El lugar común reza que las naciones deben recordar a sus víctimas, a los cientos de pueblos afectados en masacres y tribulaciones injustas y desequilibradas. El lugar común dice, a pie de página, que recordar es también un modo de la justicia y que, por lo demás, encarcelar, exiliar o condenar a la muerte a los victimarios ayuda a cerrar las heridas y emprender un camino nuevo, más vigoroso, pleno de prosperidad y progreso. El lugar común señala a la memoria colectiva —aquella que rememora a los caídos— como estandarte de la moral pública, como esencia en la creación de las instituciones y los paradigmas sociales.
David Rieff cree otra cosa.
Testigo de guerras en Ruanda, Kenia, Bosnia, Kosovo, Israel, Palestina e Irak, Rieff tiene un juicio muy distinto al común: la memoria, en vez de cerrar las heridas, las abre y en ocasiones produce conflictos más amplios que aquellos que trata de sellar. Periodista y escritor, autor de títulos como Matadero: Bosnia y el fracaso de Occidente y Un mar de muerte, Rieff ha escrito en Contra la memoria que una cosa es la historia y otra la memoria colectiva: la primera intenta tener un debate dialogado sobre los sucesos del pasado; la segunda, que tiene una influencia más poderosa, se ajusta a ciertos objetos políticos y sociales que forman los imaginarios sociales, la patria, el amor por ella. Los hechos casi objetivos persisten en la historia; las heridas, en la memoria colectiva.
“La memoria histórica colectiva tal como las comunidades, los pueblos y las naciones la entienden y despliegan —escribe— (...) ha conducido con demasiada frecuencia a la guerra más que a la paz, al rencor más que a la reconciliación y a la resolución de vengarse en lugar de obligarse a la ardua labor del perdón”. En ese orden, Rieff se pregunta: ¿hasta qué punto la memoria es sinónimo de justicia? ¿En qué sentido la memoria es la base de las naciones? ¿Es el recuerdo un deber moral y el olvido su antagonista? ¿Pueden ir la paz y la justicia de la mano, a pesar de cuanto se diga sobre la reparación de las víctimas y el cierre de sus heridas?
“Hay muchos ejemplos de una herida nacional que sobrevive por siglos —dice—. Uno es Irlanda. Pero es importante precisar que esta herida es construida. Ningún irlandés católico ‘recuerda’ las masacres cometidas por las fuerzas británicas en Irlanda. Esto no significa que no pasaron, sino que no es una cuestión de la memoria en un sentido propio, pero sí de la creación de mitos nacionales de parte de personas con una agenda política”.
Dicha memoria, a pesar de sus objetivos, construye sociedad. Con numerosos ejemplos, en cuatro capítulos breves Rieff disecciona el significado de esa memoria con base en estudios anteriores y resalta la importancia que ha llegado a tener: se considera que la memoria colectiva es casi un individuo y que cada persona debe hacerle honor y creer en ella. “La falta de rememoración colectiva —escribe— a menudo se presenta como si fuera una incitación al desastre moral o político. Su paradigmática manifestación contemporánea es la aseveración de que eludir nuestra obligación moral de recordar la Shoá (el holocausto judío) es en efecto exiliarse del mundo civilizado”.
Ser civilizado es, entonces, producto de la memoria. El olvido convertiría a los individuos en especies que no se sostienen, que no tienen una función colectiva y que, en parte, están fuera de la sociedad. Olvidar las penas colectivas y los desastres que han amilanado la salud social es imperdonable en ocasiones: Reiff, judío, explica que dicha desmemoria, en el caso del Holocausto, no es posible. Olvidar a las víctimas y a los victimarios es, incluso, estar del lado de los masacradores. Olvidar es matar dos veces, como cita Reiff en una de sus lecturas.
Recordar supone, en este sentido, salvar a la sociedad. ¿Es eso tan cierto?, pregunta Rieff. ¿No sería mejor olvidar y seguir? En cualquier caso, la memoria no dura tanto como se pensaría. Hoy pocos recuerdan en Colombia, con pasión desmedida, a los muertos del paso del Pisba o reprochan con ansiedad la muerte de Policarpa Salavarrieta. La memoria también muere, como mueren los seres humanos y mueren las naciones.
Entonces, si las sociedades se dedicaran a olvidar, ¿cómo sería posible crear un imaginario colectivo, una nación unida por una serie de memorias? “Quizás no sería posible —responde Rieff—. Eso es lo que todos los pensadores nacionalistas han creído. Sin embargo, para responder una pregunta con otra pregunta: ¿sería tan terrible?”.
Las afirmaciones de Reiff tienen matices. Olvidar no significa evitar la justicia en tiempo presente. Las condenas contra las cabezas de la dictadura argentina o el posterior juzgamiento de Augusto Pinochet son muestras de que, hasta cierto punto, la paz se sirve de la justicia para construir un futuro más democrático. “Nadie que viva en el mundo real debería desestimar jamás el poder de una disculpa o negar que la memoria puede ser su catalizador”, escribe Reiff. Sin embargo, hacer justicia y buscar la verdad por encima de todo hecho moral no es siempre un camino deseable. La paz, en ocasiones, también es producto de un juzgamiento injusto. El ejemplo de Rieff es sencillo: los acuerdos de paz de Dayton, que cerraron la guerra en Bosnia, dejaron en libertad a uno de los principales victimarios, Slobodan Milosevic. Ese desatino, sin embargo, permitió el término de las muertes y las masacres en las medidas impuestas por la guerra. ¿Sacrificar la memoria sería una estrategia más efectiva para acabar los conflictos? Quizás. En ocasiones, la justicia sólo crea más revancha. ¿Es la paz producto, más bien, del olvido y el consiguiente perdón? La tesis de Rieff es singular en ese sentido: los tiempos pasan y la historia cuenta las batallas, mientras la gente olvida. La historia, como la memoria, es un instrumento de poder. Olvidar podría ser también un modo de defensa.
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