El conflicto de las imágenes entre los cristianos en los siglos VIII y IX llevó a que los iconoclastas destruyeran infinidad de imágenes, quemando unas y cubriendo con cal los murales en los que se había representado a Jesús. Los defensores del arte, como el papa Gregorio II, consideraban que las representaciones de Cristo, de los santos, de María y los apóstoles llevaban a la educación del pueblo y al conocimiento más profundo de la religión y de lo que había ocurrido. Quienes se oponían, más allá de afirmar que los evangelistas jamás se preocuparon por las descripciones físicas, lo hacían para mantener su poder, pues cada tanto les llegaban noticias de que en Grecia, por ejemplo, unos íconos se habían vuelto milagrosos, captando con sus milagros la atención y veneración del pueblo que creía y del que no.
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Frente a la violencia de los iconoclastas, que llegaron a torturar a los artistas y a derribar los muros en los que había pinturas, el papa “envió una belicosa epístola a Constantinopla en la que acusaba al emperador de interferir en asuntos doctrinales que no eran de su incumbencia y (quizá con demasiado optimismo) amenazándolo con usar la fuerza si intentaba volver a hacerlo”, como lo reseñó Peter Watson en su libro “Ideas”. El comienzo de una larga guerra fría se había iniciado. Gregorio II tenía de su lado al rey franco, Pipino. León III, el emperador bizantino, contaba con su pueblo y con el ejército, que habían vencido a los árabes en sus intentos por sitiar y conquistar la ciudad de Constantinopla entre los años 717 y 718, fundamentalmente utilizando lo que llamaban el “fuego griego”.
Durante los años de las controversias entre los iconoclastas y los iconódulos, el arte bizantino se afianzó en su idea de representar lo sagrado en toda su dimensión. No había perspectiva y las dimensiones reales, o la manera en que se mostraban, dependían de la importancia de los personajes. Según Watson, “María siempre es más grande que José, lo que nos ayuda a entender por qué los santos pueden ser del mismo o mayor tamaño que las montañas que aparecen al fondo. No se realizó ningún trabajo sobre el color para crear la impresión de distancia y las figuras no arrojan sombras que puedan arruinar la serena armonía de la composición”. La luz era luz divina, y así debía ser plasmada siempre. Los colores surgían de la fuerza de la fe, y por ella se crearon y con ella fueron utilizados.
La fe guiaba al pueblo y sus gobernantes, y la fe dictaminaba qué se debía hacer. León III había decidido destruir todas y cada una de las imágenes que se encontrara en su vida, pues dos hechos lo habían llevado a abjurar de las representaciones, y del arte. La primera había sido en el año de 726, cuando la erupción del volcán Thera arrasó con la mayoría de costas del mar Egeo y algunas de sus islas, que se diluyeron para después formar una nueva, que fue señalada por el emperador y sus súbditos como milagrosa y condenatoria a la vez. Dios habló a través de aquel suceso, y Dios se oponía a aquellos que lo representaban y a quienes lo veneraban a través de pinturas y de objetos. Un año más tarde, durante el asedio de Nicea por los árabes, el conde de Opsikión rompió un ícono de una virgen y los invasores huyeron.
La fe, al final, acabó por resolver el conflicto a favor de los artesanos, pintores, escultores y defensores de las imágenes el 11 de febrero del año de 843, cuando la devota y regente emperatriz Teodora ordenó que cesara la persecución a los iconódulos, quienes entre otros varios argumentos, habían expuesto que el mandato bíblico que prohibía las imágenes había sido ampliamente superado por la encarnación del propio Jesús, que al ser la segunda persona de la Santísima Trinidad, se había vuelto Dios y había encarnado en materia visible. Por esta razón, las imágenes de Cristo lo representaban en carne. En otros apartados de sus reflexiones, incluían los pasajes en los que Dios le había ordenado a Moisés que hiciera estatuas de oro de ángeles en la tapa del Arca de la Alianza.
Para Watson, y antes, para Cyril Mango, el arte bizantino fue el primer arte de los cristianos, y en general, uno de los puntos decisivos en la historia del arte en general. La magia y el misterio que surgían de sus colores, sus brillos y destellos, e incluso de sus formas, hicieron que el drama de la vida de Jesús, desde su nacimiento hasta su resurrección, fuera más creíble que el que se había difundido desde los primeros siglos de la era de Cristo en relatos que se transmitían de padres a hijos y de abuelos a nietos y en lecturas de una sola y calificada voz. Como afirmaba Mango en su libro “Bizantium”, “Que los bizantinos miraban estas imágenes como retratos verdaderos de los sujetos que representaban proporcionaba a sus basílicas una intensa aura sagrada que hoy apenas podemos imaginar”.
El arte de los bizantinos, su muy peculiar manera de representar la vida sagrada, antes y después del conflicto y las batallas que propiciaron los iconoclastas, fue un pilar para las imágenes y la concepción de las figuras sagradas que llegarían más tarde, cuando los artistas pasarían de ser simples trabajadores del color y de la figura, a ser creadores, a tener un nombre y una firma propios, y en la mayoría de las ocasiones, reconocidos. La controversia sobre las imágenes, el paganismo, lo sagrado y lo mundano, sin embargo, no acabaron con la orden de paz de la emperatriz Teodora. Las discusiones sobre lo pertinente de los íconos, sobre lo sagrado y lo fidedigno, lo prohibido y lo permitido, se volvieron a dar en diferentes contextos, se expandieron, y siguieron su curso hasta el siglo XXI.