En plena pandemia, compartí una clase de proyectos de grado con Luis Hernando Giraldo. Un día antes de iniciar la clase, Giraldo estaba en el balcón de su casa en Salamina, población ubicada en el viejo Caldas. Hizo un paneo con la cámara para que observara los corredores, los techos altos, las paredes pintadas de azul, el patio con siembras de rosales y árboles frutales que él mismo había plantado. Giraldo tenía en sus manos unos binoculares con los cuales miraba la montaña de San Antonio.
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El mundo estaba paralizado por el virus y él se aferraba a este lugar, había un vínculo emocional. La montaña se presentaba insondable, como lo que está más lejos; el horizonte se sentía inalcanzable. Me habló de su belleza natural y de las historias que se escondían entre el musgo. La montaña de San Antonio está en Pácora, muy cerca de Salamina, población que posee una cultura cafetera. La montaña es visible desde varios puntos, lo que la convierte en un referente visual para sus habitantes.
“La montaña cuenta una historia” es el título de la exposición que estará abierta hasta marzo en el Claustro de San Agustín. Se trata de una muestra con una narrativa autorreferencial y un hilo temático que se podría comparar con un diario en el que el artista registra su vida y la historia de este territorio. Sus dibujos y pinturas dan cuenta de su filiación de 30 años con la montaña. Allí están las historias de infancia, como los dibujos que realizaba cuando hacía el pesebre en su casa, y los telones que hizo para la iglesia. Asimismo, en su trabajo rememora las historias de su familia, las guerras y las muertes, su casa —que antes perteneció a sus bisabuelos—, el primer día que visitó con su mamá la fuente del parque —un hito arquitectónico que rememora el pasado greco-caldense de Salamina— y el almacén de telas que tenía su abuelo, lo que agudizó su escala cromática y su tacto por las diferentes texturas y los materiales.
En esta exposición también están las procesiones de la iglesia, los paseos por el valle, el río, la vida y la muerte. El paisaje constantemente cambia, no solo por la transformación de la naturaleza, de los habitantes y de lo que se vive día a día. Cada pintura es una invitación a reflexionar sobre la conexión que tenemos con nuestra memoria, la identidad, el entorno natural y el sentido que le damos a esos testigos silenciosos que conocen las historias del país, tanto las cotidianas como las violentas.
Un fragmento de la vida de Luis Hernando Giraldo
“La montaña es azul, ensoñadora y está muy cerca”, me dijo. Con esta frase, entendí que San Antonio era el lugar al que siempre regresaba. Una noche antes de su nacimiento hubo un eclipse de Luna y su mamá salió a verlo. Sus parientes le dijeron: “Celia, no mires más ese eclipse, que el bebé va a nacer loco”. El parto se complicó y el médico tuvo que intervenir. Giraldo llegó al mundo un 15 de junio y, frente a la montaña, su primer llanto resonó con fuerza. Luego, siendo niño, su abuelita lo llamaba a ver el amanecer, el atardecer, los arreboles y los colores que iluminaban la montaña, al punto que lloraba al verla.
Giraldo es como un pintor del romanticismo extasiado con la naturaleza; es el viajero que siempre retorna a su cordillera. Al igual que los románticos del siglo XIX, fusiona su espíritu y la naturaleza en su obra. Cree que quien pinta su tierra habla de todo el universo. Así, la montaña se transforma en el eje del mundo en sus pinturas. Su padre, un acérrimo liberal, se libró de una muerte segura gracias a su abuelo materno, un dirigente conservador que le salvó la vida. Los chulavitas del pueblo tenían la orden de asesinarlo; este grupo, fuera de la ley, perseguía y eliminaba a los militantes del Partido Liberal, comunistas y ateos, contrarios al gobierno conservador. En uno de sus dibujos, la montaña se viste de cruces, las cuales se fueron ampliando a raíz de los conflictos recientes entre paramilitares, guerrillas y población civil. “En medio de la belleza de San Antonio y el río Pácora, Salamina está en la colina y rodeada de ríos. En este escenario nos matamos; tenemos que convivir de mejor forma. La montaña está llena de cruces”, afirmó el artista.
Giraldo utiliza un formato pequeño para trabajar sus dibujos, seguir una narrativa y consolidar sus memorias. En su obra, fusiona elementos abstractos con representaciones más figurativas. Ha creado un alfabeto propio y utiliza lápices, pasteles, óleo, sangre de cordero y, con esta combinación, ha encontrado un lenguaje que identifica su obra. En algunos dibujos y pinturas se aprecian unos corderos que representan los cientos de muertos en las guerras. Utiliza manchas y pinceladas cortas, lo que le permite adentrarse en el corazón de la cordillera y su relación con la memoria y la identidad. Creo que su relación con la música ha hecho que estos dibujos se relacionen con una métrica y tengan una correspondencia con la digitación de las teclas de un piano, el cual aprendió a tocar con el pianista Eduardo Heredia. Esta relación plástica-musical puede ir desde un Réquiem de Mozart hasta el madrigal que canta en las fiestas.
El artista llegó a Bogotá y estudió un año de Filosofía en la Universidad Javeriana. Alguna vez fue a un sótano lleno de caballetes en la Universidad Nacional. Los estudiantes tenían la ropa llena de manchas. Ese día decidió ser artista. En 1970, siendo estudiante, llegó un camión para recoger una de sus pinturas y la icónica cabeza de Lleras de Antonio Caro. Los dos habían sido seleccionados para participar en el Salón Nacional, todo un acontecimiento para la época. En 1974 participó en la exposición “Novísimos”, curada por Marta Traba, luego llegó al Salón Atenas, y así comenzó el devenir de Giraldo en el arte.
Desde entonces, ha realizado múltiples exposiciones individuales y colectivas, y en este momento se jubila luego de décadas de enseñar arte. Este gabinete de dibujos no es solo una exposición, sino también es Giraldo llegando a clase con un montón de libros de artistas contemporáneos. Un día fui a una entrega de su clase de pintura y, después de comentar los trabajos, les pidió a sus alumnos que los arrugaran y los rompieran. Pensé que era la primera lección contra ese ego que empieza a formarse en las facultades, y también una enseñanza para que perciban que en el mundo del arte no es fácil. “Ser artista es algo muy difícil, la vida duele. Todo cuadro es doloroso y la belleza nunca está separada de la vida”.
Hoy esos relatos se presentan en una de las bellas salas del Claustro de San Agustín, una exposición bajo la curaduría de María Belén Sáez de Ibarra. Esta montaña nos interpela y acude a la memoria, recordándonos que la naturaleza es el escenario de múltiples acontecimientos y secretos. La exposición no solo celebra su trayectoria, sino que también invita a una reflexión sobre el vínculo entre el arte, la vida y la naturaleza.