El Magazín Cultural

La música es mi ofrenda al país

César López, nominado en la edición más reciente de los Premios Platino de Cine Iberoamericano por su composición musical para la película “Memoria”, del director tailandés Apichatpong Weerasethakul, habló para El Espectador. Presentamos la semblanza de un compositor que desde hace muchos años ha puesto su música y sus creaciones al servicio de la transformación política y social del país.

Juan David Zuloaga D.
04 de mayo de 2022 - 02:00 a. m.
César López comenta que pudo participar en la composición de la música de la película “Memoria” gracias a Diana Bustamante, productora del filme, quien consideró que los procesos creativos de López podrían ser afines a los del director Apichatpong Weerasethakul.
César López comenta que pudo participar en la composición de la música de la película “Memoria” gracias a Diana Bustamante, productora del filme, quien consideró que los procesos creativos de López podrían ser afines a los del director Apichatpong Weerasethakul.
Foto: Juan Manuel Vargas

¿Qué relación guardan las artes con la política?

Justo en estos días que hemos presenciado el alboroto electoral he pensado que a mí me ha ayudado el arte para hacer un proceso personal de sanación de mis emociones, de ponderación de mis prioridades, de ayudar a entenderme como sujeto transitorio. Entonces el primer papel del arte es acompañar al sujeto, al sujeto político. Yo sí creo que un sujeto mejor trabajado hacia adentro, que se conoce mejor a sí mismo, ofrenda mejores cosas para compartirle a la sociedad.

Para mí la política pierde su cauce en el momento en el que ignora pasiones como el amor, como la esperanza, como la rabia… las emociones en general, y se centra solamente en razones, en argumentos, y cifras y datos; es como si se desconectara de su propio corazón, y en ese caso las artes logran recordarle e incluso reconectarle el corazón a lo político (o a la política).

Un artista, cuando hace una obra, pretende que esa obra incida en el bienestar o en el estado anímico de un colectivo, me parece entonces que desde la música estamos en el ejercicio político permanentemente. Últimamente cursa la idea de que sólo si me lanzo como candidato, sólo si desde dentro del Congreso propongo leyes… sólo desde allí se cambia el mundo o se cambia el país, yo creo que nosotros cambiamos el país día a día, y cuando viajo a lo largo del territorio veo que así es. Viajo todo el tiempo y veo gente haciendo cosas que nada tienen que ver con el ejercicio de la política electoral y que, sin embargo, está transformando profundamente la vida de sus comunidades.

¿Cómo nace su interés por fusionar arte y política?

Es la primera vez que voy a hablar de esto de esta forma tan directa. En el año 78 mi hermana Olga fue detenida por el Ejército y fue llevada a las caballerizas, al mismo lugar al que llevaron a la gente del Palacio de Justicia siete años después, en el 85; fue torturada, violada, y a pesar de que yo tenía en ese momento siete, ocho años y de que mi familia nos blindó para no ser protagonistas de esa historia, eso quedó almacenado en la memoria familiar de manera muy, muy fuerte. Ella sale de la cárcel del Buen Pastor en el año 82 y se instala definitivamente en Europa, pero esa herida que le fue causada a mi círculo familiar quedó como encriptada. Yo arranco mi vida musical en un proyecto comercial como era Poligamia, pero en esos últimos años del bachillerato y primeros de la universidad empiezo a escarbar en esa historia familiar: encuentro documentos, entrevistas… y empiezo a preguntarme qué tanto tiene que ver eso con mi quehacer, y no era una pregunta que me hiciera como la estoy formulando en este momento, sino que cada vez que estaba en un escenario cantando Es la historia de mi generación o alguna otra canción, yo lo vivía de manera distinta al resto del grupo porque para mí yacía en el fondo una herida, y entonces la pregunta vuelve, cada vez más con mayor insistencia, y en el 94 muere mi papá. Cuando él muere, estando en pleno auge Poligamia, decido salir a tramitar esa ausencia que me había dejado mi padre tocando pequeños conciertos en clínicas psiquiátricas, en cárceles, en hogares geriátricos, en instituciones de niños sordos o ciegos… yo iba con mi guitarra y tocaba un poco, y lo que me movía era una pregunta por la ausencia; mi sensación estaba en la boca del estómago, y ahí experimentaba algo que salía, era una manifestación muy física, muy somática. Cuando empiezo a husmear esas realidades en paralelo con la carrera profesional en Poligamia –año 95, 96, 97– algo en mí se termina de alinear y me muestra que el camino era otro. No se podía reducir todo al canto, al ensayo, esto se trataba de un proceso individual, personal, pero, además, de otros usos que la música podría tener.

Ahora leo las lecciones sobre literatura de Julio Cortázar. Describe su vida literaria en tres etapas: la estética; una segunda, metafísica y una más, histórica. Creo que para mí la muerte de mi padre y el salir a enfrentarme con la realidad del país marcan la transición del mundo de lo estético a lo metafísico. Ya en ese momento no tengo camino de regreso. Empiezo a indagar con mayor seriedad no sólo sobre la ausencia, sino sobre la violencia, empiezo a viajar a los territorios y aparece el proyecto de los Invisibles invencibles que es el que hice con los artistas en la calle; ponemos en escena La resistencia, que era mostrar experiencias de resistencia civil en distintas partes del país. En ese momento ya había nacido el Batallón artístico de reacción inmediata, con el que invitaba a un grupo de artistas para que reaccionáramos como un grupo de acompañamiento inmediato en momentos de crisis (bombas, atentados…) y ese grupo empieza a salir cada vez que oíamos en la radio un hecho de esta naturaleza, nos íbamos al lugar del suceso. Era bien curioso, pues ahí estaba la Policía, el CTI, el Ejército, la Cruz Roja y estábamos nosotros parados con la guitarrita, con el tambor… Se crea, pues, el Batallón artístico de reacción inmediata; nace la escopetarra: estando frente al Club El Nogal un soldado me impide que toquemos, me quiebra la guitarra con el fusil y creo que ahí empieza una inmersión definitiva. Yo identifico este punto como un hito en el camino, comprendo que nos estamos metiendo en unas honduras distintas.

Usted contaba el suceso muy doloroso de su hermana, de cómo termina en las caballerizas del Cantón Norte, y luego dijo que había salido de la Cárcel del Buen Pastor en el 82. ¿Por qué pasa de las caballerizas y de la tortura a la Cárcel del Buen Pastor?

La tortura en las caballerizas duró unas dos semanas y por movimientos que incluso en la sentencia final de la Corte no son muy claros deciden dejarla con otras personas presa para terminar liberándola dos años después sin ningún cargo. Una situación que es común aquí. Y Olga intenta, estando en la cárcel, quitarse la vida, a causa de su desesperanza y de su desilusión; y todo esto para mí es cotidiano, lo vemos suceder todo el día, todos los días. Ella estuvo en Colombia hace unos diez años y me sorprendió que la noche que estuvo sonó el teléfono de la casa y dijeron «Sabemos que está aquí». ¡Treinta años después! De manera que los aparatos siguen en funcionamiento. Entonces es una historia que define mucho por qué hago lo que hago, por qué hoy estoy en lo que estoy.

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¿De qué la acusaban?

Ella es médica. Y la acusaron de haber atendido en su apartamento a algunos militantes del M-19. Pero en verdad estaban buscando las armas del Cantón Norte que se habían robado. Incluso Carlos Duplat y otros tantos personajes de la época cayeron en esa cacería de brujas.

¿Cuál es la mayor tristeza o el dolor más grande que le ha causado todo este proceso de acompañamiento de lo político a través del arte?

En el 2015 fui a Florencia, Caquetá, habían asesinado a cuatro hermanitos de una familia y con un grupo de amigos decidimos ir allá a tocar, a marchar, a hacer algo. Nos vamos para allá, marchamos, incluso visité en la clínica a uno de los hermanitos que quedó vivo –el quinto–. Cuando vuelvo a la casa, una noche estoy tocando y tuve la impresión de ver a los hermanitos. Días después estaba en un restaurante y viendo la composición que formaban la cortina, el parlante y algún otro objeto pensé ver en ese conjunto la bandera del ELN, en ese momento prendí unas alarmas. Noté que algo me pasaba y era mucho más fuerte de lo que yo podría estar percibiendo; efectivamente estaba pasando un momento de mal dormir, mal comer, llanto inesperado, injustificado, este tipo de imágenes, desconexión con la gente y empiezo un proceso psiquiátrico con el que descubrí que tenía una especie de estrés postraumático.

Recuerdo también estar parado en el puente del corregimiento La Balsa, en el norte del Cauca, estoy parado sobre el río Cauca, y la persona que está a mí lado, José Solís, me dice: «César: aquí al río Cauca han tirado mucha gente, se oyen los disparos y después se oye el cuerpo caer al agua; aquí en este puente los paramilitares ponían las mujeres embarazadas, les abrían el vientre con el machete para que el feto cayera al río». Y en ese momento él me hace con su mano el gesto de tocar mi estómago; me descompuse de una manera indescriptible. Empecé a entender que todo esto que yo vivía y que a mí me estaba pasando, y que yo con interés genuino y afecto trataba de acompañar, me estaba entrando al alma más de lo esperado.

Para contestar la pregunta: uno de los dolores más grandes que yo tengo es que de la forma en que esto tocó mi vida o la ha marcado –que yo lo valoro inmensamente y de la cual no tengo quejas, al contrario me siento honrado y orgulloso del trabajo que hago– no es la misma conexión que tienen todos los colombianos frente a nuestra realidad. Y eso define mucho de lo que nos pasa. Eso es un dolor. El otro es la impotencia que me da ver la realidad del país: yo no puedo poner acueducto a nadie con esto ni ayudarle a sanar el trauma, puedo acompañar, en un lugar y un tiempo, y entonces también siento impotencia… Hace unas semanas me reuní con un chico que hace una obra con títeres, y la hizo durante las últimas manifestaciones, se llama Notíteres 24. Y me decía: «Vi caer muertos a muchos jóvenes, y yo con un títere en la mano. Y no puedo hacer mucho más que seguir con el títere en la mano…». Y esa sensación es similar a la que yo siento: hago lo que puedo, toco, trato de hacer el ejercicio de la manera más responsable, diciendo las palabras correctas, pero nuestro alcance sigue siendo muy limitado.

Y dolores particulares muchos. Cuando me preguntan por qué estoy metido en esto, respondo que mi inspiración han sido los que están pasando por todas esas cosas tan horribles y pese a eso están ayudando a los jóvenes, buscando los desaparecidos, marchando, escribiendo, pintando. Entonces si quien ha sido golpeado de esta manera sigue allí, lo mínimo que a mí me corresponde es estar a la altura de esa circunstancia histórica.

¿Y cuál es la mayor alegría?

En estos días escribía que yo tengo la certeza de que el muchacho que hoy está en armas en cualquier esquina del país es un sujeto distinto al de hace diez, veinte, treinta años. Yo quiero pensar que a través de lo que yo y mucha gente ha hecho hemos podido instalar en la cultura –incluso en esos muchachos que por x o y razones terminan involucrados en cualquier tipo de violencia– una pregunta por el valor de la vida, sobre algo que puede ser una mirada superior o un estado superior de conciencia; que, independientemente de que estén en un grupo armado, en una pandilla, en un combo, lo tienen incorporado y eso debería estar operando incluso en su vida de armas. Creo que mi alegría no es que lo hayamos logrado, sino saberme en ese camino. Esa es mi búsqueda, esa es mi meta: que la gente hoy en día no se mate. Pero el camino va por la instalación de unos dispositivos emocionales –incluso en la gente armada– para que algún día cuando se enfrenten a la pregunta sobre la vida y la muerte en una situación muy concreta opere eso que haya quedado allí sembrado.

Muchas veces en el 24-0 que hacemos cada año (y que es una propuesta que busca que durante veinticuatro horas no haya un solo asesinato en el país) hablamos con pelados en las cárceles y alguna vez uno me dijo: «Yo sabía que matar estaba mal. A mí nadie me tiene que decir que matar a alguien es gravísimo. Yo estaba atravesado por una rabia, una ira, celos, resentimiento, complejo de inferioridad». Y entonces a mí me seduce mucho la idea de que ese pelado que disparó, justo instantes antes tomó la decisión de disparar, pero justo un instante antes estuvo atravesado por una emoción, y esa emoción es donde nosotros podríamos trabajar. Y tal vez desactivar… El informe Forensis de Medicina Legal dice que el 80% de las muertes en Colombia son causadas por la venganza o por una acción de venganza, de retaliación o de ajuste de cuentas, incluso una pelea de dos tipos en una esquina o en un bar… Entonces, ¿cómo desactivar esa sensación de deuda a través de lo que hacemos? Y por ahí va el camino, por ahí van mis reflexiones.

Usted diría que ese es el papel principal de las artes en nuestro tiempo y en particular en un país como Colombia.

Siento que ese es mi papel. Yo he estado de pelea con algunos colegas que por estar haciendo activismo desde el arte se montan en una especie de superioridad ética: «Yo sí me muevo, yo sí marcho y además canto; entonces yo soy superior al que simplemente canta o pinta o baila». Eso a mí me parece terrible. Pero yo sí creo que las artes tienen una responsabilidad, no sé si responsabilidad sea la palabra adecuada. Dice Sergio de Zubiría que eso también ha sido muy cruel: asignarle al arte el papel de cambiar las cosas. Pero sí creo que tenemos muchas más posibilidades que simplemente entretener o definir un instante estético de una persona…

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¿En qué medida la música, y en general las artes, pueden ayudar a sanar el dolor de una persona y los dolores de un país tan golpeado por la guerra como Colombia?

Hay una anécdota de Carlos Pizarro. Hacia el final de los años ochentas, estaban escondidos en una finca y me contó un señor que estuvo con él –que en ese momento era un pelado y estaba metido allá– que una noche vieron a Pizarro con una grabadora, el tipo tenía una grabadora vieja y retrocedía una canción en un casete y seguía escribiendo a máquina, y la retrocedía y otra vez la volvía a poner y seguía escribiendo a máquina y la gente le decía «no más, cambie esa canción», y él la volvía a poner. Y al otro día se levanta y les dice a todos: «Prepárense porque vamos a firmar la paz con el Gobierno Nacional». Entonces surge la pregunta de cuál papel pudo haber jugado esa canción en sostener una emoción, sostenerle a él una emoción que le ayudó a tomar una decisión que alteró la vida del país completo en el 90 o 91 con Barco…

Hay unas mujeres en Gamarra, Cesar –también conocí esta historia–, que se enteraron de que llegaba una plata a la Alcaldía; trescientos millones de pesos llegaron a la Alcaldía. Y ellas salían rápidamente al parquecito al frente de la Alcaldía a cantar: «Llegaron trescientos millones» para que la gente se enterara de que la plata había llegado y ya no se la pudieran robar.

Entonces son tan diversas las posibilidades de un dispositivo como este que decir que la gente puede sanar a través del arte, no sé, a veces al contario, reabre las heridas. Pero quiero pensar que el arte, dependiendo de quien lo crea y quien lo recibe, genera una reacción, que será tan negativa o tan positiva como sea cada quien. El arte debe ayudar a complejizar la situación, a mostrar que no es blanco y negro, como lo hace muy bien el teatro; allí apreciamos que el ser humano es mucho más ambiguo de lo que vemos, entonces en esa complejidad uno entiende por qué nos pasa lo que nos pasa: llego al Cauca, por ejemplo, y veo una señora que es partera y que es cantante y que es de derecha y que tiene dos hijos y uno está en el Ejército y el otro se le fue para la guerrilla, y el arte puede ayudar a mostrar esta complejidad. Nos va poniendo en una perspectiva muy distinta frente a lo que somos como sociedad: hasta el más liberal de los políticos de izquierda tiene comportamientos absolutamente conservadores a la hora de educar a un hijo o a una hija, y lo mismo, el más radical de los conservadores tendrá alguna práctica liberal en su vida privada… y eso el arte lo puede ayudar a mostrar.

Gracias a su labor como activista político usted ha conocido testimonios terribles, muy crudos de la violencia en el país. A su juicio ¿por qué en Colombia nos matamos tanto?, ¿por qué vale tan poco la vida?

¿Y por qué al mismo tiempo hay gente tan maravillosa, que ama tanto la vida? Hay una frase bonita que me dijeron por ahí: «No hay gente buena ni mala, todos somos esclavos en algún momento de un interés, de una emoción o de una circunstancia». Y eso define nuestra manera de comportarnos. Y todo lo que el ser humano hace lo hace por la cantidad de amor que haya recibido, por la cantidad de amor que le haya faltado.

Lo que puedo leer en los viajes que hago es que la experiencia de la muerte o del silenciar otra vida ha perdido su carácter trascendente, místico o de consciencia. Cuando yo veo un niño en una playa de Tumaco jugando con otro con un pedacito de palo a dispararse y a matarse y veo cómo nos hemos entrenado para la facilidad de la muerte me entra un afán… Nosotros siempre decimos en el 24-0: «este tiene que ser un ejercicio de elevarle el valor a la vida; tenemos que lograr que la gente sienta que quitar la vida de otra persona o dañar la vida de otra persona es profundamente significativo y doloroso, más allá de la justicia, de que la justicia opere o no y de que haya impunidad o no, es mi relación con lo vital». Y eso pasa también por un proceso de educación de seres humanos que se relacionan de manera distinta con lo vivo, y creo que nos está pasando. Yo sí creo que hay una generación de chicos relacionados de otra forma con el río, con la montaña, con la mirada del animal, con otras inteligencias, sabidurías. Aunque estemos asustados con el momento actual, creo que estamos haciendo una tarea en una dirección correcta, y que eso tendrá que dar frutos tarde o temprano.

¿Por qué cree que hay tanta indiferencia en Colombia?

En estos días hubo una reunión con excombatientes y yo fui con un compañero que no había tenido nunca esa experiencia y cuando salió de la reunión me dijo: «Es que son personas». Y yo pensaba «¡Qué comentario tan absurdo!», pero lo entiendo, viniendo de alguien que ha crecido viendo un medio de comunicación que pinta al otro como un asesino despiadado. Yo creo que es genuino que la gente haya encontrado como mecanismo de defensa el aislarse frente al dolor de la violencia, pero creo que lograría más si al contrario rompe la burbuja y sale al encuentro y se sienta en la esquina y se sienta en la canasta de gaseosa con el campesino o el joven o el de primera línea y desactiva sus prejuicios en una experiencia vital…

Piense en la Navidad en Colombia: se exacerban unas bondades, pero no todo tipo de bondades, unas bondades que son de solidaridad cerrada, son unas bondades con mi círculo cercano, son unas bondades desde ciertos privilegios, pero si nosotros lográramos abrir esas solidaridades, pasar a unas solidaridades abiertas donde yo pueda estar aquí sentado, pero con el frío que me está entrando por los pies pueda pensar en el frío que está haciendo en la celda de alguna cárcel, o el que está pasando la señora allí en el Parque Nacional y los emberás, y habitar permanentemente de esa manera… Creo que eso viene en camino también. Hay una estrofita que dice: «Sólo cuando el drama tumbe tu propia puerta vas a abrazar por fin y a derrotar la indiferencia». Y eso no tendría que llegar a suceder.

¿De qué manera las artes pueden ayudar a consolidar la memoria de la Nación y a reconstruir un tejido social que la guerra ha fracturado?

Sí, las artes conservan un cierto tipo de memoria sensorial y emocional que no las conserva ningún tipo de relato periodístico o de audiencia judicial. Más allá del relato fáctico, lo que conservan las artes es una emoción, como en una canción cantada, no sé, por los campesinos de las Pavas en el sur de Bolívar, que cuenta los datos, dice: «El 6 de abril llegó fulano de tal y nos quitó las tierras que quedan ubicadas en tal». Cuando tú la vuelvas a oír en diez años o en veinte el perfume que te llega es la angustia de estos hombres y mujeres luchando por su territorio, entonces ese dispositivo, esa vasija, que es una canción o una obra, conserva no sólo los datos, sino que conserva las emociones y eso me parece una manera muy importante de guardar la memoria.

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Su trabajo más reciente fue la composición de la música para la película colombotailandesa Memoria, ¿cómo llegó a trabajar en este proyecto?

El director, Apichatpong Weerasethakul, es un tipo muy particular, y la productora, Diana Bustamante, así lo entendió. Él es una persona que tiene otros procesos creativos, otras maneras, y ella y yo habíamos hecho ya varios proyectos y me dijo: «creo que tú podrías tener procesos creativos afines a los suyos».

Fue un trabajo además muy particular porque él se instaló en el Park Way un mes antes del rodaje y venía todos los días a mi estudio; se sentaba, yo tocaba el piano y él miraba, y me decía «no, por ahí no es». Y yo volvía y tocaba otra cosa que componía y tampoco. Y de repente me decía «Ah, sí, eso, por ahí». Y volvía al otro día y tocaba exactamente lo mismo y me decía «No, ya no me gusta». Yo seguía haciendo variaciones, y debata con él y converse sobre eso… y lo mismo sucede otro momento en el que estamos tocando en un salón de la Javeriana una pieza como de jazz: él había ido a conocer la locación y allá vio unos pelados ensayando y los grabó con el celular. Me mostró: «Esto es lo que yo quiero». ¿Pero qué es lo que él quiere? Entonces yo componía, llamaba a los músicos, tocábamos. «No». Y yo: «Pero si está divino, si el trabajo es tremendo. Volvámoslo a hacer». No eso no era. Hice un análisis de la obra que estaban tocando los chicos, miré los acordes, en qué momento cambiaba el acorde, dije «Esto». «No». Y un día viendo el video me fijo en un error que comete uno de los chicos. Y dije, claro, lo que él quiere es ver una gente que está ensayando y no que está tocando algo que está bien tocado, sino que está aprendiendo una obra. Entonces llamo a Apichatpong y le digo, «bueno, creo que tengo la respuesta». Y les dije a los músicos: «Vamos a tocar, pero vamos a tocar como si no nos la supiéramos, y como si cada uno estuviera buscando algo más dentro de la obra». Y la tocamos y dijo feliz: «¡Eso era lo que yo quería!». Pero, claro, es dificilísimo llegar a esa información. Esa fue una experiencia bien bonita.

¿Qué fue lo que más le gustó de trabajar en este proyecto?

Yo creo que el trabajar de la mano con el director. Eso fue un privilegio tremendo, porque además es un tipo místico. Toda esa manera de aproximación a su obra fue para mí una cátedra impresionante de artes. Entiendo, por lo que me cuentan otras personas de la película, que en la sala de edición cambió el final, que la película no tiene una manera ordinaria de leerse, y cuando yo la vi me pasó lo del televidente o el espectador tradicional: está esperando si ella se va enamorar de este, tratando de armar los planos familiares, ¿y este es amigo de quién?... y eso a él no le importaba. Creo que esa película es un hito para los creadores en Colombia. Es como un llamado de verdad a abrirse a unas búsquedas sinceras.

Usted invita a las personas a reflexionar sobre cuál es el gesto más grande de generosidad que han recibido en sus vidas. ¿Cuál es el mayor gesto de generosidad que usted ha recibido y el mayor gesto de generosidad que usted ha dado o que ha tenido?

Sí, esa esa pregunta tiene que ver con el tema de la vacuna contra la violencia. Es un dispositivo que se inventaron hace ya más de veinte años y es buscar cómo, a través de preguntas, se les ayuda a ciertos personajes a reconectar su confianza con el sistema. Entonces cuando se les pregunta cuál es el gesto de mayor generosidad que usted ha recibido en su vida, la persona tiene que ser consciente de que efectivamente ha sido receptora de gestos de generosidad: de un médico que le curó una mano, de un profesor, de una maestra, de una mamá que le dio… Y a través de esas preguntas la gente va reconectando.

Tengo la fortuna de que mi papá tenía una guitarra, una guitarra de madera…; una guitarra que él quiso aprender a tocar. Y él no era guitarrista, él era un abogado, pero más o menos rasgaba su guitarra. Y, cuando yo empecé el camino de la música, él no me la prestaba, no la compartía. Recuerdo que me la pasaba y me la dejaba usar cinco minutos al día. Entonces abría la puerta de su biblioteca –la tenía siempre con llave–, la sacaba, me la ponía y me quedaba muy grande, y yo medio tocaba dos cuerdas y me la quitaba, y me decía: «Ya, listo. Ya, ya porque me la daña». Cuando me metí en la onda del rock esa guitarra de mi papá ya no me interesaba. Yo estaba obsesionado con tener una guitarra eléctrica. Y su guitarra continuaba guardada en el estudio, era como su joya. Un día un amigo llegó con una guitarra eléctrica. Maravillosa. Y mi papá al escondido fue y habló con él. Le dijo: «Tengo esta guitarra. Yo se la doy y le encimo algo de plata. Y usted me da esta guitarra eléctrica». La negoció para mí y me la puso al lado de la cama una mañana. Yo en ese momento, claro, feliz, pero mi papá muere un poquito después, en el 94, y al funeral llega su amigo con la guitarra de madera y me dice «creo que esta guitarra tiene más valor para usted que para mí». Y desde entonces esa guitarra me acompaña. Donde yo estoy ahí está al lado de la cama, con ella toco, compongo… y yo creo que ese gesto de generosidad de haberse desprendido de un artículo que él quería muchísimo es el más grande que he recibido y siempre lo recuerdo.

Y gesto de generosidad que yo haya hecho –y puede sonar un poquito feo–, es que yo he pagado una factura emocional por esto que yo hago, una factura en términos de salud física y de salud mental; es mi ofrenda al país. Lo hablábamos con un profesor de la Universidad del Valle: la situación del país ya no aguanta ni siquiera que hagamos cosas buenas, hay que ir mucho más allá, hay que hacer una ofrenda, entonces yo diría que esa es mi ofrenda para el país: aportar con mi música y con mi trabajo, traiga esto lo que traiga.

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¿Cuál es su mejor obra?

Creo que hay una cosa muy potente en el primer disco, se llama Alas de prueba. Ese disco es del año 98, es el primer disco que hice para el cuarteto de cámara y yo escucho ese disco y a pesar de que las herramientas musicales no son las que pueda tener hoy… soy tan yo ahí. Como yo soy: torpe, medio depresivo, obscuro… Entonces rescato mucho ese primer disco. Y también la última canción que hice: se llama En su nombre, que es un homenaje a los jóvenes que mataron en el paro. Siento que va a marcar un cambio en la manera de hacer mis canciones. Cuando he terminado de desterrar ciertos espejismos y ciertas expectativas también, entonces hay una forma de escribir las frases… de buscar la rima, hay una manera distinta del proceso de grabación y de aproximarse a los instrumentos, es una canción que ya no respeta ciertos tiempos (que tiene que durar tantos minutos), sino que se va de largo y habla gente y gritan unos… me gusta mucho, me siento más cómodo ahí que tratando de armar una canción que dure tres minutos y que tenga ciertos parámetros convencionales.

¿Cuál es la mayor enseñanza que le ha dejado todo este proceso?

Que somos transitorios. Yo creo que ese contacto pleno con lo efímero me ha ayudado a poner mucho más énfasis en cada cosa que hago. Saber que estoy de paso, que estoy de salida incluso, además, no porque me sienta viejo, sino porque ya estoy en una etapa en la que yo diría que tengo que ir cerrando filas frente a ciertas cosas. Y esa comprensión de lo humano, de las profundidades de lo humano, esa comprensión en curso yo creo que para mí es el mejor regalo.

Por Juan David Zuloaga D.

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JOHANNA(36113)04 de mayo de 2022 - 12:17 p. m.
Chapeau.
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