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La literatura como camino

A propósito del aniversario del natalicio de Borges aquel 24 de agosto de 1899 en Buenos Aires.

María Paula Lizarazo

24 de agosto de 2018 - 07:00 a. m.
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Tenía apenas ocho años. Su padre, abogado, frecuentaba tardes enteras la Biblioteca Nacional, en Buenos Aires, y llevaba con él a su pequeño Borges. Mientras el padre trabajaba en papeleos y documentos, Borges leía, iba por un libro, a la siguiente vez por otro. Su estatura de entonces le permitía llegar hasta la “C” y tenía la intuición de que los libros que estaban más arriba eran los mejores.

El encuentro fortuito con un autor de apellido Cervantes sembraría algunas de las epifanías que dejaría en su obra: Cervantes soñando al hidalgo, el hidalgo soñando al Quijote: “El doble sueño los confunde y algo / está pasando que pasó mucho antes”, dice el poema.

El Quijote que tomó en la Biblioteca era un Quijote en español antiguo, por lo que el niño cada nada interrumpía al padre para preguntarle por una y otra palabra; y él, buscando evitar una distracción más, le dijo que tomara el Quijote en inglés, en un inglés moderno que Borges entendía a la perfección.

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El año en el que cumpliría 15, viajó con su familia a Europa. Visitaron París y Londres, y con el estallido de la Primera Guerra Mundial (o Guerra Europea, como le puso en un cuento) se instauraron en Ginebra, en donde Borges completaría sus estudios de bachillerato, aprendería francés, alemán y tomaría algunas clases de latín. Cinco años después, iría a España y se acercaría a una de las vanguardias europeas: el ultraísmo. En 1921, cuando regresa a Buenos Aires, edita entre 1922 y 1923 la revista Proa, fundada por él y por el escritor Macedonio Fernández, en la que difundieron la poética de dicha vanguardia. Tiempo después, descreería del ultraísmo y se arrepentiría de este lapso literario.

Hacia 1925 conocería a Silvina Ocampo, editora de la revista Sur y compañera de Adolfo Bioy Casares. Siendo parte del consejo de redacción de esta revista, recibiría alguna vez un cuento de un joven que firmaba como Julio Cortázar.

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Borges escribió poesía, cuento, ensayo e hizo con Bioy Casares dos guiones cinematográficos: “Los orilleros” y “El paraíso de los creyentes”. No escribió novelas por dos razones: “una, mi incorregible holgazanería, y la otra, el hecho de que como no me tengo mucha confianza, me gusta vigilar lo que escribo y, desde luego, es más fácil vigilar un cuento, en razón de su brevedad, que vigilar una novela”, le respondió en una ocasión a un estudiante.

Publicó en varias revistas, fue traductor y trabajó como bibliotecario y luego como director de la Biblioteca Nacional, aquella que lo encontró con el hidalgo; también fue profesor de literatura inglesa y norteamericana en la Universidad de Buenos Aires y profesor invitado de Harvard.

Su literatura fue una constante reflexión por el sistema literario: en Pierre Menard autor del Quijote, por ejemplo, hay una problematización de lo que es la relación de una obra con el contexto de su producción y de su recepción; por el creador (o soñador) y los niveles de ficción que de este resultan, esbozando laberintos de libros, palabras, letras -lenguaje, en todo caso-, y recreando sueños dentro de sueños. No por nada decía que la literatura es un sueño guiado. Y, en efecto, uno de sus libros fue el Libro de sueños, en el que compiló relatos en los que otros autores, de distintas épocas, han cifrado sobre el hecho onírico.

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El Libro de sueños vislumbra también su relación con la tradición literaria. No se trata de una tradición canónica, se trata de su propia tradición: defendía que cada poeta crea sus faros y no deja de ser devoto de estos: “que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mí me enorgullecen las que he leído”.

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Sus escritos en los que lanza reflexiones metaliterarias presuponen, al interior del relato, una tradición literaria y surgen historias a partir de libros reales (como el diccionario de John Wilkins que, según rumores, está en la Universidad de Oxford) y ficticios (como el del chino en el Jardín de los senderos que se bifurcan), como parte de su propuesta metaliteraria, que permiten una serie de tejidos entre relatos y realidades, de preguntas por el lenguaje y el espacio (por ejemplo El libro de la arena: que, como la arena, no tiene principio ni fin), entre otros elementos.

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Para Carlos Fuentes, la proeza de la obra de Borges reposa en que él buscó en todas las bibliotecas del mundo para llenar el vacío del libro argentino: esto, sin obviar su fascinación por el Martín Fierro. “El sentido final de la prosa de Borges (…) es atestiguar, primero, que Latinoamérica carece de lenguaje y, por ende, que debe construirlo. Para hacerlo, Borges confunde todos los géneros, rescata todas las tradiciones, mata todos los malos hábitos, crea un orden nuevo de exigencia y rigor sobre el cual pueden levantarse la ironía, el humor, el juego, sí, pero también una profunda revolución que equipara la libertad con la imaginación y con ambas constituye un nuevo lenguaje latinoamericano que, por puro contraste, revela la mentira, la sumisión y la falsedad de lo que tradicionalmente pasaba por ‘lenguaje’ entre nosotros”, escribió Fuentes en La nueva novela hispanoamericana, ensayo en el que reflexionó sobre la literatura latinoamericana de segunda mitad del siglo XX en contraste con la producción literaria del siglo XIX y comienzos del XX recargada hacia el lector europeo, no el latinoamericano.

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Los cuentos reunidos en Ficciones y el Aleph fueron quizás los que mayor reconocimiento le atribuyeron en vida.

El 14 de junio de 1986 falleció en Ginebra. Su esposa, María Kodama fue la gran heredera de sus derechos de autor.

En una entrevista le preguntaron a Borges que si creía en otra vida. Respondió: “No. Tengo la confianza de que no haya ninguna otra y no me gustaría que la hubiera. Yo quiero morir entero. Ni siquiera me gusta la idea de que me recuerden después de muerto. Espero morir, olvidarme y ser olvidado”.

Sobre él, Néstor Ibarra, un traductor amigo, diría: “Borges era la única persona que tomaba la vida en broma y la literatura en serio”. Y si bien hay consideraciones que lo determinan como un personaje alejado de dos fenómenos masivos -la política y el fútbol-, dos respuestas que él dio con extrema lucidez sobre ambos temas aclaran sus posturas.

Sobre la política, teniendo en cuenta que para él era ideal que no existieran los gobiernos, respondió en el programa de televisión española A fondo que propondría correr las próximas elecciones 300 o 400 años mientras se mira qué hacer con la democracia.

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Sobre el fútbol, en una conversación que sostuvo con Menotti, habiendo dicho que “todos hablan de fútbol y pocos lo entienden”, apuntó que lo que le molestaba del fútbol es que a la gente le importa más el triunfo que el juego mismo.

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