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“La industria no es la música. La música es más grande”: Briela Ojeda

Briela Ojeda no hizo Andariega para gustar, sino para reenarrarse. En este disco deja atrás el molde y se lanza al vértigo de otras versiones de sí misma: la que grita, la que se sacude, la que se cuida. No es un templo, es un camino.

Samuel Sosa Velandia

03 de julio de 2025 - 10:00 a. m.
"Templo Komodo", de Briela Ojeda, fue seleccionado 45 entre el listado de los 50 grandes álbumes colombianos del siglo XXI, según Rolling Stone en Español.
Foto: Cortesía Briela Ojeda
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Briela Ojeda no buscaba gustar. Tampoco necesitaba reafirmarse en lo que ya sabía hacer. Andariega, su nuevo disco, nació del deseo urgente de narrarse de otra forma y desde otro lugar. Como si su cuerpo y su voz ya no pudieran sostener los moldes antiguos. Era hora de habitar otras versiones de sí misma: la que poguea, la que grita, la que rompe con dulzura y también con rabia. “Este disco no nace para agradar”, diría más tarde. “Lo hice para tener algo que me reflejara a mí, ahora”.

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Ya lo había dicho antes en Templo Komodo, su primer disco: la música como espacio sagrado. Pero Andariega es otra cosa. No es un templo, es un camino. Y caminar, para ella, también ha sido rasparse las rodillas, decir adiós, abrazarse fuerte. Aprender a estar incómoda. Porque si algo ha entendido es que lo incómodo no es un obstáculo: es la puerta para vivir y sentir la vida.

¿Con qué deseo o necesidad nació Andariega?

La necesidad nace de reenarrarme, de expresarme. No fue tanto una necesidad externa, sino interna. Sentía que habían cambiado muchas cosas dentro de mí y necesitaba poder expresarlas. Templo Komodo fue muy transformador, pero este disco era como una forma de actualizarme con lo que soy ahora. La música me enseñó que es la mejor forma de decir: “esta soy yo”. No pensé que iba a ser tan transparente la forma en que me traduciría en el disco.

No nace de la necesidad de gustar. Es enriquecedor cuando eso pasa, pero no fue hecho para agradar. Si quisiera eso, habría hecho un Templo Komodo 2. Este disco fue una forma de salirme de mi propio clóset, de atreverme a habitar otras partes de mí que no había mostrado antes.

¿Andariega es el resultado de un camino que le permite sentirse más segura y convencida de su sonido?

Sí, definitivamente tuve que armarme de mucho valor para lanzarlo. Fue una decisión valiente. Quizás después vuelva a hacer canciones más dulces como Liviana, pero esto me está ayudando a agarrar callo, a mantenerme firme, a saber desde dónde hago las cosas. La industria… pues me la chupa. Ha sido como un gimnasio para entender qué es esencial y qué no.

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Siento que la música no es el objeto (la canción), sino la actividad, la experiencia. Y eso la industria no lo puede tocar. Las redes y el negocio quieren definirlo a uno, y si uno lo permite, lo definen pobremente. Yo no quiero eso.

¿Y es también una muestra de que se siente cómoda con usted misma?

No. Quizás soy más valiente, pero no estoy más cómoda. Todo lo contrario. Me estoy parando en terrenos incómodos, y eso es lo que me hace crecer como persona, artista, música. Estoy más fuerte, tengo más experiencia para tolerar las críticas, pero no hice este disco para que guste. Lo hice para mí. Quería tener un disco que pudiera escuchar, que sacara lo que tenía en mi cabeza y corazón. Eso es todo. Lo demás es regalo.

El centro de este álbum son los viajes: desde los del alma hasta los que propicia un psicodélico. ¿Qué ha descubierto de usted en esos trayectos?

Muchas cosas. Cada canción es un paisaje que explora espacios internos y externos. Ay de mí, por ejemplo, fue muy difícil. Me encerré tanto tratando de grabarla que terminé llorando. Corazón de miel me ayudó a ubicar cómo habito hoy mis relaciones románticas. Aprendí a decir “sí quiero” con conciencia, a confiar en que el corazón no se rompe con cada adiós, que todo es un baile de encuentros. Componerla fue un espejo. ¿Quién va a cuidar? fue clave. Me mostró cómo el cuidado propio es importante. Yo me estaba drenando, diciendo sí a cosas que no quería, por complacer, por miedo al qué dirán.

Me fui de viaje con mi mamá, soñé cosas que me mostraron que no sabía. Aprendí que no basta con lo espiritual. Hay que cuidar el cuerpo: la boca, el pelo, el útero, el sexo. Todo eso también es parte de ser mi propia casita.

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Un artista me dijo que la mayor mentira de la industria es que el arte se hace para uno mismo, cuando en realidad todo gira en torno al público y sus expectativas. ¿Qué piensa usted? ¿Aún es posible crear desde un lugar propio?

Nunca lo había escuchado así, pero es una gran pregunta. Siento que la música existía antes de la industria musical. Es una actividad, no un objeto. Cuando uno hace música desde ahí, entre quien escucha y quien compone no hay división. Este disco lo hice para mí, aunque claro, sabiendo que quizás alguien lo iba a escuchar. Pero si no lo entienden, no me importa. Yo sí lo entiendo. Yo sí me arriesgué. Y eso me ha traído mi tribu.

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La industria no es la música. La música es más grande, tiene muchas formas de conectar con otros que no pasan solo por redes. A veces las canciones son canal, no propiedad. Como La cara de la ortiga, que siento que no es mía. Esa melodía vino de otro lugar.

Hablemos de los sonidos de Andariega. Es un álbum muy diverso: hay rock, percusión, sonidos andinos, acústicos... ¿Cómo hizo para componer canciones con universos tan distintos?

No pensé que iban a quedar tan diferentes, aunque sabía que las temáticas lo eran. Pero sí, cada canción es un mundo. Algunas son primas: ¿Quién va a cuidar?, Abrakadabra y La cara de la ortiga tienen inspiración más rockera anglo. Otras como Andina no tienen prima. Corazón de miel es más tropical, muy Gilberto Gil. ¿Quién va a cuidar? tiene como referente a Rock Lobster de B-52’s. También hay referentes de Inti Illimani, Cerati, Spinetta, Alabama Shakes, Hiatus Kaiyote, Willow...

Juan David Villacreses, el productor, me dijo: “No piense como productora, piense como directora”. Y eso hice. Me permití volar. Cada canción tenía su hoja pegada en la pared con referentes de mezcla, forma, voz. Fue hermoso ver cómo tomaban forma.

En Andina usted afirma su lugar de origen. ¿Cree que ese arraigo, en tiempos tan inciertos, también puede ser un acto de resistencia?

Totalmente. Hay tres tipos de raíz: donde uno nace, de donde viene, y donde decide plantarse. Y en la tormenta, lo que no es esencial se va. Solo queda la pulpa. Me encanta que lo mencione porque ahora la música de raíz tiene otra mirada. Antes, artistas como Lila Downs tenían que adaptar lo folclórico para que “funcionara”. Pero eso está cambiando. Ahora hasta los Grammy tienen categoría de música de raíz. Es importante arraigarse a ese eje.

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También construye su propio lenguaje en las canciones, algo que viene incluso desde Templo Komodo. ¿Cómo nace ese universo poético que crea? ¿Tiene que ver con su dislexia, sus lecturas?

Sí, es una mezcla de todo. Me he dado cuenta de que hay palabras que me salen solas, a veces por error. Por ejemplo, Algaraviva en Andina fue un error y lo dejé. Me gusta dejar que las palabras salgan, jugar con ellas, no darme tan duro. Antes me juzgaba mucho: si era lo suficientemente profunda, feminista, etc. Ahora disfruto ser canal. Me permito equivocarme, disfrutar el proceso. La gráfica también la hice yo, y eso me mostró que muchas habilidades se desarrollan con el tiempo. Lo importante es seguir avanzando, seguir desarrollando.

Por Samuel Sosa Velandia

Comunicador social y periodista de la Universidad Externado de Colombia. Apasionado por las historias entrelazadas con la cultura, los movimientos sociales y artísticos contemporáneos y la diversidad sexual. Además, bailarín de danza folclórica en formación.@sasasosavssosa@elespectador.com
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