La jaula de cristal de Sylvia Plath
Hay una reedición de “La campana de cristal”, la novela que Sylvia Plath publicó un mes antes de suicidarse. En esta obra, evidentemente autobiográfica, Plath deja por escrito su imposibilidad para ceñirse a las alternativas de vida dadas a las mujeres de los 50 y la depresión por la que, con el tiempo, comenzó a percibir su cuerpo como una jaula.
Laura Camila Arévalo Domínguez
“Pensé que de haber tenido unos rasgos más delicados o una cara más bonita, o si hubiera sabido hablar de política o sido una escritora famosa, a Constantin le hubiese apetecido acostarse conmigo”, se dijo Esther Greenwood, después de otro intento por gustarle a alguien. Era otro intento por disfrutar lo que las demás disfrutaban. Se dice que de haber sido otra, seguramente la cita habría salido mejor y habría tenido sexo, o un beso placentero. De haber sido otra podría disfrutar de la experiencia que estaba viviendo: ganó un concurso de una revista de moda escribiendo artículos. El premio fue un trabajo en New York durante un mes con todos los gatos pagos. Ella, que quería ser poeta, tendría que estar dichosa. Tendría que estar consciente de su fortuna, pero el problema era ese: no podía ser nadie más.
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“Pensé que de haber tenido unos rasgos más delicados o una cara más bonita, o si hubiera sabido hablar de política o sido una escritora famosa, a Constantin le hubiese apetecido acostarse conmigo”, se dijo Esther Greenwood, después de otro intento por gustarle a alguien. Era otro intento por disfrutar lo que las demás disfrutaban. Se dice que de haber sido otra, seguramente la cita habría salido mejor y habría tenido sexo, o un beso placentero. De haber sido otra podría disfrutar de la experiencia que estaba viviendo: ganó un concurso de una revista de moda escribiendo artículos. El premio fue un trabajo en New York durante un mes con todos los gatos pagos. Ella, que quería ser poeta, tendría que estar dichosa. Tendría que estar consciente de su fortuna, pero el problema era ese: no podía ser nadie más.
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Su inseguridad la desmoronaba. Estaba suspendida. No podía llenar una lista de requisitos para las alternativas que tenía en frente. No daba la talla para las condiciones que, en realidad, eran puras presiones sociales que solo llenaría vaciándose el cerebro, dejando de pensar. Además, Esther lo quería todo. Quería gustar de la forma en la gustaban las demás: anhelaba la belleza o la delicadeza femenina que podía derretir a un hombre ávido de aquellos encantos. Anhelaba ser anhelada. Después entendía que todo ese esfuerzo solo le serviría para conquistar a un tipo que, si antes no le pedía sexo, le pediría matrimonio. Y ella no detestaba tanto esa idea, pero no quería descartar lo demás. Quería escribir y pensar, y luego decir en voz alta lo que pensaba. Quería tener éxito profesional y después volver a la casa para ser madre y esposa. Quería la belleza y la inteligencia. Quería la simpatía y la agudeza. Quería, para esa época en la que la desigualdad era un rasgo casi que imposible de ignorar, ser un hombre. Todo eso que anhelaba se les permitía a los hombres. A ella le tocaba elegir. “Si es de neurótica querer a la vez dos cosas que se excluyen mutuamente, entonces soy una neurótica acabada. Iré volando sin parar entre cosas que se excluyan unas a otras el resto de mis días”, dijo.
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Esther es la protagonista de “La campana de cristal”, el libro escrito por Sylvia Plath que se publicó bajo el seudónimo de Victoria Lucas. Su única novela. La obra que lanzó un mes antes de matarse. Su testamento. Su vida descrita en prosa a través de un nombre con el que nombró su depresión y su insatisfacción con el mundo que le ofrecieron. Por eso, después de intentar tanto, entendió que la vida de nadie tenía sentido, pero mucho menos la de ella. Si no podía tener nada de lo que quería, para qué esforzarse. Así que tal vez a través de Greenwood, Plath narró todas las maneras en las que imaginó que acabaría con ella misma hasta quedarse con la que eligió: su cabeza metida en un horno con gas.
El 11 de febrero de 1963 se levantó a las seis de la mañana, enferma y sola. Ya sabía que su esposo estaba con alguien más, ya se sabía sola y el sentido de su vida seguía perdido. Después de llevarles a sus dos hijos pequeños una bandeja con leche, pan y mantequilla, se encerró en la cocina, bloqueó los orificios por los que podría salirse el aire, prendió el gas y metió la cabeza en el horno hasta asfixiarse. “Morir es un arte, como todo lo demás. Yo lo hago extraordinariamente bien. Tan bien que se siente infernal, Tan bien que se siente real. Podría decirse que he recibido el llamado de una vocación”, escribió mucho antes.
En esta novela, una ventana con la que decidió que dejaría que los demás lo leyeran todo sobre ella. Una puerta abierta con la que, tal vez, decidió que los demás podrían entrar a leer la historia de otra, de una mujer que se llamaba diferente, pero que tenía una depresión que le consumía el oxígeno. Tal vez, a través de su prosa, entenderían que era cierto. Que su cabeza estaba enferma y que por eso no podía leer, comer ni dormir. Tal vez también verían que su enfermedad parecía un capricho, pero que era real, tan real que quería dejar de vivir para dejar de sentirla. Tan real, pero tan invisible para los demás, que había perdido la esperanza y las ganas de explicarla: “La idea parecía tan enrevesada y tediosa que no dije nada. Solo me hundí en la cama, hecha un ovillo”, dijo Esther, cuando quiso explicarle a una enfermera que prefería que algo en el cuerpo le fallara, pero no en la cabeza, no en la mente.
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La depresión de Esther la llevó a ver sus alternativas como una higuera verde. “De la punta de cada rama, como un suculento higo morado, un fruto maravilloso me atraía y me tentaba”, decía. Lo veía todo: el matrimonio, su carrera de poeta o de editora, su vida atravesada por los viajes o su fila interminable de amantes, pero nada era accesible. La depresión la tenía estancada. “Los quería todos, pero elegir uno significaba perder los demás, y mientras permanecía allí sentada incapaz de decidirme, los higos empezaban a arrugarse y a ponerse negros, y uno por uno caían en el suelo a mis pies”.
Esta novela, que recién estrenada fue menospreciada por un tono “decepcionante, juvenil y sobreexcitado”, después se convirtió en un éxito editorial, más por el morbo que despertaba el hecho de que su autora se había suicidado, que por el valor de su prosa y la forma en la que decidió abrirse y contar, con ayuda de la poesía y su más descarnada versión, cómo había sido estrellarse con una sociedad plagada de límites. En La campana de cristal contó cómo el cuerpo se le había convertido en una cárcel. Su huesos se transformaron en los barrotes de una jaula que se las ingeniaba para no dejarla morir. Para Esther, para Plath, el mundo perdió el sentido, así que morir, resultaba un alivio. Por eso, varias veces, intentó matarse. Por eso, finalmente, lo consiguió. Plath, que en vida nunca pudo disfrutar de lo que consiguió, decidió tomar la única decisión que parecía controlar: su final. El único higo que pudo alcanzar.
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