El Magazín Cultural
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La persistencia de Beatriz González

Ha dedicado su vida a un arte político con el que reflexiona sobre esta Colombia que sufre. Reconocimiento a su obra.

Daniel Grajales-Tabares
06 de diciembre de 2020 - 02:00 a. m.
Beatriz González fue pionera en poner el tema de la violencia  en la plástica contemporánea en el país.
Beatriz González fue pionera en poner el tema de la violencia en la plástica contemporánea en el país.
Foto: Carlos Torres

Aunque la producción artística de Beatriz González comenzó formalmente con su primera exposición, en 1964, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, cuando se le promocionaba como un “nuevo talento”, la notoriedad de su producción visual ha tenido diferentes momentos, algunos agridulces, que hacen que, a veces, la maestra se burle de sí misma y diga que ha sido “muy de malas”. El mérito le ha sido otorgado por partes, siendo más evidente y mediático su valor artístico ahora, en el siglo XXI, cuando se consolida y completa su gesta.

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Basta con recordar que, en 1965, Los suicidas del Sisga, obra que cuenta la noticia fatídica de dos jóvenes enamorados que se quitan la vida, para la cual la artista partió de una noticia publicada en un periódico, fue rechazada por el jurado de admisión del XVII Salón Nacional de Artistas, decisión que luego fue reconsiderada. Con esta pintura, que se volvería uno de los símbolos de su producción, González obtuvo el segundo premio especial del jurado en ese Salón.

Nacida en 1932, en Bucaramanga, la hija de Valentín González Rangel y Clementina Aranda Mantilla estudió artes en la Universidad de los Andes con Juan Antonio Roda y Marta Traba, luego viajó para hacer un curso de grabado en la Academia Van Beeldende Kunsten de Rotterdam, en 1966.

Interesada en la serialidad, en cómo las imágenes se producen masivamente, se repiten incansablemente, la autora explora desde los 60 en las artes gráficas y afianza una relación importante con el grabado, que estará presente a lo largo de su carrera, con sus zócalos y sus afiches pegados en el espacio público, como también lo hizo Adolfo Bernal.

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Ya, en 1969, se podía ver que le interesaban las imágenes en serie. Ese año su obra Es Copia fue rechazada en el XX Salón de artistas Colombianos, institución que se negaba a ver su valor conceptual y crítico. Sin embargo, por esta y otras negaciones de su talento, la santandereana no se rinde, y con esa misma creación consigue un premio en el Salón Austral de Grabado.

Persistente y muchas veces aguda en sus conceptos, González ejerció también como crítica y mediadora, desde 1970, cuando toma el rol de directora de Educación del Museo de Arte Moderno de Bogotá, en el que está hasta 1983, siendo la maestra de una generación de artistas colombianos que asisten a su escuela de mediadores y a sus retadoras sesiones de formación en historia del arte. Investigadora, escritora y afilada crítica, aporta al campo de la investigación detallados estudios formales sobre la historia del arte colombiano de los siglos XIX y XX, apuntando su pluma a estudiar las creaciones de José María Espinosa, Ramón Torres Méndez, Roberto Páramo, José Gabriel Tatis, Fídolo Alfonso González Camargo y Luis Caballero Holguín, entre otros.

Los 70 le abren la puerta internacional: el país es representado por Beatriz González en la Bienal de Sao Paulo, en 1971, y en la de Venecia, en el 78, dejando ver su interés en la figuración y la persistencia en la pintura, con, por ejemplo, sus telones de gran formato. La década de 1980 acentúa su arte en la política, en cuanto comienza una serie de trabajos que la crítica ha considerado “satíricos”, como los que le mereció la gestión del presidente Turbay Ayala, a quien dedicó creaciones que reflexionaban sobre el uso del poder y la corrupción.

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Esa época contestaria, delineada con el humor negro que bien conserva todavía la maestra, de signo escorpión y con todo el carácter santandereano, sufrirá una ruptura en 1985, con el holocausto del Palacio de Justicia.

“En ese momento yo me doy cuenta de que no me puedo reír más, que no puedo ser cínica y mucho menos ignorar la violencia y el dolor que vive mi país”, dice de ese momento.

Así, llega un enfoque para sus obras, que se mantendrá hasta la actualidad, tratando de darle voz a las víctimas, a las mujeres que lloran, a los desplazados que llevan sus pertenencias al hombro mientras huyen de las balas. Su paleta elimina los colores festivos y vivos.

Sin dejar de pintar, porque nunca ha parado, inicia su gestión como miembro del consejo asesor de artes plásticas del Banco de la República y, en 1990, asume la curaduría de las colecciones de arte e historia del Museo Nacional de Colombia, escenario desde el que pone en conversación el devenir de un territorio nacional marcado por el dolor, la desigualdad y la desesperanza. Paralelamente, recibe una mención extraordinaria en el XXXIII Salón Nacional de Artistas por su trayectoria.

Hay que detenerse a decir que González fue luz para Miguel Ángel Rojas, Doris Salcedo y decenas de artistas colombianos más, quienes se refieren a ella como “inspiradora” y “disruptora”, como “ícono del arte nacional”. Sin duda, ella fue pionera en poner el tema de la violencia y del dolor en la plástica contemporánea en el país.

Si bien hay muchos buenos ejemplos de ello, como sus serigrafías tituladas Cargueros, o la muestra Dolores (2001), basada en las imágenes de los indigenistas norteamericanos asesinados por la guerrilla, su intervención al Cementerio Central de Bogotá, una instalación de gran formato, será la huella indeleble de la historia fatídica del país. 8.957 nichos de muerte fueron cubiertos por ocho patrones de imágenes de la maestra, en los columbarios del cementerio, que intervino incansablemente hasta instalar en pro de la memoria de los muertos. Diciendo que “cada muerto tiene su aura”, la tituló Auras anónimas, y escribió sobre ella la frase: “la vida es sagrada”.

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“Como lo señala Beatriz González al hablar de Auras anónimas, no se trata de explicar la verdad del pasado, sino de exponer la distancia que lo separa de un presente que de por sí vendría a constituir. Para eso emplea la estrategia de la repetición”, apunta el crítico de arte Jaime Cerón.

Puede decirse que Beatriz González ha escrito con pincel los más contundentes hechos de dolor en el país, buscando que no se olviden los muertos y que no se ignore a las víctimas. Su persistencia no depende de la “fama” o la cantidad de dinero que se ofrezca por una de sus obras, se trata de su compromiso con la verdad, la justicia, la no repetición y la reconciliación.

A la maestra, pintora incansable que todos los días trabaja en su taller en el Centro Internacional en Bogotá, hay que decirle gracias por no temer, por insistir, por persistir, por el ejercicio de recordar, en un país que pierde todos los días la memoria, cuando un nuevo escándalo parece borrar el dolor de ayer, que quizás no sea menor que el que vendrá mañana.

Por Daniel Grajales-Tabares

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-(-)06 de diciembre de 2020 - 03:36 p. m.
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