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La revolución científica y su lucha contra las creencias

Tercera entrega de la serie sobre la Revolución Científica, que tuvo sus comienzos con los estudios y descubrimientos de Nicolás Copérnico, Tycho Brahe, Johaness Kepler y Galileo Galilei, y que continuó con Paracelso, Newton, Kepler y un refinado y largo etcétera de estudiosos que se enfrentaron más a las creencias de la sociedad de entonces, que a la ignorancia.

Fernando Araújo Vélez

31 de mayo de 2025 - 03:48 p. m.
El universo, una vasta máquina, como lo conceptualizó el pensamiento científico de los siglos XVI y XVII, donde los planetas siguen órbitas elípticas bajo la influencia de la gravitación.
Foto: NASA Scott J. Kelly
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Los principales precursores de la ciencia, un término que no existía en los siglos en los que ellos vivían, XVI y XVII, descubrieron, entre otras tantas cosas y según los estudios y textos de Jacques Barzun, “En física y astronomía, que los planetas, entre ellos la Tierra, giran en torno al Sol en órbitas elípticas (Copérnico, Kepler y Galileo); que el movimiento y la aceleración se producen del mismo modo y de manera regular en todos los cuerpos, estando todos ellos sujetos a la influencia de la fuerza conocida como gravitación. Esta fuerza mantiene unido el sistema planetario, siendo la fuerza ejercida directamente proporcional a las masas sobre las que actúa e inversamente a la distancia entre ellas (Hooke, Newton)”.

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Siguiendo con Barzun, la gran conclusión a la que llegaron aquellos personajes fue que todo era materia, “una sustancia uniforme e invisible que subyace a todas las apariencias”, y por serlo, hacían parte de una inmensa maquinaria. “Las cosas que vemos y tocamos no pertenecen a ámbitos distintos gobernados por leyes distintas”. El universo era una máquina, así como el cuerpo de los seres humanos y de los animales. Todos funcionaban de acuerdo con unas leyes naturales, imposibles de transformar por voluntad humana, y seguían un rumbo dictaminado por esas mismas leyes. Por las investigaciones y las pruebas y conclusiones de aquellos primeros científicos evolucionaron la medicina, la botánica, la geología, la química y las matemáticas.

Unas se apoyaron en las otras, así como los investigadores se basaban en estudios de sus pares. En las matemáticas, por ejemplo, los trabajos de Treviso, por citar a uno, que lograron “el paso del cálculo mecánico (con el ábaco o la tabla de cómputo) a la aritmética sobre el papel”, derivaron años más tarde en el uso de los decimales y luego, en la aparición de los logaritmos de Napier, en “la invención del cálculo (Leibniz y Newton); de una máquina para calcular (Pascal), y de la unión del álgebra y la geometría”. Todos y cada uno de aquellos descubridores tuvieron que luchar contra las ideas establecidas de su tiempo, más que contra la ignorancia. Como decía Michel de Montaigne, “El mayor enemigo de la verdad no es la mentira, sino la ilusión de saber la verdad”.

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Por algunas de sus teorías médicas, y por su desparpajo al afirmar que el mundo entero debía oír lo que él dijera y escribiera, Paracelso se convirtió en un referente de la ciencia del siglo XVI, aunque también fue seguido y admirado por numerosos alquimistas. Según Barzun, “Estos llegaron a convertirse al fin en una especie de sociedad semisecreta internacional, inquietante para la medicina y la alquimia reconocidas, que contribuyó a sacudir las ideas convencionales en general”. Su nombre completo era Philippus Aureolus Theophrastus Bombastus von Hohenheim. Eligió ser simplemente Paracelso, que en latín significaba “más alto que Celso”, un médico del imperio Romano. De adolescente estudió botánica, mineralogía y metalurgia.

Sus conocimientos, y las mezclas que lograba uniendo teorías botánicas con minerales, alquimia, metalurgia y medicina, llevaron a más de un sabio de la época a decir que todo aquello eran “desvaríos de un monomaníaco”. Lo expulsaron de varios trabajos y refutaron sus afirmaciones, entre ellas, que los cuerpos de los humanos eran recipientes en los que ocurrían infinidad de reacciones químicas. Por lo tanto, como lo aseguró Barzun, “no sólo las plantas sino también los minerales pueden curar enfermedades”. El tiempo y las comprobaciones le dieron la razón a aquel hombre que ante todo se consideraba un luchador contra el Mal, “que pensaba en símbolos, utilizaba la astrología y era, al mismo tiempo, investigador y practicante naturalista”.

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“Sólo un hombre virtuoso puede ser un buen médico”, solía decir, y afirmaba que la medicina estaba basada en cuatro fundamentos, la astronomía, las ciencias naturales, la química y el amor. Luego de su muerte, a los 47 años en Salzburgo, Paracelso se fue transformando en una leyenda, hasta el punto de que siglos más tarde Goethe tomó parte de su vida y de su pensamiento para crear al doctor Fausto, y ya en el siglo XX, Borges escribió un cuento que tituló “La rosa de Paracelso”. Mago, alquimista, científico, médico, charlatán, naturalista, precursor, vanguardista o varias cosas más, fue en realidad un poco de todo aquello y ante todo, un hombre que le declaró la guerra a las ideas y conocimientos preconcebidos.

Entre unos cuantos de sus descubrimientos, Paracelso trabajó en la sífilis con guayacol, y diferenció aquella que era congénita de otras que afectaban al hombre y que debían tratarse de distintas maneras. Para él, las heridas y las úlceras debían curarse sin violencia, y ciertas enfermedades, como la silicosis y la tuberculosis, se originaban, o se podían originar, en los lugares de trabajo de los enfermos. Según Barzun, “dio una explicación médica de la corea (baile de San Vito); describió los síntomas de la histeria, entre ellos la ceguera, y comprendió que el bocio y el cretinismo eran endémicos debido a minerales contenidos en el agua potable”. La mayoría de sus teorías iba en contra del equilibrio de humores, que hasta entonces era la regla.

Según ese equilibrio, surgido en los tiempos de los griegos antiguos, y que fue recogido y multiplicado por los romanos y por Galeno, el cuerpo estaba compuesto de cuatro fluidos esenciales, la sangre, la flema, la bilis negra y la bilis amarilla. La salud dependía del equilibrio de esos cuatro humores. En palabras de Hipócrates, uno de los creadores y potenciadores de aquella teoría, cuyo origen etimológico procedía de China, “El cuerpo humano contiene sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. Estas son las cosas que componen su constitución y causan sus dolores y salud. La salud es principalmente aquel estado en el que estas sustancias constituyentes están en la proporción correcta entre sí, tanto en fuerza como en cantidad, y están bien mezcladas. El dolor ocurre cuando una de las sustancias presenta deficiencia o exceso, o se separa en el cuerpo y no se mezcla con otras”.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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