La luz es materia que aclara los cuerpos, tornándolos leves; los opaca hasta la pesadez o los atraviesa presionando su estallido. La palabra poética obliga a que la palabra luz sea también paisaje en donde la lucidez ordena las sombras, las matiza y define mediante instantes fugaces o protisforme, es decir, formas por venir que parecen haber ocurrido, pero que todavía no son. Así es la forma breve a la que se entrega Jonathan Alexánder España Eraso en Paisajes de luz (Coedición Taller Blanco Ediciones / Editorial Avatares).
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La obra desnuda un imaginario rítmico y tonal de tres versos cercanos al haikú, pero sin la presión de la forma oriental; triángulo que aloja la imagen para dejarse estar desde (en el) sur. Estos escolios no pretenden otra cosa que una poelectura, un exceso de la mirada -evoco a mi querido Eliseo Diego-. Escritura que no tiene consecutivo ni aclaración posible; trazos de la mariposa adentro del libro, mientras ella quiebra sus alas contra los muros sin poder salir de la página en blanco. Al fin y al cabo la casa está vacía y las voces son sueños atrapados en las sombras que se mueven en las esquinas abandonadas.
Sus sueños están
como mariposa
en casa vacía (p. 30) .
Digo que el gato se esculpe a sí mismo con la lengua, que la sombra lo contiene y le prepara su zarpazo. Hay habitaciones donde el gato es invisible. Solo el maullido.
En el cuenco
la cabeza de un gato
bebe su sombra (p. 16).
El jacarandá o gualanday recibe la luz y la dispersa en su color religioso, el violeta y el morado que prefiguran la muerte en medio del potente olor sagrado que, sin embargo, mantiene al cuerpo erguido, sempiterno. Después de todo “los árboles mueren de pie”, como puso en escena Casona. Habrá que sacarlo de raíz para que no delire y se renueven las flores.
Un jacarandá
en casa del difunto
delira solo (p. 29).
Una de las imágenes más performáticas de Aurelio Arturo es mirar el paisaje a través de las “hojas vivas” del caballo. Huelga decir que el poema Paisaje es el menos antologado del poeta de Morada al sur. Esa manía de convidar a poner los ojos puros suavemente en los retazos del verde, porque “hace siglos la luz es siempre nueva”.
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Luz de abril sobre
el lomo del caballo.
Carta de otoño (p. 15).
¿Qué otra imagen podría ser más precisa para narrar la muerte que no sea un bosque talado? Quedan las orillas donde rumoran las raíces que se levantan a poblar la tierra. Todo quedará invertido. Este mundo baldío fue la visión de T. S. Eliot, porque quizá, como dejó escrito, no conocemos más que “un montón de imágenes rotas”.
Vacía la noche
en los bosques talados.
Raíces y orillas (p. 21).
La ausencia será la mitad de la presencia en su dimensión simbólica. ¿No es acaso la poesía la presencia de una ausencia? ¿La tierra que buscamos aguas arriba hasta la cumbre donde el agua desciende? Ese oxímoron que sólo la imagen poética controla.
Arriba la ausencia
entre las aguas del río.
Tierra sagrada (p. 32).
Y así fue el origen de las guitarras míticas: cuerdas pulsadas por el viento, tocadas por sus dedos invisibles. Canciones al viento, secretos entre veredas que descifra el oído en horas de paciente espera.
Trama del viento:
Alma en los árboles.
Se rasga el secreto (p. 34).
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Este también es un país donde todos estamos perdidos, desaparecidos, torturados, por bestias que se tragan nuestros lamentos y degüellan al cordero que saludamos a diario en la media luz de nuestros espejos. La historia jamás escanciará su cacería; perversa como la conciben muchas hordas, nada tiene de mítica.
Noche desierta.
El cuello del cordero
aguarda el puñal (p. 24).
En la bruma dos
forasteros se pierden.
Se oyen lamentos (p. 37).
Así es la poética de la niebla, paisaje de la luz también opaco, absorbente, refractario. De repente, el agua se apalabra y de una raíz en el arroyo “emerge el poema” (p. 38).
* Escritor nariñense, profesor de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá.