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La nada hecha de verde

Tom Hart Dyke fue secuestrado por las Farc en el año 2000 mientras buscaba orquídeas en el tapón del Darién. Su supervivencia se la debe a las plantas, dice este jardinero inglés.

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Santiago La Rotta
18 de enero de 2014 - 09:00 p. m.
El jardinero inglés Tom Hart Dyke. / Cortesía: Hay Festival
El jardinero inglés Tom Hart Dyke. / Cortesía: Hay Festival
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Un pequeño pasatiempo, un juego mínimo que se comería apenas algunas horas. Eran él, Tom, y su hermana: contar orquídeas en un campo de golf cerca de la casa de sus padres en Kent, Inglaterra. La cosa duró un tiempo. Su hermana abandonó el asunto al llegar a la número 100. Ya estaba bien de juegos. Él siguió el resto de ese día. Continuó al siguiente y así unos más. Cuando acabó había contado 63.424 orquídeas. Tenía 15 años.

“La llamada de la selva” podría llamarse la historia de cómo Tom Hart Dyke terminó secuestrado por las Farc durante nueve meses en el lado colombiano del tapón del Darién. Su secuestro lo vivió con Paul Winder, un compañero de viaje a quien había conocido pocas semanas antes de internarse en la jungla, el empleado de un banco londinense en busca de la energía vital que proveen la travesía y la aventura. Y aventura fue lo que encontraron.

Durante más de dos años antes de llegar a Colombia, Hart Dyke recorrió buena parte del sudeste asiático buscando plantas. Quizá no un botánico, Hart Dyke se define más como jardinero: una especie de artista cuyas materias no son la piedra y el cincel, el óleo y la brocha, sino un organismo vivo que se expresa en miles de formas, a lo largo y ancho del amplio tiro de dados de la genética.

En el cruce entre la ciencia y la belleza hay más espacio para un devoto que para un especialista, el asunto está más cercano de la contemplación que de la taxonomía. Y, claro, también hay espacio suficiente para algo muy cercano al fanatismo. En su largo peregrinaje hacia las orquídeas, Hart Dyke encontró pequeños tesoros, acaso la divinidad en forma de flor; en Tailandia se topó con una de las orquídeas más deseadas del planeta (un espécimen que puede llegar a valer más de US$25.000 en el mercado negro) y lo lógico fue pasar los siguientes dos días exclusivamente fotografiando la planta.

El Darién se presentó entonces como la gran oportunidad de encontrar verdaderas joyas en su estado natural. El Darién se presentó como Paul Winder, quien comenzó a convencer a Hart Dyke de que cruzar el tapón era posible, más allá de las recomendaciones de las guías de viaje (cuya sugerencia esencial era alejarse lo que más se pudiera de ese lugar), los consejos de otros viajeros (que los tildaron de dementes, no sin algo de razón) y las advertencias de las fuerzas de seguridad panameñas (que les dijeron que entrar al Darién era posible, pero salir quizá no). Por espacio de varias semanas, cada uno continuó su propio camino a través de Centroamérica y se reunieron de nuevo en Ciudad de Panamá. De ahí un bus hacia la selva y desde ese punto arrancaron un viaje hacia la nada, la nada hecha de verde.

Durante nueve meses, Hart Dyke se aferró a las plantas como única salvación de un destino tétrico en el que la única certeza parecía ser la muerte. El fin de todas las cosas, sin salidas posibles, sin inesperados milagros, en una remota esquina del mundo en donde la humedad pudre todo, desde el plástico hasta el alma de los hombres.

“Soy jardinero”. La respuesta se repitió varias veces, acaso cientos, durante los meses. “Eres de la CIA. Lo sabemos, Tomás. Por eso estás en el Darién”. “Soy jardinero, vine por las plantas. Mire, orquídeas, como ésta”. El comandante, el ceño fruncido. El jardinero, las manos cubriendo una planta. Como esas imágenes de un hombre poniendo una flor en el cañón de un arma. Bueno, algo así.

La salvación en forma de flor, quizá, encarnada en orquídea. En el tiempo extendido de la jungla, una entidad que se entrega con una lentitud hecha de aceite, las plantas fueron el recurso de Hart Dyke para mantener cierto nivel de cordura; una cordura levemente fragmentada, pues se trata de alguien que busca flores en uno de los ambientes más complejos del planeta, regado además con un buena dosis de violencia a la colombiana.

Como pequeños tesoros, las flores llegaron en cautiverio. “Es irónico que antes de ser capturado vi tres orquídeas florecidas, pero ahora que era prisionero las veía en todo lugar. Supongo que ese es el truco: si de verdad se quiere encontrar lo mejor, entonces déjese secuestrar”, escribió Hart Dyke en The Cloud Garden, libro en el que narra, junto con Winder, su historia de supervivencia.

Ya con las cartas jugadas y el pasado a 14 años de distancia, el jardinero habla de su viaje como la experiencia que, claro, cambió su vida y lo convirtió en una persona más optimista. Una especie de renacimiento después de vivir nueve meses bajo el signo de la absoluta incertidumbre, perdido para todos sus seres queridos, sepultado en vida incluso. La voz al otro lado del teléfono es enérgica y desbordante de amabilidad; no sólo cortesía, sino un rango de energía muy particular. “Sólo el que apuesta su vida puede aspirar a ganarla”, escribió una persona sabia.

“Alguien, algún comandante, debió de insistir todos esos meses en que éramos de la CIA. Pero al final de todo, ellos, los guerrilleros, se dieron cuenta de que éramos un jardinero y un montañista; esta verdad se veía en sus ojos. Durante esos meses llegué a sentir una gran conexión con algunos de mis captores, con uno al que apodamos Will Smith especialmente. A mí me resultó muy claro que él no quería estar allí secuestrando personas. Nos trató muy bien, aunque odiaba que le hablara de orquídeas, lo detestaba y maldecía por eso todo el tiempo”.

Por absurdo que suene, Hart Dyke cree, un poco entre risas, que una de las razones de su liberación fue el aburrimiento: las Farc se aburrieron de tener a un jardinero hablando todo el día acerca de flores y orquídeas y pronunciando cosas en latín. Lo absurdo también fue el modo de su liberación. Sin dinero de rescate, sin torturas: libertad a cambio de nada. La guerrilla incluso llegó a darles dinero por si lograban encontrar un bote que los transportara a otro lugar.

Técnicamente hablando, no fue la liberación, sino una liberación, pues al día siguiente fueron recapturados por Will Smith y su grupo, el 10 de diciembre de 2000. Cinco días después fueron tomados de nuevo como rehenes porque debieron volver al campamento para pedir direcciones de salida de la selva y después se perdieron un tiempo antes de encontrar a dos guardaparques colombianos que, contra todo pronóstico, tenían en su poder una radio capaz de comunicarse con la embajada británica en Bogotá.

La primera llamada falló, pues el funcionario que contestó aseguró que los dos secuestrados habían muerto hacía meses (la familia de Paul Winder incluso realizó una ceremonia simbólica en Londres para darlo por muerto). Para la segunda, Hart Dyke y Winder hablaron: habían resucitado.

slarotta@elespectador.com
@troskiller

Por Santiago La Rotta

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