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                                                                                                                              La poética del virus o el ineludible súcubo

                                                                                                                              Algo minúsculo en extremo, diríase invisible, surca la nueva realidad, invade cada territorio cual despojador (legal o ilegal) y nos devuelve al estado más puro, o quizá, más primitivo de lo humano, el de la vulnerabilidad. Entonces no somos diferentes a un neonato abandonado a la espesura de una selva plagada de potenciales depredadores.

                                                                                                                              Gabriel Mendoza

                                                                                                                              La vida se vuelve más dicotómica que siempre: estar o no estar infectado, es la nueva cuestión.
                                                                                                                              Foto: Pixabay

                                                                                                                              Surgen de esta premisa, el miedo y la paranoia como consecuencias naturales a esa conciencia retomada de la finitud, se vuelven pandemia o pan del día, pues cualquiera puede ser un foco de infección, esos otros cuerpos que diariamente circundan en nuestro espacio, lucen extraños, son reinos enemigos donde pulula el horror intestino que consume pulmones y bronquios. La vida se vuelve más dicotómica que siempre: estar o no estar infectado, es la nueva cuestión.

                                                                                                                              Luego, lo que se cree absoluto se desvanece como un organismo complejo reducido a unos cuantos signos vitales. Una salida necesaria, un movimiento involuntario y ya está, en un par de días se comienza a sentir el cambio, a advertir el frío y a sentir que los músculos de todo el cuerpo se resienten. Sigue inevitable ese temor que no se dice, que viene de adentro, de esa locura sembrada por días y semanas, producto de cada noticia que se alcanzó a ver, de cada anécdota que se escuchó sobre el virus. Una vez aparece la fiebre transforma al infectado en una marioneta desnuda, arrojada a la oscuridad y en medio de las noches comienza una danza repetida de pensamientos preñados de escenarios donde el suelo nunca tiene consistencia y todo se desdibuja en el espejo del baño:  el cuerpo parece ser el absurdo boceto de algo que se recordaba diferente. Se tiembla y los dedos se vuelven una masa de dolor voraz que se traslada a otras articulaciones. Entonces el insomnio se instala en el individuo y en un momento que no avisa, un súcubo se sienta encima del pecho cortando el flujo de aire. Levantarse, acostarse, levantarse, acostarse, repetir una y otra vez la operación no garantiza alivio, ni logra hacer caer al súcubo, pues el maldito ha decidido aferrarse al pecho como el parásito más tenaz de una pesadilla que se vive en estado de vigilia.

                                                                                                                              Sin embargo, toda esta sintomatología no se adscribe exclusivamente al cuerpo, sino a esa dimensión conocida, en parte, como espíritu. Hace casi un siglo, Virginia Woolf escribiría  en un artículo para una revista de T. S. Eliot: “resulta en verdad extraño que la enfermedad no haya ocupado un lugar con el amor, la batalla y los celos entre los principales temas literarios, máxime, considerando lo común que es la enfermedad, el tremendo cambio espiritual que provoca, los asombrosos territorios desconocidos que se descubren cuando las luces de la salud disminuyen, los páramos y desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe, los precipicios y las praderas salpicadas de flores brillantes que revela un ligero aumento de la temperatura…”.  La literatura, como fruto que es, o debería ser, del espíritu, a diferencia de un frío informe médico, sirve como mecanismo para describir esos desiertos y páramos que se cruzan cuando un agente patógeno rompe la barrera y se aloja en el cuerpo. Se comprende entonces que en la enfermedad está el origen de grandes obras artísticas y el acto de creación puede surgir, irónicamente, de aquellos diálogos y aproximaciones con la muerte. Pero la palabra, en su más elemental forma comunicativa, con frecuencia, es torpe para explicar el dolor, por ello la necesidad de la metáfora.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Pensar en la muerte como posibilidad, inminente o incierta, es el síntoma menos visible, pero no menos importante ante la invasión de un virus agresivo. Morir en medio de la noche, reclamando aire, maldiciendo la mala suerte o a la gente irresponsable que aumenta los riesgos de contagio, morir como fin último y destino irrevocable de todo ser orgánico.  El sabor a pastilla amarga se adueña de la boca reseca y hablar produce demasiado cansancio.  El terrible marasmo es un péndulo que oscila entre un estado de desesperación e incoherencia hasta el otro extremo, el de la resplandeciente lucidez. La enfermedad como recordatorio de estar vivo, memento vivere, pero a su vez de la cercanía de no estarlo, justo en ese limbo se producen nacimientos y epifanías, aturdimientos y resquemores, todo se conjuga en un estallido de contrariedades. Ninguna obra que haya trascendido eludió jamás la palabra muerte como un extremo de ese gran péndulo y lo más cercano a la muerte misma es la enfermedad.

                                                                                                                              Toda obra literaria es el diario de una enfermedad, de cualquier carácter e intensidad, porque se parte de la idea de lo imperfecto, lo infecto, lo frágil. Ejemplos de ello están regados en los grandes clásicos literarios y no porque el nihilismo, como postura filosófica, se haya adueñado de la intención de todos los autores, sino por el contrario, porque se llega más rápido a aquel espacio velado del que se pretende huir. El caso de Ippolit, un personaje desahuciado, un joven tísico a quien le quedan pocos días de vida, de la gran novela de Dostoievski, El idiota, que vierte en un delirante discurso que más parece un monólogo, toda la hondura y clarividencia de su postura ante su propio fin, un discurso que no solo va dirigido a Mishkin, el protagonista, sino a un lector que comprenderá en la agonía de un personaje la fragilidad; como si fuese un ente más allá de lo corpóreo, un demonio surgido desde regiones inhóspitas del  mismo espíritu, habitando una temporada en el infierno. Otro caso que ilustra el punto es el spleen: la permanencia de este término en siglos de literatura francesa confirma un secreto a voces: algo hay entre los franceses, la melancolía y el aburrimiento como una enfermedad que atiza el fuego que contienen sus obras más representativas.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Existir es una forma de sentir el cuerpo y por extensión, el espíritu. La autodeterminación de alguien que se describe en las sensaciones que posee es a la larga lo que genera una dialéctica entre enfermedad y literatura, ya sea en una consonancia de ritmos o en contraposición a sus mismas causas y efectos. En todo caso, el virus sigue ahí, como el dinosaurio que nunca se va, abrumándonos, condicionando cada decisión y acto. De cualquier modo, no es una realidad nueva más allá de la noticia, porque seguimos siendo vulnerables a pesar de las pequeñas seguridades que nos sostienen. Si se mira más de cerca, notaremos que la vanidad cotidiana es solo una película protectora, una piel más para no exponer esa desnudez inocultable que cosas como la buena literatura deja ver, porque como lo dijera María Zambrano: “No se escribe ciertamente por necesidades literarias, sino por necesidad que la vida tiene de expresarse”.

                                                                                                                              La vida se vuelve más dicotómica que siempre: estar o no estar infectado, es la nueva cuestión.
                                                                                                                              Foto: Pixabay

                                                                                                                              Surgen de esta premisa, el miedo y la paranoia como consecuencias naturales a esa conciencia retomada de la finitud, se vuelven pandemia o pan del día, pues cualquiera puede ser un foco de infección, esos otros cuerpos que diariamente circundan en nuestro espacio, lucen extraños, son reinos enemigos donde pulula el horror intestino que consume pulmones y bronquios. La vida se vuelve más dicotómica que siempre: estar o no estar infectado, es la nueva cuestión.

                                                                                                                              Luego, lo que se cree absoluto se desvanece como un organismo complejo reducido a unos cuantos signos vitales. Una salida necesaria, un movimiento involuntario y ya está, en un par de días se comienza a sentir el cambio, a advertir el frío y a sentir que los músculos de todo el cuerpo se resienten. Sigue inevitable ese temor que no se dice, que viene de adentro, de esa locura sembrada por días y semanas, producto de cada noticia que se alcanzó a ver, de cada anécdota que se escuchó sobre el virus. Una vez aparece la fiebre transforma al infectado en una marioneta desnuda, arrojada a la oscuridad y en medio de las noches comienza una danza repetida de pensamientos preñados de escenarios donde el suelo nunca tiene consistencia y todo se desdibuja en el espejo del baño:  el cuerpo parece ser el absurdo boceto de algo que se recordaba diferente. Se tiembla y los dedos se vuelven una masa de dolor voraz que se traslada a otras articulaciones. Entonces el insomnio se instala en el individuo y en un momento que no avisa, un súcubo se sienta encima del pecho cortando el flujo de aire. Levantarse, acostarse, levantarse, acostarse, repetir una y otra vez la operación no garantiza alivio, ni logra hacer caer al súcubo, pues el maldito ha decidido aferrarse al pecho como el parásito más tenaz de una pesadilla que se vive en estado de vigilia.

                                                                                                                              Sin embargo, toda esta sintomatología no se adscribe exclusivamente al cuerpo, sino a esa dimensión conocida, en parte, como espíritu. Hace casi un siglo, Virginia Woolf escribiría  en un artículo para una revista de T. S. Eliot: “resulta en verdad extraño que la enfermedad no haya ocupado un lugar con el amor, la batalla y los celos entre los principales temas literarios, máxime, considerando lo común que es la enfermedad, el tremendo cambio espiritual que provoca, los asombrosos territorios desconocidos que se descubren cuando las luces de la salud disminuyen, los páramos y desiertos del alma que desvela un leve acceso de gripe, los precipicios y las praderas salpicadas de flores brillantes que revela un ligero aumento de la temperatura…”.  La literatura, como fruto que es, o debería ser, del espíritu, a diferencia de un frío informe médico, sirve como mecanismo para describir esos desiertos y páramos que se cruzan cuando un agente patógeno rompe la barrera y se aloja en el cuerpo. Se comprende entonces que en la enfermedad está el origen de grandes obras artísticas y el acto de creación puede surgir, irónicamente, de aquellos diálogos y aproximaciones con la muerte. Pero la palabra, en su más elemental forma comunicativa, con frecuencia, es torpe para explicar el dolor, por ello la necesidad de la metáfora.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Pensar en la muerte como posibilidad, inminente o incierta, es el síntoma menos visible, pero no menos importante ante la invasión de un virus agresivo. Morir en medio de la noche, reclamando aire, maldiciendo la mala suerte o a la gente irresponsable que aumenta los riesgos de contagio, morir como fin último y destino irrevocable de todo ser orgánico.  El sabor a pastilla amarga se adueña de la boca reseca y hablar produce demasiado cansancio.  El terrible marasmo es un péndulo que oscila entre un estado de desesperación e incoherencia hasta el otro extremo, el de la resplandeciente lucidez. La enfermedad como recordatorio de estar vivo, memento vivere, pero a su vez de la cercanía de no estarlo, justo en ese limbo se producen nacimientos y epifanías, aturdimientos y resquemores, todo se conjuga en un estallido de contrariedades. Ninguna obra que haya trascendido eludió jamás la palabra muerte como un extremo de ese gran péndulo y lo más cercano a la muerte misma es la enfermedad.

                                                                                                                              Toda obra literaria es el diario de una enfermedad, de cualquier carácter e intensidad, porque se parte de la idea de lo imperfecto, lo infecto, lo frágil. Ejemplos de ello están regados en los grandes clásicos literarios y no porque el nihilismo, como postura filosófica, se haya adueñado de la intención de todos los autores, sino por el contrario, porque se llega más rápido a aquel espacio velado del que se pretende huir. El caso de Ippolit, un personaje desahuciado, un joven tísico a quien le quedan pocos días de vida, de la gran novela de Dostoievski, El idiota, que vierte en un delirante discurso que más parece un monólogo, toda la hondura y clarividencia de su postura ante su propio fin, un discurso que no solo va dirigido a Mishkin, el protagonista, sino a un lector que comprenderá en la agonía de un personaje la fragilidad; como si fuese un ente más allá de lo corpóreo, un demonio surgido desde regiones inhóspitas del  mismo espíritu, habitando una temporada en el infierno. Otro caso que ilustra el punto es el spleen: la permanencia de este término en siglos de literatura francesa confirma un secreto a voces: algo hay entre los franceses, la melancolía y el aburrimiento como una enfermedad que atiza el fuego que contienen sus obras más representativas.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Por Gabriel Mendoza

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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