La palabra en el olvido (Reseña)
La novela Los ejércitos, de Evelio Rosero, trata la complejidad del olvido y la memoria cuando la violencia acecha.
María Paula Lizarazo
Los ejércitos, de Evelio Rosero, transcurre en un pueblo que es territorio de disputa entre paramilitares, guerrilla y ejército: “–Cuidado profesor, no sabemos aún en manos de quién quedó el pueblo. –Sean quienes sean, las mismas manos”. Los acontecimientos se narran centrados en un hombre viejo que padece por su salud. Se llama Ismael. La vida del viejo se corresponde con la realidad del pueblo a través de temas como la memoria, el espacio, el olvido. “Tampoco quiero usar ningún bastón; no voy donde el médico Orduz porque estoy seguro de que me recetaría un bastón, y yo, desde que era niño, asocié ese artefacto con la muerte: el primer muerto que vi, de niño, fue mi abuelo, recostado contra el aguacate de su casa, gacha la cabeza, el sombrero de paja cubriendo la mitad de su rostro, y un bastón de palo de guayacán entre las rodillas, las tiesas manos amarrando la empuñadura”. El viejo hace asociaciones entre su memoria de la infancia y la muerte, a través de un cuerpo que, como él, necesitaba un bastón y pese a que lo tuvo, murió; pareciera que el viejo rechaza el bastón buscando alejarse de la muerte, estar en una orilla lejana del olvido y la nada.
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Los ejércitos, de Evelio Rosero, transcurre en un pueblo que es territorio de disputa entre paramilitares, guerrilla y ejército: “–Cuidado profesor, no sabemos aún en manos de quién quedó el pueblo. –Sean quienes sean, las mismas manos”. Los acontecimientos se narran centrados en un hombre viejo que padece por su salud. Se llama Ismael. La vida del viejo se corresponde con la realidad del pueblo a través de temas como la memoria, el espacio, el olvido. “Tampoco quiero usar ningún bastón; no voy donde el médico Orduz porque estoy seguro de que me recetaría un bastón, y yo, desde que era niño, asocié ese artefacto con la muerte: el primer muerto que vi, de niño, fue mi abuelo, recostado contra el aguacate de su casa, gacha la cabeza, el sombrero de paja cubriendo la mitad de su rostro, y un bastón de palo de guayacán entre las rodillas, las tiesas manos amarrando la empuñadura”. El viejo hace asociaciones entre su memoria de la infancia y la muerte, a través de un cuerpo que, como él, necesitaba un bastón y pese a que lo tuvo, murió; pareciera que el viejo rechaza el bastón buscando alejarse de la muerte, estar en una orilla lejana del olvido y la nada.
El pueblo en el que vivía tenía cerca de dieciséis casas habitadas. Un día, en un ataque de alguno de los ejércitos, Otilia, su esposa, desaparece, y con ella la memoria del viejo: su memoria se va desapareciendo, tras la desaparición de Otilia y la desaparición progresiva del pueblo. El día que no la encontró, yendo de un lado a otro y escuchando que la habían visto pasar por ahí, empezó a notar que algo en su memoria le fallaba: “¿Por qué no traje mi sombrero?, pensar que no hace mucho me jactaba de mi memoria, un día de estos voy a olvidarme de mí mismo, me dejaré escondido en un rincón de la casa, sin sacarme a pasear, los vecinos hacen bien -digo, lo repito-, cada vez hay menos en el pueblo, y con razón, todo puede pasar, y pase lo que pase será la guerra, resonarán los gritos, estallará la pólvora, sólo dejo de decirlo cuando descubro que camino hablando en voz alta, ¿con quién, con quién?”.
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Ante el olvido solo quedaba una certeza: la guerra, aun cuando esta ya no hacía parte de su memoria: “Algo como el olor de la sangre me paraliza, yo mismo me pregunto: ¿es que se me olvidó hasta la guerra?, ¿qué sucede conmigo?”.
La desaparición de Otilia coincide con la transformación del pueblo. Cada vez va quedando más desocupado, hay desastres por todos lados. La guerra afecta dos espacios: el cuerpo y la casa -lo íntimo-, y las calles -lo público-. El viejo, además de perder la memoria, empieza a notar que su aspecto ha cambiado: se ha olvidado hasta de sí mismo, se ha quedado despojado de sí, de una consciencia lúcida, en un pueblo “que ya no es mío: aquí puede empezar a atardecer o anochecer o amanecer sin que yo sepa, ¿es que ya no me acuerdo del tiempo?”.
Ante el olvido y las transformaciones que él mismo y el pueblo han sufrido, el viejo se relaciona de una forma particular con el tiempo y el espacio. Con el primero, reconoce que ya no recuerda nada e incluso todo lo enuncia no en un orden común, sino al azar: como la guerra, que no distingue tiempos ni nombres, que no sabe de enunciaciones ni de rostros. Con el segundo, ya no reconoce las calles ni las casas, e incluso habla de su casa no como su casar sino como el sitio donde duerme: lo íntimo, para el viejo, pasa a ser parte de lo público, lo sin dueño, lo desconocido (olvidado). Y con los días la casa deja de ser incluso un resguardo para dormir, ahora puede dormir en cualquier lado, ya casi no queda nadie.
Tras ver al personaje de Oye asesinado, pero escuchar los gritos que este hacía para vender empanadas, pensó: “la locura tiene que ser eso, pensaba [Ismael], huyendo, saber que en realidad el grito no se escucha, pero se escucha por dentro, real, real; huí del grito, físico, patente, y lo seguí escuchando tendido al fin en mi casa, en mi cama, bocarriba, la almohada en mi cara, cubriendo mi nariz y mis oídos como si pretendiera asfixiarme para no oír más”.
Así como pensar en un bastón lo sumergía en la memoria de la infancia y su vínculo con la muerte, como si entonces lo referente a la corporalidad a lo largo de su vida hubiese estado ligado a la muerte o la nada (la desaparición), el grito de Oye lo llevó al grito del hijo de Geraldina, que ella misma escuchó en casa del viejo -en lo íntimo de la voz que no ha dejado de narrar, de enunciar, de hacerle la lucha al olvido en las palabras que incluso lo nombran-. Y entonces tenemos que en Los ejércitos las palabras de un viejo que tiene una historia intrínseca a su pueblo son la resistencia misma a la decadencia de su memoria y su olvido propios y del pueblo: no recuerda ya sus experiencias vividas, pero recuerda nombrarlas, recuerda cómo preguntarse por ellas. Las palabras -en la narración, en la vida de la memoria- así no detuvieran un disparo, permitieron que el viejo, en su voz, decidiera irse, digno, en su propio olvido y bajo sus condiciones: “les diré [a los ejércitos] que me llamo Jesucristo, les diré que me llamo Simón Bolívar, les diré que me llamo Nadie, les diré que no tengo nombre y reiré otra vez”, así como otros se fueron huyendo a buscar vida en otros lugares y así como Otilia -entre tantos otros- no pudieron ser desaparecidos de las palabras y las memorias en las que viven y que aguardan por ellos.