Hay un verso en uno de los poemas del magistral libro “La belleza del marido”, de Anne Carson, que siempre me ha perseguido:
“Una herida despide su propia luz / dicen los cirujanos. Si todas las lámparas de la casa se apagaran, podrías vendar esta herida / con el resplandor que de ella supura”.
“La belleza del marido”, de Anne Carson
En toda vida y en todo cuerpo —sabemos— hay heridas, visibles o invisibles, que pueden cargar el peso de una sentencia. Pero en Carson —que escribe un poemario sobre la experiencia del amor— hay una invitación a reconocer que la herida puede convertirse en una fuente de iluminación, que dé pie a un proceso de transformación. Esta es una propuesta poderosa, que entra en resonancia con el nudo de “La frontera encantada”, la tercera y última novela del escritor Giuseppe Caputo.
En este libro de extraordinaria belleza, Caputo propone al lector un movimiento dialéctico: “después de contar la herida”, dice, es necesario “contar la historia del deseo”. Así, sugiere el poder de la ficción no solo para comprender la experiencia humana del dolor, sino también para traducir esta experiencia en un acto político, a través de la aceptación de que, de lado y lado del dolor, ha existido, también, el deseo.
Al narrador de “La frontera encantada” —alter ego de Caputo— lo conocemos en distintos momentos de su vida. A medida que avanza el libro, estructurado en fragmentos, estos se entrelazan, dejando atrás cualquier linealidad cronológica. Conocemos su infancia en Barranquilla; una primera migración a la capital del país; una segunda, hacia una ciudad estadounidense políticamente difícil —roja—; y, finalmente, su regreso a Bogotá. Desde ese último contexto, el del retorno, se configura una suerte de presente del yo que escribe. Es desde allí que el narrador rememora la herida original, su proceso, su desactivación, y también el goce —estético, político, sexual— que ha persistido a pesar de esa herida. La herida es expuesta desde el inicio de la novela, con una escena fundacional —brutal y a la vez encantadora— que sucede en una casa de clase media de Barranquilla, de madre caribeña y padre italiano, en la que el narrador pasó su infancia. Allí, la abuela materna observa con atención el rostro de su nieto, lo parte en dos con el dedo y lanza el hechizo:
“Qué cosa tan impresionante”, dijo la vieja. “Una parte tuya es más distinguida que la otra” —dejó su dedo en mi frente y, sin dejar de observarme, lo fue bajando por la mitad de la cara—. “¿Te das cuenta?”, me preguntó —ella estaba encantada y me estaba encantando a mí—. “Tu perfil derecho es elegante y el izquierdo, en cambio, es vulgar. Acuérdate de eso”.
“La frontera encantada”, de Giuseppe Caputo
Ese momento marca la identidad del protagonista, quien, al tiempo que comienza a preguntarse por su propia división —y por la singularidad de esa fractura—, comprende que habita un mundo en el que todo —la madre, el padre, el lenguaje, los cuerpos, las cosas— parece ya estar hechizado, partido, pese a su aparente unidad. En esta exploración personal, desde el archivo infantil de Caputo —inscrito en la ficción de la novela— emergen dibujos de rostros escindidos, con ojos enormes que parecen pedir una explicación o quedar fijos en el asombro del hechizo. Surge también la figura del padre migrante, venido del sur de Italia, cuya piel blanquísima le permite cierto ascenso o aceptación social, a pesar de la ruina económica que lo atraviesa. Esa ruina detona, a su vez, un deterioro en su salud mental, que lo hace oscilar entre el impulso capitalista de una producción desbordada y una desconexión idealista y febril, en la que es posible —y placentero— llenar la casa de mirlas y de tierra, o incluso fantasear con ser presidente de Italia y de Colombia, con un puente entre ambos países como proyecto principal. En el niño —y en quienes lo rodean— emerge también una pulsión del sexo como algo a la vez reprimido y celebrado: una fuerza que puede disfrutarse siempre que no se invoque de forma directa. Se configura, así, una visión umbral del mundo, anclada en el conservadurismo y en una idea rígida de clase social, donde lo vulgar y lo que se considera refinado deben mantenerse separados; y donde la inercia y la producción no deben mezclarse.
Pero si la abuela que hechiza le pide al protagonista caminar el mundo concentrado en el lado de su rostro capaz de sostener un estatus quo, lo que despliega la novela, a lo largo de más de trescientas páginas, es el desencantamiento de ese hechizo: la posibilidad de recuperar una agencia propia a través de la aceptación radical del derecho a detentar una forma o estética singular y política, que —esta vez— se encarna también en la forma en que está escrita la obra.
Digo estética y política porque “La frontera encantada” no se deja atrapar por un género ni por un formato único —y comercial—: no es propiamente un testimonio, una autobiografía, un ensayo o una novela en sentido estricto. Es un artefacto literario que se permite el juego y el desborde, que comienza (y termina) en el terreno de lo fantástico, cuando, en el punto más deseante y vulnerable de su vida, el narrador se topa con un loco a orillas de un río que le ofrece el regalo de una visión, obligándolo a elegir entre: “lo más absolutamente hermoso que podrás ver jamás, o lo más absolutamente terrible”. El lector, atrapado en el ofrecimiento, no sabrá de qué se trata la visión hasta el final, y no es mi lugar revelarlo aquí. Pero sí quiero subrayar la potencia de una obra que no teme sostener lo hermoso y lo terrible en una misma balanza, y que convierte esa coexistencia en una vía de introspección, de pensamiento y de resistencia.
Por esta propuesta estética y política, “La frontera encantada” puede leerse como la obra más retadora y, a la vez, más generosa de Caputo. Retadora, porque interpela directamente al lector y, mientras lo confronta con su propia herida, lo enfrenta también a una narrativa que cambia de forma y registro, como si cada pliegue del texto ofreciera una entrada distinta a la experiencia vivida. Pero también generosa, porque en lugar de clausurar esa herida, la acoge, al tiempo que revela las fisuras del conservadurismo y muestra cómo sus contradicciones pueden pensarse y exponerse a plena luz.
La obra le propone al lector, entonces, una vía para romper el hechizo: mirar de frente la escisión que impone el orden conservador y elegir habitar el lado vulgar o popular de ese terreno fronterizo donde se configura la identidad hegemónica, para descubrir allí una forma posible de agencia. En ese gesto, “La frontera encantada” ofrece una forma de reparación simbólica: imagina y materializa un mundo en el que lo singular, lo deseante, lo popular y lo colectivo sean reconocidos como formas legítimas de existencia.
Dos ejemplos en la novela pueden explicar esta propuesta, ambos basados en Barranquilla, ciudad de migrantes, atravesada por una fractura histórica entre la cultura de élite y la cultura popular.
Un primer ejemplo es la caracterización de lo que el narrador llama el bololó barrial: el desorden dentro del orden de una ciudad en la que la alegría convive en tándem con la lógica conservadora. En estos encuentros, los vecinos del barrio se insultan y contra insultan hasta desentrañar los trapos sucios que, según la norma, “deben lavarse en casa”. Para Caputo, ese gesto no es escandaloso sino liberador: el conservadurismo, que busca disciplinar, es derrotado por la defensa aguda del deseo —y del sexo— que se expresa sin tapujos, con frases afiladas que rayan en la comicidad. “¿Quién fue el marica” —yo—, “el gran marica que se metió un jabón por el culo?”, grita alguien. Y la madre del narrador responde: “¿No habrás sido tú mismo, sonámbulo de mierda?”. O la mujer que enfrenta al amante de su marido con un: “¡Puerca! ¡Meterte esa picha en la jeta!”. Así, en la burdez y el jolgorio de cada bololó, se impone una lógica distinta a la de la vergüenza o la censura: una lógica popular, deseante y comunitaria; un inconsciente colectivo que cohesiona en vez de separar.
Otro momento en que la novela permite pensar la escisión —no solo como herida, sino como un punto de elección y de inflexión— es cuando irrumpe otra voz: la del padre. Sabemos que ese padre migró desde el sur de Italia tras la Primera Guerra Mundial, con el anhelo de un ascenso social basado en su origen, y que ha atravesado una quiebra material y emocional que oscila entre la depresión y un impulso de producción desmedida. Años después de esa crisis, en un momento en que el narrador vive su propia experiencia migratoria —ahora en dirección contraria, del Sur al Norte—, el padre decide enviarle sus memorias por correo electrónico. El hijo espera encontrar ahí una narración sobre la guerra, la migración, la caída y sus efectos. Pero lo que recibe es otra cosa: una versión idílica, que elude el conflicto, pero que contiene un gesto imprevisible. Por primera vez, el padre escribe sin correcciones ni filtros. Su español entreverado con el italiano, antes siempre corregido por terceros, aparece ahora sin pulir. Y en esa escritura, el narrador reconoce la singularidad de la voz de su padre, en la que no se elimina “todo rastro de la historia social” de este o de la casa familiar.
Al lector, quisiera decirle que, por la belleza y luminosidad de esta obra de Caputo, por su rebeldía y su rareza, “La frontera encantada” es, en este momento de profunda división política y social, una novela urgente. Urgente porque hoy el capitalismo muestra su rostro más feroz: el del exterminio por la diferencia, el del exterminio por no ser complacientes con el modelo económico instaurado, el del exterminio por la lucha por derechos humanos básicos. En ese contexto, “La frontera encantada” señala cómo ejercer una forma de agencia que, al afirmar la vida individual, también acompañe y resguarde la vida colectiva, en toda su potencia.