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No estoy tranquilo, mi amor
Hoy es sábado a la noche
Un amigo está en cana
Oh, mi amor, desaparece el mundo
(Los Dinosaurios, Charly García)
La Plata, Buenos Aires, Argentina. 16 de septiembre de 1976.
Imagínese ser estudiante de secundaria y que, en lugar de preocuparse solo por reprobar una materia, quedarse sin mesada o conseguir los zapatos para la escuela, tuviera que vivir con el miedo constante de una dictadura pisándole los talones. Imagínese tener convicciones, sueños e ideas; animarse a militar por ellas y hacer de las aulas espacios de debate, hasta que de pronto fueran señaladas como focos de adoctrinamiento.
En Argentina, entre 1976 y 1981, durante la dictadura de Rafael Videla, hablar de derechos humanos empezó a ser sinónimo de subversión. Ese entusiasmo juvenil, poco a poco, se convirtió en un blanco para el miedo y el terror del régimen. Primero fue la intervención de universidades, después la prohibición de los centros de estudiantes. Y con el golpe de Estado, la represión se volvió cotidiana: secuestros, asesinatos, persecución de militantes en las escuelas. Imagínese sentir el terror de que, en medio de una redada, su vida pudiera desvanecerse para siempre, sin dejar rastro.
En la madrugada del 16 de septiembre de 1976, diez estudiantes fueron secuestrados en La Plata. Entre las 0:30 y las 5:00 de la mañana, patrullas sin identificación —los temidos Falcon verdes— se detuvieron frente a distintas casas. Hombres armados irrumpieron violentamente, encapucharon a los jóvenes y los trasladaron a centros clandestinos de detención. Los gritos de sus familias poco o nada detuvieron lo inevitable. Seis de los muchachos —Claudio de Acha, María Clara Ciocchini, María Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Daniel Racero y Horacio Ungaro— nunca volvieron. Jóvenes de apenas 16, 17 o 18 años fueron perseguidos por reclamar derechos básicos y por atreverse a soñar con un país distinto. Aquella cacería se conocería en el mundo tiempo después como La Noche de los Lápices.
Cuatro de ellos lograron sobrevivir: Gustavo Calotti, Pablo Díaz, Patricia Miranda y Emilce Moler. El operativo contra ellos había sido preparado con antelación: seguimientos, inteligencia, listas negras. Un año antes, junto con otras agrupaciones, los estudiantes habían reclamado un boleto estudiantil que les garantizara un descuento en el transporte público. Ese gesto fue interpretado por la dictadura como un desafío.
Para el régimen, los jóvenes no eran solo estudiantes: eran vistos como un “semillero subversivo”. Organizar un centro de estudiantes, pintar una consigna en una pared o repartir volantes bastaba para ser marcado como enemigo. El objetivo era moldear ciudadanos obedientes, sujetos a la moral de la “civilización occidental y cristiana” que proclamaban las Fuerzas Armadas.
Los secuestros de septiembre de 1976 respondieron a un plan de inteligencia diseñado por el Batallón 601 y la Policía Bonaerense. Cada nombre estaba en una lista, cada operativo pensado para desarticular la militancia y sembrar miedo. En la Argentina de la dictadura, soñar, cuestionar o exigir un derecho podía costar la vida.
Las cifras sobre los desaparecidos han sido motivo de debate hasta hoy. En 1978, algunos documentos ya hablaban de entre 15.000 y 22.000 víctimas. Organismos como la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos y la CIDH registraron alrededor de 5.500 denuncias, mientras que la CONADEP, creada en 1983, recopiló más de 7.300 casos, cifra que luego ascendió a unas 9.000.
Para 2003, la Secretaría de Derechos Humanos registraba unas 13.000 denuncias, y en 2009 el Archivo Nacional de la Memoria contabilizó 11.269 víctimas entre desaparecidos, asesinados y sobrevivientes. El mismo Rafael Videla reconoció que las desapariciones podían llegar hasta 30.000. Ese número fue adoptado por organismos de derechos humanos, sindicatos y partidos políticos como referencia al carácter masivo del terrorismo de Estado, más allá del conteo exacto.
Con el regreso de la democracia, los sobrevivientes comenzaron a hablar. El testimonio de Pablo Díaz en el Juicio a las Juntas en 1985 permitió que el país conociera con detalle el horror. Años después, la película La Noche de los Lápices llevó esa historia a las pantallas.
Un amor adolescente en medio de la maquinaria del terror
Pablo Díaz, sobreviviente de La Noche de los Lápices, recordó en una entrevista concedida a Radio y Diario Universidad de Chile que esa “revolución” empezó mucho antes, cuando eran apenas unos niños de 12 o 13 años y comenzaron a organizarse, inspirados en lo que veían en la universidad. Querían representación, querían debatir, querían participar. Y lo lograron.
En esas charlas con el medio chileno, Díaz relató que los jóvenes también alfabetizaban a hijos de familias migrantes en la periferia de La Plata, descubrían de cerca la pobreza y se daban cuenta de que el compromiso era una necesidad y no una opción. En ese contexto nació también la lucha por el boleto estudiantil. “Salimos diez mil a la calle. Y lo hicimos solos, sin padres, sin maestros que nos respaldaran. Era nuestra causa”, afirmó.
El boleto fue aprobado. Y aunque fue una conquista pequeña en apariencia, era más que significativo que un adolescente pudiera viajar a la escuela sin que el dinero del pasaje fuera un peso en la economía familiar. Era justicia, era futuro. Sin embargo, la dictadura de Videla no tardó en torcer el rumbo: los centros de estudiantes fueron clausurados, las reuniones prohibidas y hasta caminar en grupo podía despertar la atención policial.
Desde allí la línea de tiempo se vuelve oscura y sangrienta. Pablo Díaz fue secuestrado en septiembre de 1976 y llevado al Pozo de Banfield, uno de los centros clandestinos de detención más temidos de la provincia de Buenos Aires.
En esa oscuridad, escuchaba a diario una voz que le dio sentido para seguir resistiendo en medio de las torturas. Era la de Claudia Falcone, su compañera de apenas 16 años. Se habían conocido en las marchas y reuniones estudiantiles: “Claudia me hablaba desde la celda del lado, separada solo por una pared. Me preguntaba: ‘¿Estás despierto?’. Yo le contestaba que sí, y nos quedábamos conversando. Así nos enamoramos”, contó Díaz en la misma entrevista.
Fue ella quien le dio fuerzas para sobrevivir. “Para mí la vida fue bella porque la conocí a Claudia, porque la tuve a Claudia. Si no tuve el deseo de morir, fue porque tuve el deseo de estar con ella. Claudia es la memoria del amor”, dijo.
Del testimonio al cine
En 1986, cuando la sociedad argentina todavía trataba de sacudirse el polvo por las secuelas de la dictadura, se estrenó La Noche de los Lápices, dirigida por Héctor Olivera y basada en el libro de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez. El audiovisual reconstruyó no solo los secuestros de los estudiantes de La Plata, sino también el clima de movilización estudiantil previo, la represión y el impacto en aquellas familias. Sus familias.
La narrativa de la película está dividida en dos ejes: el inicio de las protestas estudiantiles en 1975 por la restitución del boleto; por otro, las escenas de encierro y tortura tras el golpe de Estado de 1976. Esa doble mirada permite entender que los jóvenes no eran combatientes armados, sino estudiantes comprometidos que encontraron en la organización colectiva una forma de defender sus derechos.
En la pantalla, los personajes inspirados en Claudia Falcone, Francisco López Muntaner, Daniel Racero, Horacio Ungaro, María Clara Ciocchini y Claudio de Acha son víctimas, sí, pero también son sujetos con proyectos, con amistades y con sueños que la violencia les truncó. Pablo Díaz fue quien, tras sobrevivir a los centros clandestinos y recuperar la libertad en 1980, aportó su testimonio en el Juicio a las Juntas y colaboró en el guion de la película.
Escenas de represión en las calles. Escenas en los centros clandestinos —cuando los cautivos cantaban canciones de Sui Generis o se comunicaban a través de las paredes—. La humanidad de los protagonistas que logró transmitir la magnitud del horror.
Para una generación que apenas comenzaba a hablar abiertamente de lo ocurrido, La Noche de los Lápices fue la primera aproximación concreta a esa memoria dolorosa. Los espectadores vieron en pantalla a pares que podían haber sido ellos: estudiantes perseguidos hasta la desaparición. Ese efecto de identificación contribuyó para que se instalara en la cultura popular.
La película participó en festivales como el de Moscú en 1987, donde fue nominada al máximo galardón. Pero más allá de los premios, su mayor valor estuvo en abrir la conversación sobre derechos humanos en un momento en que aún pesaban las amenazas de los sectores militares y cuando el “Nunca Más” apenas comenzaba a escribirse como política de Estado.
A casi cuarenta años de su estreno, La Noche de los Lápices sigue siendo un indispensable para la historia. Su aporte no está únicamente en lo cinematográfico, sino en haber ayudado a refrescar una verdad: que en Argentina, adolescentes fueron secuestrados, torturados y asesinados por reclamar un boleto de transporte, que el cine sirve como una píldora para la memoria, que nos han hablado de una advertencia permanente de lo que nunca debe repetirse.
Desde ese momento, el 16 de septiembre se conmemora como el Día de los Derechos del Estudiante Secundario, para recordar a quienes fueron arrancados de sus hogares.
Los amigos del barrio pueden desaparecer
Pero los dinosaurios van a desaparecer
(Los Dinosaurios, Charly García)
*Este texto se construyó, además, a partir de distintos materiales: los testimonios de sobrevivientes, como Pablo Díaz, recogidos en entrevistas y en el Juicio a las Juntas; el informe “Nunca Más” de la CONADEP, que documentó miles de casos de desapariciones; investigaciones periodísticas y también desde la memoria cultural que abrió la película.
