En enero de 1715, Pedro I de Rusia –Pedro el Grande–, presidió en Moscú las bodas del septuagenario príncipe Zotov con una mujer cincuenta años más joven. El novio llegó en una carroza tirada por osos; los heraldos fueron los “tartamudos más grandes de Rusia”, los mayordomos y los camareros fueron unos “viejos decrépitos”, los lacayos encargados de hacer los recados eran “tan gordos y corpulentos que había que llevarlos de la mano”, y la pareja fue unida en matrimonio por un cura centenario que “había perdido la vista y la memoria”.
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La dinastía Romanov estuvo rodeada de enanos, gigantes y deformidades que giraban en derredor del trono y del Sínodo de los Borrachos de Pedro el Grande como formas de diversión, pero también de distensión. Distensión de las formalidades de la corte, de las ficciones de la figura de la aristocracia y del emperador y, sobre todo, de las apariencias. La Fealdad es el catalizador de la moralidad, recordatorio de humanidad y advertencia para los vagabundos.
En la antigua Grecia, el ideal griego de la perfección lo representaba la kalokagathia, término que nace de la unión de kalos, lo bello, y agathós, lo bueno. Teniendo en cuenta este ideal, la civilización griega elaboró una extensa literatura sobre la relación entre fealdad física y fealdad moral. Siguiendo la perspectiva platónica, lo feo sólo existiría en el orden del mundo sensible, como aspecto de la imperfección del universo físico respecto al mundo ideal. Más tarde, Pausanias admitiría que se debía amar a los jóvenes más nobles y mejores “aunque fueran más feos que otros”, de ahí que fuera malvado el amante que amara más el cuerpo que el alma.
Sin embargo, el mundo griego estuvo lleno de contradicciones. Cuando Platón consideraba en la República que lo feo como falta de armonía era lo contrario de la bondad del espíritu, recomendaba que se evitara a los niños la representación de las cosas feas. No obstante, admitía que en el fondo existía un grado de belleza propio de todas las cosas, en la medida en que se adecuaban a la idea correspondiente. Aristóteles en su Poética afirmó que se podían imitar bellamente las cosas feas, y se admiraba de la manera en que Homero había representado perfectamente la repugnancia física y moral de Tersites, un guerrero aqueo de la guerra de Troya.
Queda, no obstante, en la cultura griega una oda a la fealdad como crueldad. Cronos devora a sus hijos, Medea mata a los suyos para vengarse del marido infiel; Tántalo cuece a su hijo Pélope y se lo ofrece en un banquete a los dioses para probar su perspicacia; Agamenón no duda en sacrificar a su hija para aplacar la ira de los dioses; Atreo ofrece la carne de sus hijos a su hermano Tiestes; Edipo, aunque sin saberlo, comete parricidio e incesto… Es un mundo dominado por el mal, donde seres humanos sumamente bellos cometen acciones feamente atroces, en un mundo en el que vagan seres que violan las leyes de las formas naturales: sirenas, Escila y Caribdis, Polifemo, la Quimera, las Harías, las Gorgonas, la Esfinge, el Minotauro, las Erinias, los Centauros… A pesar de que la antigua Grecia representó la perfección de la belleza, estuvo inmersa en la fealdad.
La antigua Grecia asoció la fealdad con la bajeza moral y la imperfección cósmica y parte de aquella perspectiva le fue heredada a la Edad Media; con todo, se intentó encontrar una justificación a tal fealdad. Decir que el mundo era bello era lo mismo que decir que era bueno. Los monstruos eran bellos porque eran seres y como tales contribuían a la armonía del conjunto. Aunque el pecado destruía el orden de las cosas, ese orden era restablecido por el castigo, por lo cual, los condenados al infierno eran ejemplo de una ley de la armonía. Incluso Cristo no fue representado de forma hermosa, como fueron representados los dioses griegos en su momento. No se podía representar al Cristo flagelado, coronado de espinas, crucificado, agonizante con las formas de la belleza griega. En el arte medieval, en el caso de Cristo se subrayaba la inmensidad inimitable del sacrificio realizado, mediante la fealdad de la tortura a la que estuvo sometido.
Ahora bien, en una época en la que las personas vivían mucho menos y eran víctimas fáciles de epidemias y hambrunas, la muerte tenía un carácter inminente. Por consiguiente, la predicación oral y las imágenes que aparecían en los lugares sagrados estaban destinadas no solo a recordar la inminencia e inevitabilidad de la muerte, sino también a cultivar el terror a las penas infernales. En la Edad Media, la muerte aparecía como algo doloroso, pero familiar, una especie de personaje fijo. En muchos ciclos pictóricos se celebraba el Triunfo de la Muerte. En Roma, cuando se celebraba el triunfo de los caudillos victoriosos, un siervo que iba en el carro junto al aclamado le repetía sin cesar “recuerda que eres un hombre”, una especie de memento mori. Sobre este modelo nace una literatura de los Triunfos, en la que siempre está presente también un Triunfo de la Muerte, que vence a toda vanidad humana, el tiempo y la fama. El Triunfo de la Muerte va acompañado de la visión del Juicio Final, otra forma de admonición para el fiel, e inspira acciones teatrales y carros carnavelescos. Otra de las formas tanto cultas como populares de celebración de la muerte fue la Danza Macabra o Danza de la Muerte, que se celebraba en los lugares sagrados y en los cementerios.
Con la muerte siempre presente, la Edad Media abundaba en descripciones de los infiernos y en relatos de viajes infernales que terminaban en la muerte. En la Eneida IV y probablemente en la tradición árabe se inspiró Dante para crear su infierno, repertorio de Minos, las Furias, las Erinias, Gerión y un Lucifer con cabeza de tres caras y seis enormes alas de murciélago. Un infierno que también es relato de terribles torturas: los indolentes que corren desnudos picados por abejas y moscones, los glotones azotados por la lluvia de lodo y descuartizados por Cerbero, los herejes que yacen en sepulcros ardientes, los violentos sumergidos en un río de sangre hirviendo; los blasfemadores, sodomitas y usureros perseguidos por lluvias de fuego, simoniacos sumergidos cabeza abajo con los pies en llamas, los hipócritas cubiertos por capas de plomo, los ladrones transformados en reptiles, los falsarios afectados de sarna y lepra, y los traidores aprisionados en el hielo. Por influencia tanto de la literatura apocalíptica como de los distintos relatos de viajes infernales, proliferarán en las iglesias románicas y en las catedrales góticas, en las miniaturas y en los fresnos, todas estas representaciones que recuerdan día a día al fiel las penas que aguardan al pecador.
La obsesión con el infierno y la muerte viene acompañada de la obsesión con el diablo, el tentador, la personificación perfecta de la fealdad, el terror y el Mal, el que se transforma en vicios, animales, monstruos y hasta pontífices. De portentos y monstruos estaba hecho el imaginario cristiano medieval. Los monstruos de los capiteles de las iglesias románicas eran tan atractivos como animales de zoológico. En las iglesias surgía una variedad de formas heterogéneas tan grande y tan extraña que producía mayor placer detallar los mármoles que los códices y pasar todo el día admirando una por una estas imágenes que meditando sobre la ley de Dios.
Y para ahuyentar el diablo y aquellas formas que probablemente quedaban en la mente hasta las pesadillas, la mejor estrategia era burlarse de ellos. En la Edad Media, el pueblo era protagonista de la parodia grotesca en los carnavales y en otras manifestaciones de tipo carnavelesco, como la fiesta del asno y los charivari, procesiones con ocasión de las nuevas nupcias de un viudo, caracterizadas por increpaciones, gestos obscenos, disfraces, y en las que se producía un enorme estruendo con calderos, cacerolas y otros utensilios de cocina. En el carnaval dominaban las representaciones grotescas del cuerpo, las parodias de las cosas sagradas y una licencia total del lenguaje, incluido el blasfemo. Como triunfo de todo aquello que durante el resto del año se consideraba desagradable o estaba prohibido, estas fiestas representaban un paréntesis concedido o tolerado solo en algunas ocasiones concretas. Durante el resto del año se celebraban las fiestas religiosas oficiales, en las que se reafirmaba el orden tradicional y el respeto a las jerarquías, mientras que en los carnavales se permitía subvertir el orden social y las jerarquías y emergían los rasgos bufonescos y “vergonzosos” de la vida popular. El pueblo se vengaba alegremente del poder feudal y eclesiástico y, mediante parodias de los diablos y del mundo infernal, pretendía reaccionar al miedo a la muerte y al más allá, al terror a las epidemias y a las desgracias que habían dominado durante todo el año. Entre estas manifestaciones estaban también las fiestas de los locos, y es evidente que la figura del loco se caracterizaba por una mueca de enajenación, que muy pronto se transformó en máscara bufonesca. Así se redimía en cierto modo la fealdad, tal vez porque además el protagonista de carnaval, hambriento y dominado por las enfermedades, no era más hermoso que la máscara que encarnaba y, por consiguiente, mediante un acto de desafío, lo deforme se aceptaba e imponía como modelo.
Todos estos fenómenos sufren un vuelco en la época renacentista. Lo obsceno se convierte en lenguaje y comportamiento de corte real. Se convierte en sátira del mundo de los sabios y de los hábitos eclesiásticos, y asume una función filosófica. Ya no es una revuelta anárquica, sino toda una revolución cultural. En esta época nació la caricatura, consistente en la exageración de una parte del cuerpo para burlarse o denunciar un defecto moral a través de un defecto físico. También, los monstruos ya no se buscaban en el universo místico, sino en el compuesto por viajes y exploraciones científicas.
La fealdad se tornó en un instrumento de debate, ciencia y de cotidianeidad. De equivalencia de bajeza moral a advertencia infernal, de enorme sacrificio a exaltación popular, de imperfección cósmica a filosofía y crítica. Los enanos, gigantes y deformidades que acompañaban a Pedro el Grande y a su Alegre Compañía en el Sínodo de los Borrachos era el compendio de los miedos que la humanidad ha exorcizado a través de la fealdad.