La última escena de Leonardo da Vinci fue escrita y recreada por su biógrafo, Giorgio Vasari, y durante más de tres siglos fue tomada como cierta. Luego, hacia mil ochocientos, algunos investigadores desmintieron a Vasari y destruyeron parte del mito. No obstante, lo escrito, escrito estaba y estuvo y quedó en la historia, y el momento que inventó Vasari se convirtió en dibujos y pinturas, y más tarde, en obras de teatro, líneas de novelas, y en obligadas citas de historiadores. Su texto decía: “Le atacó luego un paroxismo, presagio de la muerte, y el rey se acercó y le sostuvo la cabeza para ayudarlo y demostrarle su favor, así como para aliviar su malestar. Entonces el divino espíritu de Leonardo, reconociendo que no podía gozar de mayor honor, expiró en los brazos del rey”. Era el 2 de mayo del año de 1519.
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El rey del que hablaba Vasari era Francisco I de Francia, quien a expensas de su madre, Luisa de Saboya, había invitado a su reino a Leonardo da Vinci. Lo había alojado en la mansión de Cloux, distante 500 metros del castillo de Amboise, una de las sedes de verano de los reyes, y le había prometido prácticamente el cielo con todas sus estrellas simplemente para tenerlo con él. Según los dichos que los sobrevivieron, Francisco I había construido un pasadizo subterráneo que comunicaba a Amboise con Cloux, y que el rey recorría casi todos los días sólo para ir a conversar con Da Vinci. Hablaban de la vida, del arte de gobernar, de la muerte, de la pintura y la escultura, de la música y de los tiempos que más tarde o más temprano tendrían que llegar, con unos cuantos de los inventos que Da Vinci había ideado.
Su viaje desde Roma se demoró más de tres meses, y para quienes fueron testigos, fue un espectáculo que el propio Da Vinci debió haber pintado. La ‘troupé’ era una hilera sin fin de caballos y burros, carruajes y carrozas repletas de baúles, cada uno lleno de documentos y de cuadros enmarcados y por enmarcar, más allá de las maletas y cajas que contenían las ropas y pertenencias del invitado del rey y de dos de sus más celebrados discípulos y asistentes, Francesco Melzi y Gian Giacomo Caprotti, más conocido como Salai, quienes entre otras labores, eran los encargados de cuidar las obras de su maestro. De acuerdo con diversas crónicas que se fueron reproduciendo siglo tras siglo, en aquel inmenso trasteo se perdieron o se averiaron algunos de los trabajos de Da Vinci, así como uno que otro de sus apuntes científicos y personales.
Ya en Francia, da Vinci les mostró tres obras al cardenal Luigi de Aragón y a su secretario y capellán, Antonio de Beatis, quienes habían ido a visitarlo. En sus notas, Beatis escribió: “un retrato de cierta dama florentina, pintado del natural a instancias del difunto magnífico Giuliano de Medici, otro de un San Juan Bautista joven y un tercero de la virgen y el Niño en el regazo de Santa Ana, todos ellos perfectísimos”. De acuerdo con la gran mayoría de expertos que han rastreado las obras de Da Vinci, las falsificaciones, las copias y las épocas en las que las trabajó y sus propios cuadernos, esos cuadros correspondían a El San Juan Bautista, Santa Ana, la Virgen y el Niño, y quizá, la Mona Lisa. De Beatis llevaba un diario sobre su viaje con Aragón entre mayo de 1517 y marzo del 18 para ir a entrevistarse con el rey Carlos I de España, después, Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Hicieron una escala en las inmediaciones del Loira para ir a conocer a Da Vinci en la mansión de Cloux. Como escribió Charles Nicholl, autor del libro “Leonardo, el vuelo de la mente“, “La visita a Leonardo da Vinci en Amboise constituye un testimonio único de la actividad de este artista tras establecerse en Francia a petición de Francisco I. El relato indica que el rey no esperaba ninguna obra en particular del artista, sino que estaba dispuesto a permitir que Leonardo se dedicara a sus intereses. Parece que rara vez se concedió tal libertad a otros artistas al servicio de la realeza”. El 10 de octubre de 1517, Da Vinci les mostró sus tres obras al cardenal de Aragón y a De Beatis, quien en su “Itinerario”, y un día más tarde, hizo referencia a otro retrato en cuya imagen aparecía una mujer de Lombardía, la señora Gualanda.
La cita llevó a las sospechas y al misterio. Algunos de los más versados estudiosos de la vida y la obra de Da Vinci aseguraron que el cuadro que les había enseñado a De Beatis y a Aragón fue el que estuvo en poder del rey Francisco I, y después, en el palacio de Versalles, hasta que fue trasladado al Louvre, en pleno siglo XVIII. Otros, basados en el estilo, afirmaron que la obra en cuestión no podía haber sido hecha por Da Vinci entre 1503 y 1506, pues tenía técnicas que el pintor no conocía en ese entonces. Por ejemplo, el profesor Alejandro Vezzosi, citado por la “Mona Lisa Foundation”, opinó que “De hecho, el estilo se remonta a una obra de arte realizada en el período posterior y más maduro de Leonardo, después de 1510, presumiblemente alrededor de 1515. Los datos son numerosos, como un ojo y un mechón de cabello en una hoja del Códice Atlántico, fechada alrededor de 1515 (…).
Para Vezzosi, autor del libro “Leonardo da Vinci, arte y ciencia del universo”, “La hipótesis de que se trate de una obra de arte inacabada después de cuatro años de sufrimiento, de 1502 a 1506, y que Leonardo la favoreció y la llevó consigo siempre hasta su muerte, no parece corresponder a la realidad”. Otros investigadores, como Kenneth Clark, Carlos Vecce y Carlo Pedretti, concordaron con Vezzosi. Palabras más, palabras menos, dijeron que la técnica del retrato que acabó en el Louvre no había sido aprendida y desarrollada por Da Vinci entre 1503 y 1506, y abrieron el interrogante sobre la mujer que había retratado. Tal vez Giorgio Vasari se había equivocado cuando escribió que era la “Mona Lisa” y que correspondía a Lisa del Giocondo, la esposa de Francesco del Giocondo, o cuando dató la obra entre 1503 y 1506. O quizá había dos óleos sobre dos mujeres distintas.
Las evidencias apuntaban a que la misma pintura no podía haber sido encargada por dos personas diferentes, y a que las fechas de su terminación tenían una diferencia de más de once años. De acuerdo con un texto publicado en “The Mona Lisa Foundation”, titulado “El diario de viaje de Antonio de Beatis”, “Vasari data la pintura en los primeros años del siglo XVI, y por supuesto en Florencia, donde Leonardo mantuvo su estudio, al menos hasta 1506. Si Giuliano de Medici la encargó, entonces solo habría sido pintada mientras Leonardo vivía en Roma y trabajaba bajo el patrocinio de Giuliano, lo que fue aproximadamente de 1513 a 1516. Ahora bien, la ubicación juega un papel crucial. Para 1513, Mona Lisa (Lisa del Giocondo) era una esposa de clase media establecida, de unos treinta y tantos años, con una casa llena de niños en Florencia: es improbable que viajara a Roma para posar para un retrato”.
Lisa Gherardini había nacido en 1479. Por lo tanto, según los textos de Vasari, tendría alrededor de 25 años cuando Da Vinci la retrató. Según la “Mona Lisa Foundation”, la mujer del cuadro que ha estado en el Louvre desde mil setecientos y tantos es “sin duda bastante mayor, aun admitiendo que algunas personas envejecieron más rápido en aquella época. Por lo tanto, es evidente que hubo dos versiones distintas”. Por otra parte, la pintura que Da Vinci les mostró a De Beatis y al cardenal Aragón, y que en sus diarios de viaje el primero reseñó como la señora Gualanda, era otra, y no la Gioconda, como quisieron hacer ver unos cuantos estudiosos escépticos. El “también” del texto de De Beatis era bastante explícito, aunque por varios años su cita fue un enigma, casi como toda la historia de Leonardo da Vinci.