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La mujer que debía morir el sábado por la tarde (Por capítulos)

“La mujer que debía morir el sábado por la tarde”, obra publicada por el sello independiente REYC editorial, es un relato inspirado en hechos reales, que comienzan en la Colombia de Pablo Escobar y llega hasta el año de la pandemia, atravesando tres ciudades: Bogotá, Miami y Florencia (Italia).

Alexander Velásquez
14 de agosto de 2023 - 09:53 p. m.
Cubierta del libro "La mujer que debía morir el sábado por la tarde".
Cubierta del libro "La mujer que debía morir el sábado por la tarde".
Foto: Archivo Particular

Las 178 páginas cuentan la historia de una adolescente que conoce a un hombre mayor en un baile de máscaras, quien la llevará a descubrir que el infierno está en la Tierra, durante nueve años, un mes y una semana, tiempo en el cual de manera simultánea el hogar Estrella, la protagonista, y Colombia se hunden en el desbarrancadero de violencia, bombas, genocidios y muertos al amanecer.

“No me siento capaz de inventar la ficción desde cero, porque la realidad me apabulló desde niño”, cuenta su autor, Alexander Velásquez, admirador de Gabo, quien encontró inspiración en “Crónica de una muerte anunciada” para escribir su primera novela.

CAPÍTULO 1

BAILE DE MÁSCARAS

El sicario llegó a su casa la tarde tibia de ese domingo. Transcurrieron casi diez años desde la primera vez que durmió con el tipo que lo había enviado. El asesino a sueldo, joven y de facciones finas, la contempló de arriba a abajo como quien examina el ganado antes de negociarlo, y enseguida soltó el recado.

–Me pagaron para que te mueras el sábado que viene.

Por un instante que no duró más de diez segundos, el matón fantaseó con la idea de poseer el cuerpo de su futura víctima antes de dejarla “para calavera”. Observó sin pasar saliva sus muslos y sus caderas, trastornado por una firmeza delirante que empezaba en los senos, todo delicadamente protegido por un vestido de flores de colores chillones que a él, con seguridad, le estorbaba, pero que hacía juego con las cortinas hechas de la misma tela.

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Y ella, si no se sorprendió con el mensaje, fue porque había estado esperando con temeridad la noticia anticipada de su propia muerte. Conocía al asesino, pero más al hombre que lo había contratado. Había dormido con él durante nueve años, un mes y una semana.

Conteniendo el miedo en sus piernas de gelatina y empuñando con fuerza el crucifijo sostenido de su cuello por un trozo de cordón negro, a través del espejo de la sala el tiempo se le devolvió en la cara, como un huracán de recuerdos atropellados y la regresó a esa tarde en que algo parecido a la felicidad estremeció su cuerpo de porcelana.

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Quedó impactada por su virilidad; acuerpado, el más apuesto de los que había en el baile de máscaras aquel agosto, la época en que el cielo de Bogotá se llena de cometas y los vientos son tan fuertes que pareciera que uno saldrá volando con ellos. Él tenía entonces veinticinco años, la misma edad, calculó ella, del confeso matón que la auscultaba con morbosidad.

El del baile se parecía a Jorge Emilio Salazar, el galán de La pezuña del diablo, la producción nacional que retrataba los horrores de la Inquisición. Había soñado con alguien así: fuerte, valiente, capaz de defenderla de lo que fuera para que nada malo pudiera pasarle en adelante… un anhelo que había alimentado, con mucha razón, desde sus siete años de vida.

Esperó tímida a que él la invitara a la pista, donde una multitud bailaba sudorosa en la Coca Cola Bailable del Instituto de Bachilleres, donde recogerían fondos para el paseo de los de sexto. Anhelaba que la estrechara entre sus brazos al son de un merengue dominicano o a lo mejor de un vallenato, qué importaba. Sin embargo, el amigo escuálido del desconocido que le interesaba se adelantó, y con la primera canción se le declaró, alebrestado por el ron que habían logrado camuflar.

–A la tercera canción te digo, –contestó ella, sin que el iluso advirtiera que suspiraba por otro.

Estrella acababa de cumplir los quince, pero no hubo fiesta. Eso era un lujo. Lloró y mucho, pero pronto se le pasó.

No dejaba de mirarlo. Tenía ese no sé qué, que logró armar alboroto en el mariposario de su estómago. Al verlo sentado en el salón de baile, tan callado, le pareció más bien de una timidez admirable. Los hombres llevaban máscaras blancas decoradas con aserrín de colores y las de las mujeres eran negras con escarcha. Así que no había forma de saber qué tan dulce era su rostro, pero con esos brazos de hércules y su espalda ancha, pensaba, iría sin remilgos hasta la Patagonia.

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Después de vender las empanadas, pidió permiso a los anfitriones para bailar. Era también la más bonita. Entre una canción y la siguiente, repasaba incrédula su belleza en un espejito de bolsillo. Un rostro dotado de la gracia divina, cuyos ojos almendrados color avellana observaban sin querer, pero queriendo, al del jean con leñadora. Estaba atolondrada con el descubrimiento de la enfermedad benévola de las hormonas y a sus quince pedía un noviecito caribonito para endulzar los desabridos fines de semana en que más sola se sentía; quería probar a qué sabían los besos que se daban los actores de la televisión, y éste, por su porte, le parecía la reencarnación del emperador romano que salía en las películas de Semana Santa.

Augusto se le declaró entre una canción y la otra, entre un masato y cualquier merienda para acompañar esa bebida dulce de arroz, y ya había sido vencedor sin abrir la boca, porque cuando las miradas penetran, las palabras pierden el sentido, ahogándose en las entrañas sin poder nacer. Hablaban a través de los fuegos artificiales de sus miradas.

Él la apretujaba por el talle y ella no oponía resistencia. Bailaron amacizados el primer vallenato, como si se conocieran de siempre. Era el hervor del gusto mutuo que empezaba a cocinarse en el fuego lento de una pasión incipiente y un ron rebajado que los envalentonó a los dos.

En ese momento fueron la pareja show. Augusto presumía de un cuerpo de carnes compactadas por la disciplina del gimnasio y unas piernas gruesas que a ella se le antojaban velludas al verle los brazos; a la segunda canción, vencido por el bochorno, se quitó la camisa de cuadros y quedó en camisilla ajustada. A las muchachas, que miraban a Estrella con muecas de desaprobación, debió parecerles un auténtico adonis ante tanto entelerido sin cédula que se las daba de bailarín.

Estrella tenía cabellos de rizos ligeros, pómulos de un rosa inocente y natural, la boca carnosa encendida por el pintalabios rojo borgoña y unas caderas que interrumpían con sutil encanto aquella cintura de avispa, todo envuelto en un olor a talcos de bebé y protegido por un vestido aguamarina sin mangas que dejaba amplias zonas de piel en suspenso, igual que los pensamientos de la concurrencia masculina que observaba con visible antojo.

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Aunque sonrojada, se daba cuenta. Se sentía la reina absoluta de un gran palacio donde podía hacer y deshacer a su antojo si quisiera. Una niña regordeta, jalándola del vestido, le avisó que la estaban esperando con la plata de las empanadas para cuadrar caja. Regresó de mala gana del ensueño a esa fiesta de pobres donde no había título nobiliario, escalinatas con tapete rojo ni un séquito de criados rendidos a sus pies.

Después bailaron el merengue Qué cara más bonita, del dominicano Álex Bueno, y a partir de ahí bailaron solo ellos dos, sin intrusos, como si los demás no existieran, a pesar de que sí estaban en la pista y la colmaban. Cuando dejó de sonar El pintalabios de la orquesta Coco Band, ya no aguantaron más: se quitaron sus máscaras de cartulina, se besaron con temida rapidez –un beso bobo, recordaría ella– y en esa canción él le pidió que fueran novios. El afán los llevaba arriados. Casi temblando, lo contempló; con su nariz aguileña, los labios de arco de cupido pronunciado, cejas gruesas, un bigote tupido y esos ojos negros de llanero solitario, parecía un buen prospecto para ser la estrella de una vieja película mexicana.

—Sí, sí, sí —le respondió ella, queriendo destrozar con ternura esos labios carnosos para calmar tanta ansiedad, y sin tomarse la semana que, de acuerdo con las recomendaciones de las mamás de antes, servía para apaciguar las ganas y avivar el interés del otro. Olvidó la sentencia materna: “Los amoríos que empiezan con tragos, rara vez terminan en algo bueno”.

Ni siquiera hubo un plazo en minutos, porque el revuelto de oxitocina y vasopresina le impidió hacerse la difícil. Las hormonas hicieron con ambos lo que se les dio la gana, y en ese rifirrafe, las decisiones equivocadas tenían las de ganar frente a una pasión alocada que compensaba la falta de abrazos y miradas en su niñez.

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Estrella trabajaba de mesera en una cafetería, de domingo a domingo, y estudiaba de noche, de lunes a viernes. Le tocaba atender mesas y hacer el aseo media hora antes de salir; le pagaban una miseria –”pero plata es plata”, decía ella–, y con lo que ganaba ayudaba a los gastos de la casa. Por lo general llegaba tarde al trabajo, pero la perdonaban por ese desparpajo que atraía clientela.

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Los días posteriores a la fiesta, Augusto siguió susurrándole al oído una estrofa de aquella canción que en adelante fue el tema musical del par de tortolitos presos por la cursilería del amor.

Cuando yo la veo a ella /Siento en mí, frío y calor/ Sus ojos son dos estrellas / Que alumbran mi corazón / Ella no mira y me mira / Queriendo disimular / El viento me trae su aroma / La tengo que enamorar/

En su diario, Estrella escribió esa estrofa y las siguientes frases: “Cuando me sacó a bailar, no habló una palabra, pero me observaba con ternura. Yo era una mota de algodón flotando sobre su pecho. Y ese olor… ufff. Ese olor, Virgen Santísima. Me sentía del color de un tomate, pero me gustó estar así por él. Me preguntó si quería ser su novia, yo pensé que nunca acabarían esos eternos silencios. Respondí que sí y volví a flotar en una nube desde la que podía pellizcar el cielo. Yo creo que eso es lo que los grandes llaman amor a primera vista, pero no estoy segura”.

Con esa dulzura entró al infierno, y ese infierno la desportilló de tantas formas, que le fue imposible encontrar la puerta de salida a su desdicha.

—Un día de estos te mato. Y si no te mato yo, pago para que te maten —la amenazó Augusto muchos años después, quitándose el verdadero antifaz.

Por Alexander Velásquez

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