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La muerte de El Quijote; la muerte de Cervantes

Hace 400 años murió Miguel de Cervantes Saavedra. Así fue su agonía y su testamento.

José Luis Garcés González / Especial para El Espectador
23 de abril de 2016 - 04:53 p. m.
El Quijote, acompañado por su fiel Sancho, tiene su versión inglesa en Falstaff, el caballero andante de Shakespeare, que tiene poco de heroico y mucho de bufón y pícaro.
El Quijote, acompañado por su fiel Sancho, tiene su versión inglesa en Falstaff, el caballero andante de Shakespeare, que tiene poco de heroico y mucho de bufón y pícaro.

1: 

Como se sabe, don Quijote se retira de la caballería y luego muere, por cumplirle la palabra empeñada al bachiller Sansón Carrasco, para las lides de fierros llamado el Caballero de la Blanca Luna, quien lo había vencido en las playas de Barcelona. El precio de su derrota era abandonar por un año sus andanzas de caballero, cuyo descansar era el pelear, y retornar a su aldea a recuperar su hacienda y a cuidar de su alma. Como hidalgo debía cumplir el compromiso asumido; como español de la época debía proteger su honra.

Sin embargo, la muerte del escritor y la de su personaje difieren en circunstancias. El ilustre lector sabrá hallar las diferencias. Recordemos, entonces, el fallecimiento del hombre de la Triste Figura. El fin físico de don Quijote, ya vencido y de regreso a su pueblo y a su casa, comenzó con una calentura que le demoró seis días. Lo visitaban o lo acompañaban el cura, el bachiller, el barbero, y, lógico, Sancho Panza. Al verlo melancólico, para estimularle su recuperación, sus amigos le recordaron que tenía el compromiso de volverse pastor, pero ningún efecto surtió eso. Carrasco le dijo que ya tenía comprados dos perros, Barcino y Butrón, para ayudar a cuidar el ganado, pero nada de eso lo sacó de su depresión. Inclusive, le comentó que ya le había compuesto una égloga para celebrar su nueva vida pastoril, pero todo fue inútil.

Estaba nuestro personaje metido en el charco sin fondo de una enorme tristeza.

Vino el médico, lo observó, le calibró el pulso y diagnosticó que era menester atender “la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro”. Don Quijote escuchó todo sin alterar su ánimo. Pidió que lo dejaran dormir y durmió seis horas corridas. Cuando se despertó lo primero que hizo fue hablar mal de los libros de caballería. No dejó a ninguno ileso. A todos los presentes les sorprendió ese inesperado viraje. Se creyó lúcido y se lamentó no haberse dado cuenta antes “de sus disparates y de sus embelecos”.

Frente al cura, el bachiller y el barbero, después de aceptar que ya no se sentía don Quijote sino Alonso Quijano el Bueno y de declararse enemigo de Amadís de Gaula “y de toda la infinita caterva de su linaje”, anuncia que desea confesarse y hacer su testamento. Cuando los tres amigos le escucharon pronunciar ese rechazo tan contundente, creyeron que le había entrado un nuevo rapto de locura y expresaron algunas burlas soterradas.

Don Quijote se mantuvo en sus quince, o en sus trece, que de ambas maneras vale.

Se confesó con el sacerdote que estaba en el recinto y luego solicitó la presencia de un escribano, quien fue traído por el bachiller Sansón Carrasco, su vencedor. En el testamento ordenó pagar todas sus deudas, y que si algo quedare se le diera a Sancho Panza; también le pidió perdón por hacerlo caer “en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo”. Sancho le ruega que no se muera y le da las excusas por haberle cinchado mal a Rocinante, lo cual permitió que lo derribara tan fácilmente el Caballero de la Blanca Luna. Don Quijote señala que le deja la hacienda a su sobrina Antonia Quijana, y ordena pagarle el salario al ama, que por tanto tiempo le ha servido y le agrega 20 ducados para un traje. Advierte en el documento que si la sobrina llega a casarse con un hombre al que le gustaren los libros de caballerías, perdería de inmediato la herencia que le había dejado, la cual sería entregada a obras de caridad.

Suplicó al cura y al bachiller, que eran sus albaceas, que si lograban conocer al autor de la falsa segunda parte de El Quijote, le dijeran que perdonara la oportunidad que él le dio para que el apócrifo autor escribiera los disparates que en ella se encuentran.

Pasaron tres días después de haber dictado el testamento. Don Quijote se desmayaba con frecuencia. Su pabilo se fue apagando, hasta que todo fue oscuridad para la vida. Pero la sobrina, el ama y Sancho Panza sentían un toque de alegría porque en algo los favorecía la muerte del legendario personaje.

El escribano, que estaba presente en el día postrero, cavilaba sobre el hecho insólito de que un caballero andante muriera con tanta tranquilidad en su lecho de enfermo, lo cual nunca se había visto o leído en los libros de ese género. Hasta en eso fue singular el Caballero de los Leones. Vea usted: venir a morir de melancolía.

Dadas las circunstancias, el bachiller Sansón Carrasco escribió unos sentidos versos que sirvieron de epitafio. Estos son:

Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte

Tuvo a todo el mundo en poco,
que el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco


Casi trescientos años después, Rubén Darío lo festeja e invoca en un largo poema titulado Letanía de nuestro señor don Quijote, cuya última estrofa dice: “Ora por nosotros, señor de los tristes,/ que de fuerzas alientas y de ensueños vistes,/ coronado de áureo yelmo de ilusión;/ que nadie ha podido vencer todavía,/ por la adarga al brazo, toda fantasía,/ y la lanza en ristre, toda corazón”.


2:

En otra dimensión humana, cuando empieza 1616 Miguel de Cervantes adquiere la conciencia nítida de que pronto va a morir. Ya salió el segundo tomo de El Quijote, aunque desde la escritura de los últimos capítulos del magno libro, experimentaba una irresistible debilidad y una inmodificable hinchazón en ciertas partes de su cuerpo. Ya dejó estructurado Los trabajos de Persiles y Sigismunda, su obra póstuma. Tuvo entonces la precaución de solicitar su admisión a los Terciarios de San Francisco, con lo cual se evitaría pagar los gastos de su entierro. Sufría de lo que se cree era una hidropesía. Fantasioso para su escritura pero realista para sus males, Cervantes sabía que su enfermedad era terminal. Veía cómo se hinchaban su abdomen, sus extremidades, su cuello, y sentía que esa falsa obesidad le oprimía los riñones y el corazón y no lo dejaba respirar con normalidad. La hidropesía, según las enciclopedias médicas, no es en sí una enfermedad sino el reflejo o la consecuencia de patologías renales, cardíacas, diabéticas o del sistema circulatorio.

Vale recordar que de hidropesía murieron, entre otros, Heráclito de Éfeso, el filósofo, en el 478 a. C.; Honorio, emperador romano, en el 423 a. C.; Casandro, rey de Macedonia, en el 297 a. C.; y Manuel Belgrano, el creador de la bandera argentina, en 1820.

Ahora estamos en abril 18 de 1616, en Madrid. Ya el cura Martínez Marsilla había llegado para su visita postrera a Cervantes. El sacerdote era un viejo conocido de la familia, pues otra cosa no puede decirse de quien había asistido a las muertes de las dos hermanas del escritor. Hombre de la funebria era bien recibido, y bien temido, en esa casa. El religioso se acercó al lecho del enfermo y sacando los santos óleos empezó a untarlo en los pies, en las rodillas, en las manos y en la frente del enfermo. Solicita el arrepentimiento del moribundo, quien hace un gesto con la cabeza; luego de un lapso, comienza a rezar la Oración del Buen Morir. El novelista, en su camastro, escucha todo con los ojos cerrados. No está muerto. Está resignado. El cura, creyendo que ya acabó esa vida, se retira de la casa cervantina situada en la Calle de los Leones.

No obstante, Cervantes está consciente, y tiene deseos de hacer una carta y principia a escribirla. Su destinatario: el Conde de Lemos, ese noble cuasi indiferente, a quien él le había dedicado la segunda parte de El Quijote. Que se sepa, nunca el susodicho Conde le respondió o hizo en ese momento un gesto para ayudarlo. Cervantes le planteaba en la misiva su situación económica, que no era boyante, e insistía en sus deseos de que se le hicieran méritos a su trabajo de literato, que ya había traspasado las fronteras de su patria. En la España de la época era norma que casi todos los escritores se postraran ante los poderosos, además de solicitar el permiso al rey para publicar sus libros. La clase dominante, toda parasitaria, siempre se creía de mayor linaje que los poetas o los artistas. Con ellos, inicialmente, un gesto de desdén era lo usual. Cervantes, en sus cartas o dedicatorias, ofrece casi siempre besarle los pies al Conde, que a la sazón se hallaba en Nápoles.

Es viernes 22 de abril de 1616, en Madrid. Cervantes está en las últimas y espera con ahínco la llegada de su hijastra Isabel, a la cual le profesaba comprobado afecto. Lo rodean su esposa, Catalina Salazar, y una sobrina. Pregunta por la ausente y le responden que está en camino. Cervantes le concede a su mujer una mirada triste. El enfermo respira con dificultad. Cada vez con más dificultad. Y se va quedando. Se va yendo. Su pecho no se mueve. Su respiración escasea. Solo persiste una débil línea en los ojos entrecerrados. Ya no respira. Es la muerte.

Su cadáver fue inhumado en la iglesia de las Trinitarias descalzas, ubicada en la esquina de la Calle de Cantarranas. En el ataúd llevaba puesto su hábito de franciscano y el perfil de su nariz se acusaba acentuado. Ninguna autoridad de jerarquía estuvo en su entierro, ninguno de los destacados portaliras de España escribió, en ese trance, una elegía a su nombre. Al parecer, en ese instante, a muy pocos le dolió su muerte. No tuvo siquiera un hijo que le lanzara en torno a su mortaja un aullido lastimero.

Pero también en este final hay algo de paradójico. Veamos. Cervantes fallece en su casa de la Calle de los Leones y es enterrado en la esquina de la Calle de Cantarranas, que hoy se llama Calle Lope de Vega, quien fue su contradictor más enconado; y el Museo Lope de Vega está situado algo más abajo de la que hoy se llama Calle de Cervantes. Ni el escritor ni el dramaturgo pudieron imaginar que la muerte los aproximaría tanto.

3:
La muerte del personaje y la muerte del escritor, como ha detectado el avisado lector, tienen sus diferencias que, a vuelo de desorden de pájaro, pueden empezar por la muerte consciente en la persona y la recuperación de la cordura en el personaje; también es viable incluir la causa de la muerte en ambos, la elaboración del testamento, la incomprensión de sus contemporáneos, la presencia continua de la soledad (mencionada con claridad por don Julián Marías), el desbarajuste en don Quijote y el pragmatismo en Cervantes, hasta llegar a desembocar en la flacidez económica y el ahorro en los gastos mortuorios. Con seguridad habrá muchas otras, pero mencionar estas bastan para empezar a establecer las disyunturas.

* Coordinador de El Túnel, de Montería, Colombia. Cuentos suyos han sido traducidos al eslovaco, al inglés, al francés y al alemán. Su libro más reciente, Tanto mar en las entrañas, se presentó en Bogotá en la Feria del Libro 2016. Catedrático de la Universidad de Córdoba. E.: jlgarces2@yahoo.es

Por José Luis Garcés González / Especial para El Espectador

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