alrededor con las manos extendidas sobre ella para cubrirla en oración. Cuando terminamos, Luzbella Hinojosa esperó a que volviéramos a nuestros puestos para despedirse, y lo hizo así:
—Hermanos, muchas gracias por haberme escuchado. Pero no me quiero ir de esta iglesia sin antes bendecirlos como ustedes lo han hecho conmigo, acogiéndome en esta mañana —respiró profundo y levantó el brazo derecho para continuar:
—En este lugar sagrado, quiero jurarles con la mano sobre la Biblia, que he decidido compartir mi herencia con ustedes —y alzó la mirada como buscando hablar directamente con Dios. Pero al percatarse de que no tenía el sagrado libro, le hizo señas al Pastor para que se lo llevara de prisa y así poder seguir con su juramento.
—Sí, Señor, lo haré —repetía extasiada, con los ojos cerrados y moviendo la cabeza como llevando el ritmo de un canto suave y melodioso. ¡Por mi madre que así hacía!
—¿Cómo no obedecerle? ¿Cómo no agradecer lo que Dios está haciendo por mí? —seguía expresando abstraída por completo. El Pastor se ubicó a su lado y le pasó el brazo alrededor de sus hombros con lo que cobró aliento y pudo retomar lo que quería decirnos:
—Soy una mujer sensible a la voz del Señor. Y lo que he sentido de parte de Dios en esta gloriosa mañana es que debo compartir mi herencia con ustedes—. ¡Erdaaa, pero qué vaina buena, ah! Ya era hora de que Dios se acordara de los pobres. Uy, todavía me acuerdo cómo repetí varias veces esa frase en mi memoria. Por supuesto, quedé lela, desbirolá por completo. Ajá, pero y quién no. En medio de sus sonoras palabras, el templo quedó sumergido en un apacible silencio ¡Uf! Algunos reaccionamos a lo que ella estaba diciendo, rodando las sillas hacia adelante para tratar de quedar en mejor posición; inclinábamos la cabeza para todos los lados, intentando afinar los oídos, entornábamos los ojos, estirábamos el cuello…
—¿Qué fue lo que dijo, ah? —gritaron varias voces después del aturdimiento. El fuerte abrazo que el pastor le dio, y luego al ver a su esposa Margarita de rodillas con las manos levantadas, batiéndolas al compás de las alabanzas que empezaron a escucharse, nos permitió entender que algo bueno, muy bueno, había dicho Luzbella Hinojosa. Pero el rumor seguía aumentando la confusión de los presentes. Entonces, la viuda se percató del desconcierto, y tomando de los dedos a la pareja de pastores, dijo sin vacilar:
—Hermanos la bendición no es solo para este par de padres espirituales que Dios me ha regalado. También voy a compartir mis recursos con ustedes. Desde ya confío en que sepan valorar la ofrenda que se les entregará. Quiero que paguen sus deudas y ayuden a los miembros de sus familias más necesitadas.
—¡Aleluyaaa! ¡Alabado sea nuestro Señor! —Las expresiones de euforia colectiva iban acompañadas de aplausos de la congregación puesta en pie.
Cuando Luzbella bajó del púlpito, nadie quiso salir de la iglesia, con todo y que se sentía una tremenda sofocación, y eso que el aire acondicionado estaba full. ¡De verdad, sudábamos a chorros! Ajá, con esa cipote noticia, quién carajo no se acalora. Hasta la bilirrubina se nos debió subir; y aparte, el calor humano que nos suele caracterizar. ¿Sí o no? Por eso, decidimos de una vez organizar una koinonía en el templo. Ombe, ¿cómo no? Un agasajo especial que incluyera algo rápido para picar, y por supuesto, unas palabras de agradecimiento en honor a nuestra redentora. Erdaaa, no se imaginan la alegría de ese domingo, estuvimos hasta bien tarde celebrando a punta de peto caliente, que ni mandao hacer apareció en la puerta de la iglesia con un tipo que daba garrotazos a la carretilla en donde transportaba el suculento platillo. Nojoñe, ese día el man vendió hasta el último sorbo de la olla.