Aunque el camino sea diferente, el final será el mismo. “Todos vamos al mismo lugar”, dicen al referirse a que, a pesar de lo que se haya logrado o no en vida, la muerte es una certeza, y que bajo la tierra nadie tiene privilegios. Sin embargo, esta creencia podría ser refutada si miramos al pasado y analizamos la historia de los muertos en Bogotá.
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Tanto la vida como la muerte han estado marcadas por la estratificación social. En la capital del país existió un lugar destinado a las clases altas, mientras que a pocos metros se construyó un terreno donde fueron enterrados aquellos que vivieron en la pobreza. El Cementerio Central ha sido testigo de esa memoria que nos dice que ante la muerte no somos iguales.
La Elipse y el Trapecio, áreas donde desde el siglo XIX reposan los restos de próceres y otros personajes ilustres, están junto al Cementerio de los Pobres. Este último, ubicado en el costado occidental del camposanto, recibió a aquellos que por religión, clase social o causa de muerte fueron condenados no solo a la muerte, sino al olvido.
El primer registro del Cementerio de los Pobres data de 1855, según “La Bogotá de los muertos. Borraduras y permanencias en el antiguo Cementerio de Pobres”. Esta investigación muestra cómo el lugar se levantó debido a la negligencia de la Iglesia para acoger a los muertos de las clases bajas, obligando al municipio a crear un espacio para ellos. Desde entonces, el cementerio estuvo supeditado a las decisiones de los poderosos.
La muerte, o lo que significa morir, refleja la vida. El investigador Javier Ortiz Cassiani sostiene esta idea: “La muerte se utiliza como consuelo por la igualdad que la sociedad no tiene. Pero esta es una igualdad falsa. Quizá no todas las muertes sean consecuencia de la desigualdad del mundo de los vivos, pero lo que sí es cierto es que los rituales y el trato a la muerte son una continuación de la desigualdad en la vida”, escribió en “La Bogotá de los muertos”.
Lo dicho por Ortiz Cassiani nos acerca al discurso patriótico y religioso que se construyó sobre la muerte, lo que permitió que los mitos sobre la vida se llevaran hasta el final. En su investigación, “La memoria colectiva y la muerte en el Cementerio de Bogotá”, Andrés Castro Roldán y Daniel García encontraron que la ubicación de los tres recintos separados en el cementerio son una representación de una dialéctica de la memoria que oscila entre el recuerdo y el olvido, además de la divinidad de la muerte.
Los investigadores sostienen que la Elipse Central simboliza la glorificación de la muerte y la esperanza de salvación, fusionando la gloria celestial con la conservación del recuerdo a través de su monumentalidad. Por eso fue destinada a los “personajes ilustres”. Por otro lado, el limbo de la Elipse, el Trapecio y el Globo B (antiguamente conocido como Cementerio de los Pobres) se asimilan al purgatorio, representando el espacio intermedio entre el recuerdo y el olvido, donde los muertos pasan de las inhumaciones a las exhumaciones. En estos espacios se realizan rituales relacionados con el culto popular a las almas del purgatorio, alimentados por tradiciones orales que atribuyen poderes milagrosos a ciertos mausoleos. El último lugar, el que corresponde a los NN en el Globo B y el Globo C, hoy Parque del Renacimiento, representa el infierno, el lugar de los olvidados, donde yacen en fosas comunes sin derecho al recuerdo.
El Cementerio de los Pobres fue también el destino de muchas mujeres dedicadas al trabajo doméstico. Estas mujeres, mal llamadas sirvientas, vivieron y murieron en condiciones precarias. Eloísa Lamilla dedicó un capítulo en el libro “La Bogotá de los muertos” a hablar sobre las empleadas domésticas enterradas allí. Lamilla encontró que una gran parte de los columbarios estaban ocupados por mujeres de entre nueve y 80 años, que formaban parte de las economías del cuidado mucho antes de que se acuñara este término.
Cassiani, quien participó en la investigación, habló para El Espectador y explicó que el hallazgo de Lamilla surgió tras una revisión profunda de los libros de defunciones, donde descubrió que el crecimiento de Bogotá, impulsado por la migración de personas de otras regiones en busca de trabajo, hizo que las labores domésticas fueran una de las pocas opciones que ofreció la ciudad.
“Este mundo de los muertos permitió entender la dinámica de los vivos en ese momento, donde muchas mujeres trabajaban en el servicio doméstico, algunas como internas (es decir, vivían en la casa de los patrones) y otras en los barrios populares de Bogotá. Muchas de estas mujeres morían jóvenes, lo que refleja las dificultades que enfrentaban, como la pobreza y los problemas de salubridad. Reconstruir sus vidas como si estuvieran vivas nos muestra cómo las condiciones sociales de la época las exponían a riesgos que las llevaban a morir a una edad temprana”, explicó Cassiani.
Lamilla también estudió a las mujeres que trabajaban en el servicio doméstico en sus propios hogares. Según los registros de defunciones, en octubre de 1902 se registraron 355 partidas de defunción, de las cuales 29 correspondían a mujeres dedicadas al trabajo doméstico, además de otras siete que trabajaban como planchadoras, lavanderas o cocineras. Las causas de su muerte iban desde tuberculosis hasta maltratos por parte de sus jefes.
Muchos de estos cuerpos fueron enterrados en los columbarios, que hoy están vacíos. En 2000, tras cinco décadas de haber sido el lugar de inhumación de los más pobres, los columbarios fueron clausurados y los cuerpos exhumados para dar paso a proyectos urbanísticos del Plan de Ordenamiento Territorial de la ciudad. Esto dio lugar a una crisis funeraria.
“Con la creciente demanda de espacios para los muertos surgió una crisis: no había suficientes lugares donde enterrar a la gente. Para hacer espacio para las nuevas víctimas del conflicto armado se exhumaron los restos de los pobres que allí reposaban, reemplazándolos por otros. De alguna forma, afianzar una memoria termina borrando otra. (...) Esto me parece conflictivo, porque se pone una memoria por encima de otra, negando una para colocar la otra, aunque con toda la buena intención”, señaló Cassiani.
En las fosas abiertas de los columbarios, la artista Beatriz González instaló, en 2009, lápidas impresas en serigrafía con imágenes de cargueros. La obra se llamó “Auras anónimas”. “Estas piezas están vinculadas a la violencia nacional y a la política de reconocimiento a las víctimas del conflicto armado en Colombia. Ella rinde homenaje a esas víctimas mal enterradas, y hay una frase suya que dice: ‘Llevar la muerte al lugar que corresponde’, muy significativa en este contexto”, comentó el investigador.
Para la instalación se reprodujeron ocho siluetas de hombres cargando muertos, que fueron puestas en 8.957 lápidas. Las siluetas eran imágenes de prensa de los cargueros de las víctimas del conflicto armado.
El 14 de febrero, el alcalde Carlos Fernando Galán anunció que, en homenaje a Beatriz González y como reflexión sobre la memoria histórica del país, la administración distrital destinará los recursos necesarios para avanzar en la primera fase de restauración de los cuatro columbarios, lo que incluirá el reforzamiento estructural y la restauración de los 8.957 nichos que constituyen la obra.
“Como ciudad, tenemos el compromiso ético de apoyar la memoria, y queremos que esta zona de la ciudad, donde también está el Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, se convierta en un lugar de memoria, reflexión y contemplación; un espacio público de gran valor simbólico donde las narrativas que han construido la memoria del país tengan una plataforma para su divulgación”, aseguró el alcalde.
Así, el Cementerio de los Pobres, con su historia de olvido y reconocimiento, se mantiene como un reflejo de las desigualdades que marcaron la vida de muchos. Aunque algunos de sus recuerdos hayan sido desplazados, el lugar sigue siendo un testimonio de las luchas y vidas que pertenecen a la historia colectiva.