“La luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas. Es buena como hipnótico y sedante y también alivia a los que se han intoxicado de filosofía. Un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que la pata de conejo (…). Se puede dar de postre a los niños cuando no se han dormido, y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos ayudan a bien morir. Pon una hoja tierna de la luna debajo de tu almohada y mirarás lo que quieras ver. Lleva siempre un frasquito del aire de la luna para cuando te ahogues, y dale la llave de la luna a los presos y a los desencantados. Para los condenados a muerte y para los condenados a vida no hay mejor estimulante que la luna en dosis precisas y controladas”.
La Luna – Jaime Sabines
La pediatría, la imaginación las letras y las gotas de luna: ¿qué tienen en común?
En el proceso de hacerme pediatra recordé el valor de la palabra y esa maravillosa necesidad de poner letra sobre un papel blanco como catalizador y cura única para todo eso que desborda el alma. Entonces, además de muchas lecciones formativas para ser pediatra, de alguna forma, la pediatría ha llevado, a esta mente terca, a creer en las gotitas de luna.
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Pero ¿qué son las gotas de luna? Pues, son la expresión de una imaginación literaria que parecía estar relegada a las novelas y los cuentos, pero que entendí, hacen parte fundamental en la comprensión de la práctica médica, de la pediatría y en la integración de mis pasiones y obsesiones en un mismo origen. Siempre pensé que la literatura, el arte, las ciencias sociales y la escritura estaban en un extremo y la medicina, la ciencia exacta y la evidencia estaban en otro. En mi caminar, siempre he sentido una irresistible búsqueda de evidencia, que se acompaña por una intolerancia a la incertidumbre. Y aunque puede ser de gran utilidad en ciertos contextos, se convirtió en una visión miope, un túnel, que pretendía trazar un camino, recto y rígido, para llevarme al ideado punto final. Un camino único, sin flexibilidad alguna, trazado para ser seguido, con esa intención gregaria y sin sentido del ganado, un camino que carecía, irremediablemente, de imaginación.
Pero en medio de ese camino empezaron a surgir preguntas: ¿por qué en el mundo de lo racional no puede convivir lo sentimental? ¿Por qué la fantasía, que casi siempre retrata mejor la realidad, tiene que ser enemiga de la verosimilitud? ¿Por qué el liderazgo no se puede alcanzar con esfuerzos empáticos? ¿No será esta la convivencia que debe triunfar? Dejar de cuestionar y entonces dejar de creer que tengo que decidir; que si pediatra o si vaquera, que si cardióloga o si mamá. Definitivamente, en estos tiempos inciertos, en tiempos de pestes y en tiempos de un dolor inmensurable, debemos exigirle más al discurso tradicional e imaginar uno en el que quizás la empatía, el cariño, la creatividad, la cotidianidad y la felicidad encuentren, por fin y para siempre, su merecido puesto en este incomprensible escalafón.
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Y lo mismo es cierto en la comprensión reciente de la medicina, pues creo que hemos entrado en la época del abuso de la evidencia porque entendimos al acto médico como un trámite exacto, el producto de un algoritmo que se puede traducir en dos desenlaces: lo sano o lo enfermo, lo normal o lo patológico, en los que no cabe la incertidumbre. No obstante, en el discurso cabe también un cierto escepticismo en el sentido de una historia incompleta. Es decir, no dudar, ni cuestionar la importancia de la evidencia, de los datos, de la ciencia, sino entender que hace parte y abarca solamente un pedazo de esta historia. Por tanto, el ejercicio de la medicina, el acto médico, es una ciencia social, una ciencia humana, y por supuesto humanista, dedicada al servicio de la humanidad. Y al ser entendida como tal, está inmersa en la incertidumbre.
Ese cierto escepticismo, sembrado y reproducido durante estos años, permite cuestionar y empezar a desaprender otras certezas y desconfiar de todo eso que consideramos es una verdad absoluta. Ejercicio que no es otra cosa que un acto imaginativo, porque repensar las cosas de manera distinta, entender las barreras de nuestro pensamiento y buscar otras respuestas es un proceso de conquista literaria que requiere una imaginación colérica. Una vez más la imaginación es esa herramienta diferencial en la construcción de una realidad conjunta, esa certeza en las verdades absolutas, claras y contundentes se ve consumida en la incertidumbre cómo quien nada en un mar de números hacia el olvido certero.
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Dice Hector Abad Faciolince en “El olvido que seremos” que “la compasión es, en buena medida, una cualidad de la imaginación: consiste en la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de imaginarse lo que sentiríamos en caso de estar padeciendo una situación análoga”. Una vez más volvemos a lo mismo, a la imaginación. Y pues claro, en la pediatría vivimos en las tierras de la imaginación. Una tierra de cuentos maravillosos, de pociones mágicas donde otros ven lactato de ringer, de naves espaciales donde antes había un resonador. Y la imaginación debe tener cabida, también, en nuestra práctica pediátrica, más allá de lo que ven nuestros pacientes. Imaginar nuestra práctica, nuestras verdades, de manera diferente y entender el poder sobrecogedor que tiene la pediatría, pues como me lo dijo una de mis profesoras, la pediatría sí que puede cambiar al mundo, sí que puede contribuir en esta necesaria construcción de sociedades distintas, construidas desde la imaginación compasiva, cariñosa y respetuosa.
Necesitamos de la imaginación para entender que nuestros forzosos patrones de puericultura son solo eso, patrones, pero de ninguna manera deben pretender limitar el desarrollo libre y autónomo del pensamiento y la personalidad de cada niña y niño de este país. Necesitamos de la imaginación para salirnos de lo tradicional y entender el valor de la identidad y de la diversidad, desde cada rincón, desde la etnia, el contexto social, cultural y la enorme complejidad en el desarrollo de la sexualidad humana. Necesitamos de la imaginación para dimensionar el impacto que tiene cada una de nuestras palabras y para comprender la importancia que tiene para las sociedades el ejercicio de la pediatría, esa pediatría integral, esa completa, esa esencial.
Pues no, la imaginación no es una excusa para evitar ver la realidad. Admitir el poder literario en la interpretación de la realidad no tiene valor solamente porque es una forma más bonita de relatarla. Sino, más bien, porque es una interpretación cuya legitimidad es quizás más relevante que la significancia estadística. Porque nadar en la incertidumbre, reconocerla como quien se arrodilla ante una verdad desbordante, es vivir la felicidad en el camino, durante la búsqueda, y no sólo soñarla como esa añorada meta que debemos alcanzar con canas teñidas de tiempo y poco tiempo para gozarla. La imaginación es la clave en la comprensión de una realidad que desborda los límites del alma. La imaginación empática, con una narrativa propia de lo verosímil, es la mejor forma de tomarle la mano a la certeza de estar vivos al mismo tiempo en que respiramos con la fuerza única de quien lo hace contando sus últimos suspiros. Pues bien, a través de gotitas de luna, esta es la pediatría: el maravilloso y fascinante arte de la imaginación en este relatar conjunto de los principios del ser humano.
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