Apenas amanecía y el suelo de Greenwich Village, de Nueva York, seguía adornado con monedas que unas horas antes se habían disfrazado de balas. Las piedras, los vidrios rotos y las paredes rayadas con tiza blanca, todos testigos del inicio de una revolución, permanecían intactas, inmóviles, como si aún murmuraran la historia de un grupo de gente que, exhausto, decidió defender su humanidad.
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La noche anterior, el 28 de junio de 1969, el bar Stonewall Inn, un monumento y refugio para gais, lesbianas, trans y drags, fue el epicentro del caos. Los dueños del lugar, que era administrado por la mafia, solían alertar cuando la policía se acercaba para que todos camuflaran el alcohol y cualquier señal de conducta que atentara contra la naturaleza. Pero esa noche la fiesta fue interrumpida y se filtró un aroma a sangre en el ambiente.
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Cerca de 200 personas fueron desalojadas. Las risas y la música se trasladaron del antro a la calle sin problema. Incluso había quienes posaban y hacían reverencias burlescas en frente de la policía al salir. Pero un grito ensordeció la calle Christopher y las miradas se posaron sobre la escena. Los rostros se enfriaron y los nudillos se marcaron cuando una queen y una lesbiana fueron agredidas y obligadas a subirse a la patrulla.
“¡Lárguense, maricas! ¡No hay nada que ver aquí!”. Los gritos de odio obtuvieron como respuesta —no la esperada, por supuesto— el silencio y la indignación de docenas de espíritus reprimidos que, lejos de huir, permanecieron de pie. Como un pedazo de pólvora añejo que espera ser rozado para estallar, la multitud se rebeló contra la opresión con tal libertad y decisión que obligó a la policía a ocultarse en el bar y llamar refuerzos. Para ese momento, la violencia apenas comenzaba.
En medio de la revuelta, los más tarde activistas y precursores de movimientos como el Lavender Hill Mob y la Mattachine Society —de los primeros que hubo en la defensa de los gais en Estados Unidos—, Marty Robinson y Mark Segal, cuando apenas alcanzaban los 20 años, marcaron las paredes con tres simples palabras que alargaron los enfrentamientos tres o cuatro noches más: “Tomorrow night Stonewall” (“mañana por la noche en Stonewall”). Claro que Stonewall no fue la primera protesta que protagonizó la comunidad LGBT, pero es conocida como la más importante.
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Exactamente un mes después, en un acto de valentía, de esos que tanta falta nos hacen, y con el temor de que una bala le atravesara el pecho, Martha Shelley, activista y promotora del primer movimiento por los derechos de las lesbianas en Estados Unidos, Daughters of Bilitis, se subió a una estatua y, después de una marcha convocada desde Washington Square hasta el bar, dijo en voz alta a los asistentes: “La caminata se terminó, pero la lucha hasta ahora comienza”, y no se equivocó. Ese día les pidió a todos que olvidaran las sombras y se atrevieran a caminar bajo el sol.
En cuestión de semanas, el Gay Liberation Front pasó a ser el movimiento insignia que recogía la unión de un montón de cuerpos que, más allá de buscar un reconocimiento propio y egoísta, comenzaban la batalla para que las personas fueran reconocidas como tales, como humanas, diversas, claro, pero al final humanas. El Frente se disolvió al cabo de un año, pero a la causa se sumaron otros grupos, incluso algunos que ya existían antes de Stonewall, como la Homosexual Law Reform Society y la Campaign for Homosexual Equality, en Reino Unido; el Movimiento Español de Liberación Homosexual, en España; el Front Homosexuel d’Action Révolutionnaire, en Francia, y Nuestro Mundo, en Argentina, que fue la primera organización homosexual en Latinoamérica.
El espíritu de revolución que se despertó en aquella noche del 69 y que ya lanzaba sus primeros gritos con la revuelta estudiantil de mayo del 68, el movimiento antinuclear, las primeras olas feministas y el discurso de “Tengo un sueño” de Martin Luther King, se mantuvo y se mantiene vivo 50 años después, aunque en ocasiones se nuble con discursos de extremismos y odios. En 1970, como conmemoración de lo ocurrido en Stonewall, se organizó la primera marcha del orgullo gay, que para ese entonces era llamada Christopher Street Gay Liberation Day. Ese día, cerca de 10.000 personas recorrieron 51 cuadras, desde la Sexta Avenida hasta el Central Park, para pedir armonía en una época en la que amar con un tipo de amor no estipulado era ilegal.
¿Quiénes de los que estaban esa noche en el bar o en la marcha se imaginaron que serían testigos de un cambio en la historia de la humanidad? ¿A quién se le habría ocurrido la idea de que bastaría con lanzar una moneda para que diez, veinte o treinta años después se pudiera gritar a los cuatro vientos que uno es gay o lesbiana y que en realidad no se trata de un escándalo, pues la esencia de nuestra humanidad es precisamente la diferencia?
En Colombia, la revolución sexual tuvo sus inicios en los 40, con un grupo de homosexuales llamado Los Felipitos, pero se disolvió rápidamente y no fue hasta los 70 que empezó a resonar en las calles y en los medios de comunicación.
Zuleta, León Zuleta, es el nombre de un hombre que muchos olvidaron, pero que es considerado el padre del movimiento gay en el país. Todo surgió con una mentira, de esas que tanto nos caracterizan. En 1976, una revista trotskista publicó una entrevista con Zuleta, el paisa que juraba y recontrajuraba que hacía parte del Movimiento de Liberación Homosexual Colombiano, que supuestamente tenía 10.000 integrantes.
—¿Aló? ¿Hablo con León Zuleta?
—Con él. ¿Quién es?
—Manuel Velandia, desde Bogotá. Supe del movimiento, ¿es cierto que son 10.000?
—Lamento comunicarle que todos los ceros son falsos. Pero ya somos dos, ¿sí?
Es la conversación que recuerda Velandia, ahora profesor universitario, activista y defensor de los derechos humanos. Junto con Zuleta comenzaron el Grupo de Estudio por la Liberación de los Gay, al que posteriormente se unieron estudiantes e intelectuales. Partiendo de ahí, pensaron que necesitaban preparación —porque además de algo social, también se trataba de una postura política— y sintieron la necesidad de difundirlo. Así fue que la Ventana Gay tuvo vida. La revista, que fue en donde se publicó “Liberación, liberación. ¿Para qué?”, el primer manifiesto por los derechos de los homosexuales publicado en Colombia, solo sacó 23 o 24 ediciones antes de consumirse y fue vendida en librerías y universidades de toda la ciudad. Otra publicación parecida que Zuleta había hecho en Medellín unos años antes fue El Otro, una revista que él mismo escribió —incluyendo las cartas de los lectores y sus respuestas—, pero que no trascendió más allá de la Universidad de Antioquia.
En 1982 organizaron la primera marcha de orgullo gay en el país desde la plaza de toros hasta el parque de las Nieves. A la movilización solo asistieron 32 personas y el Gobierno envió 100 policías. De nuevo, con otra mentira, Zuleta hizo el ruido mediático suficiente para convencer al país de que sería una marcha multitudinaria. Pese a que todo comenzó como un montaje, fue el impulso necesario para hacer eco durante décadas. Zuleta fue asesinado el 23 de agosto de 1993 —el caso quedó en la impunidad— y Velandia fue expatriado luego de recibir amenazas de muerte.
Hace 50 años, 200 neoyorquinos hicieron frente a un acto de discriminación. Hoy, una pareja de gais son echados de un centro comercial y cientos de personas se manifiestan en contra de lo que consideran injusto. Y es que las injusticias las vemos a diario y nuestra reacción ha sido siempre egoísta, siempre cobarde. Pero la historia misma nos revela que tan solo hace falta una voz, fuerte y valiente, para que se repliquen otras mil. Cincuenta años después, volvemos a las calles, no solo para exigir el derecho a casarse o adoptar hijos o a gozar de una buena salud, sino porque se celebra la vida misma, hermosa y tormentosa como lo es. No olvidemos la verdadera razón de las luchas pasadas, y no olvidemos que, más allá de ser trans, gais, mujeres, niños, negros, blancos, azules o plateados, somos humanos.