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La Sala de Partos ha visto nacer a más de mil muñecos. Nacen como niños, payasos, perros o ancianos. Algunos hermosos y otros aterradores: son de narices grandes, rojas, puntiagudas, pieles arrugadas y cabellos alborotados. Unos de plástico y otros de tela. Los dolores de parto pueden ser de apenas unos meses o, incluso, tardar años. Sus tiempos de vida están en manos de su titiritero. Nacen representando al ser humano, pero en su propio mundo, que es el teatro, como una metáfora de la vida misma. Parte de su vida la dedican a los teatrinos, parques, calles y plazas. Unos pueden estar en la escena toda la vida y otros acumulando polvo debajo de un telón. Han hecho de las risas y los aplausos un camino para inmortalizar un arte que suele considerarse inferior.
En el segundo piso del Teatro La Libélula Dorada, se encuentra la Sala de Partos, un espacio dedicado a la creación de muñecos. En una mesa larga de madera hay todo tipo de pinturas, pinceles y martillos. “Al final, uno quiere a los títeres tanto como a los hijos, así le salgan bobos”, menciona Iván Álvarez, director del teatro y titiritero hace cuarenta y nueve años. Fue en una función en el Teatro Cultural del Parque Nacional que conoció los títeres y decidió que ese sería su oficio.
Se puede decir que, en Colombia, el teatro de títeres es una propuesta relativamente joven. Nació en 1936 con la inauguración del Teatro El Parque (conocido también como Teatro Cultural), en Bogotá. El espacio se dedicaba a la representación del teatro de muñecos, títeres y marionetas. Antonio Angulo, Carlos Alfonso Muñoz, Beatriz Caballero y Gabriela Samper, grandes personalidades dentro de la escena, fueron algunos de sus directores. Los cursos y talleres que allí se dictaron permitieron que muchos jóvenes se integraran al movimiento. Con el pasar de los años, este tipo de teatro se ha enfrentado a los imaginarios que lo reducen a una entretención infantil, lo que ha reforzado su falta de reconocimiento y las condiciones ideales para su desarrollo.
Francisco Javier Montoya ha recorrido gran parte del país “echándose el teatro al hombro”, expresión que usa con orgullo. Su esposa es tamborera y él titiritero. Entre los azares, juntaron la música y los muñecos, lo que resultó en el nacimiento del Teatro Comunidad.
“Desafortunadamente, hay mucha gente que se dedica a los títeres pensando que es algo muy fácil de hacer, que solamente se trata de coger un muñeco y sacudirlo, pero no es así”. Sobre todo, se refirió a una creencia: “el teatro de títeres se basa en la bobería y las respuestas del público de sí y no. Esto es lo que se cree, pero es falso y le hace mucho daño a la expresión artística en general”.
Al igual que Álvarez, Montoya se formó en uno de los cursos del Teatro El Parque. No coincidieron en tiempo y espacio, pero encontraron en el arte la forma de responder ante el panorama político y social que sacudía al país en aquel momento.
Durante los años sesenta y setenta (tiempos de La Revolución cultural) se dio una ruptura de viejos paradigmas y el teatro fue el lugar para que los jóvenes movilizaran sus ideas. Allí se encontraban Iván Álvarez y su hermano César (ambos fundadores de La Libélula Dorada). El Teatro La Mama, La Candelaria o el Teatro Libre les permitieron conocer propuestas independientes que se proyectaban con un fuerte sentido social y político. Seducidos por el teatro y como asiduos espectadores del mismo, encontraron en el Biombo Latino (área que se dedicaba al teatro de títeres en el Teatro El Parque) una dimensión que les recordaba que el universo teatral, más allá de estar comprometido con una corriente ideológica, debía estarlo con la libertad. Y que los muñecos, los títeres, eran un canal para este propósito.
Con la llegada de los años ochenta y noventa, y lo que suponía vivir en un país inmerso en el narcoterrorismo, Montoya encontró en el teatro popular una forma de resguardarse. “En aquella época tan violenta, el arte supo responder de la mejor forma. Surgieron propuestas que impulsaron al diálogo”, recordó. Fue en una de las tardes en que asistía a los talleres del Teatro El Parque que dos grandes maestros lo inspiraron para sumarse a este mundo. “Que un muñeco pudiera tener tanta vida, era casi surreal. Y yo quería ser parte de ese misterio”.
Manuelucho Sepúlveda fue un títere de guante que recorrió junto a otros cien muñecos las montañas de las zonas cafeteras del país. La Libélula Dorada lo describió como bebedor, jugador, pendenciero, enamorado, charlatán y además de todo, liberal por convicción. Su creador fue Sergio Londoño, quien después de combatir en la Guerra de Los Mil Días, se inventó este personaje que se sublevaba contra lo establecido por la clase política colombiana. Un héroe en el mundo de los muñecos y un personaje entrañable en las memorias de los titiriteros.
Casi 100 años después de su creación, en Bogotá, nacería Edgar Títere, un personaje amable y honesto que comparte el mismo espíritu rebelde de Manuelucho. Acompañado de distintos muñecos, salió a marchar en el año 2020 contra las políticas económicas y sociales del expresidente Iván Duque. Detrás de él se encontraba Edgar Cárdenas, su creador. Este ha sido uno de sus títeres más queridos, no solo por ser su “álterego” sino porque le ha permitido decir cosas en distintos espacios, “cosas que, de otra forma, no me atrevería a decir”.
Artista plástico, animador de objetos, payaso, director, productor, y preparador de tintos, así se describió Cárdenas, que está convencido de que el teatro de títeres no es entretenimiento infantil, sino una herramienta para sobrevivir.
“¿Usted estuvo aquí cinco años para ser artista o titiritero?”, fueron las palabras que un profesor de la universidad le dijo cuando estaba por presentar su tesis en títeres. El prejuicio del profesor le mostró la postura de la academia y de la mayoría de los artistas plásticos frente a esta expresión. Según La Revista de Estudios Sobre Teatro de Formas Animadas, desde hace muy poco se ha empleado el concepto “teatro de títeres” o “teatro de animación”, en parte, por alejarse de la poca valoración social que posee la palabra “títere”. Por estas razones, Cárdenas ha emprendido un camino para dignificar este quehacer. Para él, el mundo “puede ser un lugar más amable con la existencia de los títeres”.
“Cuando termino las funciones, la gente se me acerca porque quiere saber si el muñeco habla, respira, si está vivo”, expresó Montoya después de finalizar la obra “Macondo: el cuento que se llevó el viento”. “¿No te parece ese un acto mágico? ¿Eso no quiere decir que el teatro de títeres tiene algo de magia?”, agregó.
Para crear ilusión, el teatro de títeres se sostiene en tres pilares: el objeto, el animador y el público. Sobre este último, el director de Títeres Agarrapata dijo “Todos sabemos que el muñeco no tiene vida, entonces, ¿por qué emociona tanto? Simplemente por la complicidad del espectador. Yo le inyecto un movimiento y una voz, pero si la persona que ve la obra no cree conmigo que está vivo, el títere no aparece”.
Entre los relatos de Montoya, Álvarez y Cárdenas hay dos particularidades. La primera es que mencionan lo mágico, lo fantástico y la conexión casi que espiritual que se esconde en el teatro de títeres, no solo por la creatividad que le deben imprimir a los movimientos del objeto (que en ocasiones suele ser limitado), sino por la imaginación que crea en el espectador. Lo segundo tiene que ver con una crítica a la necesidad de que exista una formación en las academias para que el oficio no desaparezca.
“Somos una sociedad sin escuela de títeres y eso es imperdonable”, mencionó Edgar Cárdenas. Explicó que en países como Brasil o Argentina hay universidades que tienen carreras de pregrado que imparten tal formación, al igual que Checoslovaquia, Bulgaria, Rusia o Polonia (países de tradición titiritera). “Hay personas muy talentosas que quieren dedicarse a esto, pero terminan por desistir y desaparecen. Es una lástima”.
Existen talleres, cursos, semilleros, e incluso, una que otra materia en las facultades de arte en las universidades, pero no hay una formación apoyada ni respaldada por la academia. A este mismo llamado se unió Montoya: “Las universidades no han acogido con seriedad el teatro de títeres. Las facultades de teatro todavía tienen cierto recelo, no han dimensionado la importancia y la trascendencia de esta expresión artística milenaria”.
En una entrevista publicada por este periódico a Fabio Correa, director de La Fundación Teatro Títeres Paciencia de Guayaba, y quien lideró la creación del Museo de Títeres de Bogotá, se mencionó que en la capital hay alrededor de seis salas que se dedican a la proyección exclusivamente de títeres, pero consideró necesario afianzar la dramaturgia, los grupos y, sobre todo, cambiar el preconcepto que hay sobre los títeres.
“Todos los días hago un intento por convencer a la gente de que esto que hacemos es un arte mayor que tiene tanta valía como el teatro. Y que debería ser remunerado”, manifestó el director del Teatro Comunidad.
Veinticuatro, treinta y cincuenta años. Estos son los años que Cárdenas, Montoya y Álvarez, respectivamente, le han dedicado al oficio. Sus muñecos no solo han acompañado sus momentos más felices: han sido los protagonistas de las luchas.
“A estas alturas de la vida, y pesé a todo lo que puede conllevar, no veo otra forma de vivir en este mundo. Vivir sin títeres sería como inventarme otra forma de hacer el amor. Eso es imposible”, finalizó Álvarez.
