Publicidad

La llama de Rufino José Cuervo y el viento del olvido (Opinión)

Rufino José Cuervo fue un hombre que marcó la historia de la lingüística, pero que ahora batalla con el olvido de la tierra que lo vio nacer.

Sigue a El Espectador en Discover: los temas que te gustan, directo y al instante.
Glênio S Guedes
16 de junio de 2025 - 01:00 a. m.
Rufino José Cuervo es conocido por obras como "Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano".
Rufino José Cuervo es conocido por obras como "Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano".
Foto: Wikicommons
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

“Era una llama al viento... y el viento la apagó”, Porfirio Barba-Jacob, Futuro.

Soy brasileño y apasionado por Colombia. Eso por cuatro razones: su pueblo, su pueblito Villa de Leyva, su poeta Porfirio Barba-Jacob, su dulce de papayuela y Rufino José Cuervo. Un día escribiré sobre cada uno de esos temas. Pero, ahora, quiero escribir sobre ese gigante colombiano llamado Rufino.

Hay nombres que el tiempo, en su implacable rodar de noria vieja, intenta sepultar bajo el polvo del olvido, como si quisiera borrar las huellas de aquellos que se atrevieron a descifrar los enigmas del mundo con la sola brújula de su intelecto. Uno de esos nombres, para mi desazón y, sospecho, para la secreta vergüenza de muchos, es el de Rufino José Cuervo Urisarri, un bogotano de estirpe universal cuya memoria parece desvanecerse en los claustros universitarios y en los pupitres escolares de su propia tierra.

Dicen que Rufino José Cuervo es a nuestra América lo que Ferdinand de Saussure fue a Europa: el faro que iluminó los intrincados senderos de la lingüística moderna. Y no es hipérbole vana. Nacieron casi al mismo tiempo, Cuervo en 1844, Saussure en 1857, y murieron con apenas dos años de diferencia, el colombiano en 1911, el suizo en 1913. Contemporáneos, sí, pero mientras Europa nos enseñó, y sigue enseñando con la terquedad de un catecismo, que la lingüística moderna arranca con el profesor ginebrino, se echa un velo de silencio sobre la labor del maestro bogotano, relegándolo a un rincón oscuro en la mayoría de los manuales, incluso en aquellos que circulan por los países hispanohablantes.

Pero Cuervo no fue un erudito de torre de marfil, perdido entre infolios polvorientos. Fue un hombre de su tiempo, un observador minucioso, casi un etnógrafo del alma popular que se expresaba en las calles y plazas bogotanas. Mientras otros lingüistas de su época se encerraban en bibliotecas, Cuervo, el mismo que junto a su hermano Ángel montó una fábrica de cerveza para sortear las penurias económicas, dialogaba con comerciantes y gentes del común, recogiendo el castellano vivo, palpitante, ese que hoy llamaríamos “lingüística del uso”.

Imaginen la escena, digna de un cuento de nunca acabar: el joven filólogo colombiano, llegado de esa Bogotá de brumas y leyendas, se presenta ante el venerable profesor Pott, de la Universidad de Halle, una eminencia de la ciencia alemana. El alemán no hablaba español, el colombiano apenas balbuceaba el alemán. ¿Y qué hicieron estos dos sabios? Pues conversaron en latín, la lengua franca de los eruditos. Cuando Pott, asombrado por la sabiduría de aquel joven formado en la lejana Bogotá, le preguntó por su profesión, Cuervo respondió: “Soy cervecero”. El profesor alemán, cuenta la crónica, no podía dar crédito a sus oídos; tuvo que pedirle que repitiera aquella revelación dos veces, para luego mirarlo con una admiración que debió ser tan pura como la cerveza que el colombiano fabricaba. He ahí el genio: un hombre capaz de desentrañar los secretos del sánscrito, el griego, el latín, y una docena de lenguas más, y al mismo tiempo, un empresario que vendía sus botellas para financiar sus investigaciones.

Su obra, como no podía ser de otra manera, es monumental. Las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, aunque de intención prescriptiva en sus inicios, transgredieron los métodos de su tiempo al recolectar y analizar lo que hoy denominamos corpus orales y escritos, son un ejemplo de trabajo dialectológico. Y qué decir del Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana, del cual solo alcanzó a publicar dos tomos que exploraban las letras A, B, C y D, una empresa tan desmesurada que, como diría Vallejo, nadie en mil años de lengua castellana había intentado algo similar. Un diccionario que no se conformaba con listar palabras, sino que buscaba desentrañar la “sintaxis de un vocablo”, sus construcciones preposicionales y el uso de las voces en el discurso.

Es, por tanto, una ignominia, un acto de desmemoria imperdonable, que este “cuervo blanco” como lo metaforizó Fernando Vallejo en un intento de rescatar su pureza y apostolado escriturario, sea una figura esquiva en la formación de las nuevas generaciones colombianas. ¿Cómo es posible que los mismos manuales que deberían celebrar su legado prefieran comenzar el relato de la lingüística con Saussure, omitiendo al hombre que, desde el corazón de Hispanoamérica, ya estaba revolucionando el estudio del castellano con métodos y una visión que anticipaban muchas de las corrientes posteriores?

Recuperar a Cuervo no es solo un acto de justicia histórica; es una necesidad imperiosa para la lingüística en español. Es volver la mirada a un método riguroso, a una paciencia de orfebre que escudriñaba cada matiz de la lengua, a una concepción del lenguaje como fenómeno vivo, dinámico, inseparable de sus hablantes. Que su nombre resuene de nuevo en las aulas, que sus obras sean consultadas con la devoción que merecen, es el mínimo homenaje que Colombia, y el mundo hispanohablante, le deben a este sabio que, como una estrella solitaria, iluminó el firmamento de la ciencia del lenguaje. Quizás así, esa llama que el viento del olvido amenazó con apagar, vuelva a arder con la fuerza de su genio.


No quisiera concluir estas líneas, tejidas con la admiración que solo los grandes inspiran, sin extender mi más sincero agradecimiento a las luces que guiaron mi pluma. A Miguel Ángel Maldonado García, por su invaluable capítulo en ‘Las lingüísticas del uso en el campo pedagógico del lenguaje’ ; a José Páramo Pomareda, por su erudito apartado “Humanismo y filología: Uricoechea, Caro y Cuervo” en la ‘Gran Enciclopedia de Colombia’; y a Fernando Ayala Poveda, por su ‘Manual de la literatura colombiana’. Junto a ellos, mi gratitud se extiende al Instituto Caro y Cuervo —que visito a menudo—, bastión que mantiene encendida la llama de Rufino y su legado, no obstante los vientos destructores del olvido. Los trabajos de los primeros y la perseverante misión del Instituto fueron faros en esta modesta travesía por la vida y obra de un colombiano universal.

Por Glênio S Guedes

Conoce más

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscríbete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.