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La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.
Porque Lucy tenía trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los hombres de Rumpelmayer. Además, pensó Clarissa Dalloway, qué mañana… diáfana, como regalada a unos niños en la playa.
¡Qué aventura! ¡Qué zambullida! Porque esa era siempre la impresión que tenía cuando, con un leve chirrido de los goznes, que ahora le pareció oír, abría de par en par las puertas vidrieras y se sumergía en el aire libre de Bourton. Qué diáfano, qué calmo, más manso que este desde luego, era el aire a primera hora de la mañana; como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, como era ella entonces) solemne, con la sensación que la embargaba, ante la vidriera abierta, de que algo espantoso estaba a punto de ocurrir; mientras miraba las flores, los árboles con el humo que se enroscaba a su alrededor y los grajos que ascendían y descendían; y lo contempló hasta que Peter Walsh dijo: «¿Meditando entre las hortalizas?» —¿fue eso?—. «Prefiero los hombres a las coliflores» —¿fue eso?—. Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una mañana en que ella salió a la terraza. Peter Walsh. Regresaría de la India un día de estos, en junio o julio, había olvidado cuándo, porque sus cartas eran aburridísimas; lo que se recordaba era lo que decía; sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, su malhumor y, cuando millones de cosas se habían desvanecido del todo —¡qué extraño era!—, unas cuantas frases como esa sobre las coles.
Se envaró un poco en el bordillo esperando a que pasara la furgoneta de Durtnall. Una mujer encantadora la consideraba Scrope Purvis (que la conocía como se conoce en Westminster a quien vive en la casa de al lado); tenía algo de ave, de arrendajo, verde azulado, ligera, vivaz, aunque ya había cumplido los cincuenta y se había vuelto muy pálida a raíz de la enfermedad. Y allí estaba posada, sin verlo, esperando para cruzar, muy erguida.
Porque viviendo en Westminster —¿cuántos años hacía ya?, más de veinte— se siente incluso en medio del tráfico, o al despertar por la noche, Clarissa estaba segura, un silencio especial, o una solemnidad; una pausa indescriptible; una suspensión (aunque esto quizá se debiera a su corazón, afectado, según decían, por la gripe) antes de las campanadas del Big Ben. ¡Ahora! Ya sonaba. Primero un aviso, musical; luego la hora, irrevocable. Los círculos de plomo se disolvieron en el aire. Qué tontos somos, pensó mientras cruzaba Victoria
Street. Porque solo Dios sabe por qué la amamos tanto, por qué la vemos así, inventándola, construyéndola a nuestro alrededor, derribándola, creándola de nuevo a cada instante; pero hasta las mujeres zarrapastrosas, los más desdichados de los infelices sentados en los portales (la bebida, su perdición) hacen lo mismo; de nada servían, estaba segura, las leyes del Parlamento por esa misma razón: amaban la vida. En los ojos de la gente, en el balanceo, el paso firme y el cansino; en el griterío y la barahúnda; en los carruajes, los automóviles, los autobuses, las furgonetas, los hombres anuncio que arrastraban los pies y se balanceaban, las bandas de música; en los organillos; en el triunfo y el campanilleo y el extraño canto agudo de un avión en el cielo estaba lo que ella amaba: la vida; Londres; este momento de junio.
Pues mediaba el mes de junio. La guerra había terminado, salvo para algunos como la señora Foxcroft, que la noche anterior, en la embajada, se atormentaba porque aquel joven simpático había muerto en la guerra y ahora un primo heredaría la antigua casa solariega; o como lady Bexborough, quien inauguró una tómbola, según decían, con el telegrama en la mano: John, su predilecto, había muerto; pero había terminado; a Dios gracias, había terminado. Era junio. El rey y la reina estaban en el palacio. Y por todas partes, pese a ser aún tan temprano, imperaba un ritmo, un movimiento de caballos al galope, el repiqueteo de bates de críquet; Lords, Ascot, Ranelagh y el resto; envueltos en la suave red del aire matutino gris azulado, que, a medida que avanzara el día, iría liberando y colocando en los céspedes y campos de juego los vigorosos caballos, cuyas patas delanteras apenas tocaban el suelo antes de volver a alzarse, y los muchachos presurosos; y las muchachas risueñas con sus vestidos de muselina transparente, quienes, incluso ahora, después de haber bailado toda la noche, sacaban a pasear a sus ridículos perros lanudos; e incluso ahora, a esta hora, ancianas damas discretas pasaban veloces en automóviles para realizar recados misteriosos; y los tenderos toqueteaban en los escaparates la bisutería y los diamantes, los preciosos broches antiguos verdemar con engaste del siglo xviii para tentar a los estadounidenses (pero hay que economizar, no hay que comprar a la ligera cosas para Elizabeth), y también ella, que amaba todo eso como lo amaba, con una pasión absurda y fiel, y formaba parte de ello, ya que sus antepasados habían sido cortesanos en los tiempos de los Jorges, iba esa misma noche a brillar y resplandecer; iba a dar una fiesta. Pero qué extraño, al entrar en el parque, el silencio; la neblina; el murmullo; los patos felices que nadaban despacio; los pájaros panzudos anadeando; y quién se acercaba de espaldas a los edificios gubernamentales, de la manera más apropiada, con una cartera oficial que llevaba grabado el escudo real, sino el mismísimo Hugh Whitbread; su viejo amigo Hugh, ¡el admirable Hugh!
—¡Muy buenos días, Clarissa! —dijo Hugh, de forma un tanto excesiva, ya que se conocían desde la infancia—. ¿Adónde va?
—Me gusta pasear por Londres —repuso la señora Dalloway—. Es mejor que pasear por el campo.
Habían venido —desgraciadamente— para ir al médico. Otra gente venía para ver cuadros, ir a la ópera, acompañar a sus hijas a actos sociales; los Whitbread venían «para ir al médico». Innumerables veces había visitado Clarissa a Evelyn Whitbread en una clínica. ¿Estaba Evelyn enferma de nuevo? Evelyn se encontraba bastante indispuesta, dijo Hugh, dando a entender con una especie de mohín o un erguimiento de su cuerpo un tanto orondo, varonil, extremadamente apuesto y forrado a la perfección (siempre iba casi demasiado bien vestido, pero se suponía que debía hacerlo por su pequeño cargo en la corte), que su esposa tenía alguna afección interna, nada grave, lo que Clarissa Dalloway, como antigua amiga, entendería sin pedirle que precisara. Ah, sí, claro que lo entendía; vaya lata; y experimentó un sentimiento de hermana y, al mismo tiempo, una extraña preocupación por su sombrero. No era el adecuado para esa hora temprana de la mañana, ¿verdad? Porque Hugh siempre conseguía que se sintiera, mientras se movía con brío, se quitaba el sombrero con un gesto un tanto ampuloso y le aseguraba que parecía una jovencita de dieciocho años y que, desde luego, por la noche iría a su fiesta, pues Evelyn había insistido, aunque quizá llegara un poco tarde debido a la fi esta en palacio a la que debía acompañar a uno de los chicos de Jim…, ella siempre se sentía poca cosa a su lado, como una colegiala; pero le tenía afecto, en parte porque lo conocía desde siempre, y lo consideraba una buena persona a su manera, pese a que Hugh exasperaba a Richard, y en cuanto a Peter Walsh, nunca le había perdonado que le tuviera simpatía.
Recordaba escena tras escena en Bourton: Peter, furioso; Hugh, desde luego, no estaba a su altura en ningún aspecto, pero no era el perfecto imbécil que Peter creía; no era un simple figurín. Cuando su anciana madre le pedía que dejara de cazar o que la llevara a Bath, Hugh obedecía sin rechistar; no era nada egoísta, y decir, como hacía Peter, que no tenía corazón ni cerebro ni nada salvo los modales y la buena educación del caballero inglés, era una de las peores manifestaciones del carácter de Peter. Peter podía ser insoportable, insufrible, pero era adorable pasear con él en una mañana como esa.
(Junio había hecho brotar las hojas de los árboles. Las madres de Pimlico amamantaban a sus hijos. La armada transmitía mensajes al Almirantazgo. Arlington Street y Piccadilly parecían dar calor al aire del parque y alzar las hojas, ardiente y alegremente, en oleadas de aquella divina vitalidad que Clarissa amaba. Bailar, montar a caballo, le había encantado todo eso.)
Porque parecía que Peter y ella llevaran siglos separados; ella nunca escribía cartas y las de él eran muy secas; pero de repente Clarissa pensaba: Si estuviera conmigo ahora, ¿qué diría? Ciertos días, ciertas imágenes le devolvían a Peter plácidamente, sin la amargura de antaño; lo que quizá fuera la recompensa de haber sentido afecto por la gente; volvían a estar en Saint James’s Park una mañana radiante…, sí, ahí estaban. Pero Peter, por hermosos que fueran el día, los árboles y el césped, y la muchacha vestida de rosa, no veía nada. Se ponía las gafas si ella se lo pedía, y miraba. Lo que le interesaba era el estado del mundo; Wagner, la poesía de Pope, el carácter de la gente, eternamente, y los defectos del alma de Clarissa. ¡Cómo la reñía! ¡Cómo discutían! Clarissa se casaría con un primer ministro y estaría en lo alto de una escalinata; la anfitriona perfecta, le dijo Peter que sería (y ella lloró por eso en su dormitorio), tenía las aptitudes de la anfitriona perfecta, decía Peter.
De modo que todavía se veía discutiendo en Saint James’s Park, todavía convenciéndose de que había hecho bien —y así era— al no casarse con Peter. Porque en el matrimonio debe haber cierta libertad, cierta independencia entre las personas que viven juntas día tras día en la misma casa; algo que Richard le daba, y ella a él. (Por ejemplo, ¿dónde estaba Richard esa mañana? En la reunión de algún comité, ella nunca le preguntaba en cuál.) Pero con Peter había que compartirlo todo, meterse en todo. Y eso era intolerable, y, cuando se produjo aquella escena en el jardincillo junto a la fuente, ella tuvo que romper con él, ya que de lo contrario se habrían destruido, habrían acabado aniquilados, estaba segura; no obstante, durante años había llevado dentro, como un dardo clavado en el corazón, la pena, la angustia; ¡y luego el horror de aquel momento en que alguien le dijo en un concierto que Peter se había casado con una mujer a la que había conocido en el barco rumbo a la India! ¡Nunca lo olvidaría! Fría, despiadada, una mojigata, le decía Peter que era. Ella nunca podría comprender la intensidad de sus sentimientos. Pero por lo visto sí podían aquellas mujeres indias, tontas, lindas, endebles, bobaliconas. Y ella malgastó su compasión. Porque Peter era muy feliz, según afirmaba, totalmente feliz, aunque no había hecho nada de aquello de lo que habían hablado, toda su vida había sido un fracaso. Eso también la irritaba todavía.
Llegó a las puertas del parque. Se detuvo un momento y se quedó mirando los autobuses de Piccadilly.
Ahora nunca le diría a nadie que era esto o aquello. Se sentía muy joven y, al mismo tiempo, indeciblemente envejecida. Como un cuchillo lo atravesaba todo; al mismo tiempo, estaba fuera, mirando. Tenía la constante sensación, mientras observaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir siquiera un solo día. No era que se creyera inteligente ni extraordinaria. Ignoraba cómo se las había arreglado para ir viviendo con las hilachas de conocimientos que le había impartido fräulein Daniels. No sabía nada: ni idiomas ni historia; ahora rara vez leía un libro, como no fuera de memorias en la cama; y sin embargo le parecía absolutamente absorbente; todo eso; los taxis que pasaban; y nunca diría de Peter, ni diría de sí misma, soy esto, soy aquello.
Su único don era conocer a la gente casi por instinto, pensó mientras proseguía su camino. Si la dejaban en una habitación con alguien, arqueaba la espalda como un gato, o ronroneaba. Devonshire House, Bath House, la casa con la cacatúa de porcelana, las había visto todas iluminadas; y se acordaba de Sylvia, de Fred, de Sally Seton, de tantas y tantas personas; y bailar toda la noche; y los carros avanzando despacio hacia del mercado; y el regreso a casa en coche a través del parque. Recordó que una vez arrojó un chelín a las aguas del Serpentine. Pero todo el mundo recordaba; lo que a ella le gustaba era esto, aquí, ahora, ante ella; la señora gorda en el taxi. ¿Acaso importaba, se preguntó mientras caminaba hacia Bond Street, importaba que inevitablemente tuviera que dejar de existir? Todo eso tendría que proseguir sin ella; ¿le causaba pesar? ¿O no era un consuelo pensar que con la muerte terminaba todo? Pero en cierta manera, en las calles de Londres, en el vaivén de las cosas, ella sobrevivía, Peter sobrevivía, vivían el uno en el otro, y ella era parte, estaba segura, de los árboles del hogar; de la casa, pese a ser fea y destartalada; parte de la gente a la que no conocía; formaba como una niebla entre las personas a las que conocía mejor, que la levantaban en sus ramas como ella había visto a los árboles levantar la niebla, pero se extendía incluso más lejos, su vida, ella misma. ¿Qué soñaba mientras miraba el escaparate de Hatchards? ¿Qué intentaba recobrar? Qué imagen de blanca alborada en el campo, mientras leía en el libro abierto:
No temas más el ardor del sol
Ni las iras del furioso invierno.
La última época de la experiencia del mundo había engendrado en todos, hombres y mujeres, un pozo de lágrimas. Lágrimas y penas; valor y aguante; una actitud perfectamente recta y estoica. Bastaba pensar, por ejemplo, en la mujer a quien más admiraba, lady Bexborough, inaugurando la tómbola.
Allí estaba Jaunts and Jollities, de Jorrocks; estaban Soapy Sponge, las Memorias de la señora Asquith y Big Game Shooting in Nigeria, todos abiertos. Había muchísimos libros, pero ninguno parecía adecuado para llevárselo a Evelyn Whitbread a la clínica. Nada que sirviera para divertirla y lograr que esa mujercita indescriptiblemente reseca se mostrara, cuando entrara Clarissa, cordial siquiera por un instante, antes de que comenzaran la habitual e interminable conversación sobre las dolencias femeninas. Cuánto deseaba que la gente se alegrara al verla aparecer, pensó Clarissa, y dio media vuelta para caminar de nuevo hacia Bond Street, enojada, porque era tonto tener otras razones para hacer las cosas. Hubiera preferido mucho más ser una de esas personas que, como Richard, hacían las cosas por las cosas mismas, en tanto que, pensó mientras esperaba para cruzar la calle, la mitad de las veces ella no hacía las cosas simplemente, no por ellas mismas, sino para que la gente pensara esto o lo otro; lo cual era una perfecta estupidez, bien lo sabía (y entonces el guardia levantó la mano), ya que nadie se dejaba engañar ni por un segundo. ¡Ah, si pudiera comenzar a vivir de nuevo!, pensó al pisar la calzada, ¡si hubiera tenido incluso un aspecto diferente!
En primer lugar, habría sido morena, como lady Bexborough, con tez de cuero arrugado y ojos hermosos. Habría sido, como lady Bexborough, lenta e imponente; más bien corpulenta; interesada por la política como un hombre; con una casa de campo; muy digna, muy sincera. En cambio, tenía una figura estrecha como un palillo; una carita ridícula, picuda como la de un pájaro. Era cierto que tenía buen porte, y las manos y los pies bonitos; y vestía bien, teniendo en cuenta lo poco que gastaba. Pero a menudo ese cuerpo que llevaba (se detuvo para contemplar un cuadro holandés), ese cuerpo, con todas sus facultades, le parecía que no era nada, nada en absoluto. Tenía la curiosísima sensación de ser invisible, de que nadie la veía; ya no volvería a casarse, ya no volvería a tener hijos; solo quedaba ese avance pasmoso y un tanto solemne junto con todos los demás, por Bond Street, el ser la señora Dalloway; ni siquiera Clarissa ya; el ser la señora de Richard Dalloway.
Bond Street la fascinaba; Bond Street a primera hora de la mañana en plena temporada, con las banderas ondeando, con las tiendas; sin alharacas, sin relumbrón; una pieza de tweed en la tienda donde su padre se compró los trajes durante cincuenta años; unas pocas perlas; un salmón sobre una barra de hielo.
«Esto es todo —dijo mirando la pescadería—. Esto es todo», repitió al detenerse un instante ante el escaparate de una guantería donde, antes de la guerra, se podían comprar guantes casi perfectos. Y su anciano tío William siempre decía que a las damas se las conoce por los zapatos y los guantes. Una mañana, en plena guerra, se dio la vuelta en la cama. «Ya estoy harto», dijo. Guantes y zapatos; ella sentía pasión por los guantes, pero a Elizabeth, su hija, le importaban un pimiento las dos cosas.
Un pimiento, pensó mientras caminaba por Bond Street hacia la tienda donde le reservaban las fl ores cuando daba una fiesta. En realidad lo que más le importaba a Elizabeth era su perro. Esa mañana la casa entera olía a alquitrán. De todos modos, mejor el pobre Grizzle que la señorita Kilman; ¡mejor el moquillo, el alquitrán y todo lo demás que encerrarse en un dormitorio mal aireado con un libro de oraciones! Mejor cualquier cosa, estaba tentada de decir. Pero quizá solo fuera una fase, como afirmaba Richard, una de las fases por las que pasan todas las chicas. Quizá se hubiera enamorado. Pero ¿por qué de la señorita Kilman?, a quien se había tratado mal, desde luego; había que tenerlo en cuenta, y Richard decía que era muy competente, que tenía una verdadera conciencia histórica. En cualquier caso, eran inseparables, y Elizabeth, su propia hija, iba a comulgar; y cómo vestía, y cómo trataba a los invitados que no le interesaban, pues Clarissa sabía por experiencia que el éxtasis religioso endurecía a las personas (igual que las causas); enturbiaba los sentimientos, porque la señorita Kilman haría cualquier cosa por los rusos, se mataba de hambre por los austríacos, pero en privado infligía una verdadera tortura, tan insensible era, ataviada con el impermeable verde. Hacía años que llevaba aquel impermeable; sudaba; no pasaba ni cinco minutos en una habitación sin que dejara sentir su superioridad, la inferioridad del otro; lo pobre que era ella; lo rico que era el otro; que vivía en un cuartucho sin un almohadón ni una cama ni una alfombra ni lo que fuera, con el alma herrumbrada por la injusticia que llevaba clavada, el despido de la escuela durante la guerra, ¡pobre criatura amargada y desdichada! Porque no se la odiaba a ella, sino al concepto de ella, el cual sin duda reunía en sí muchas cosas que ya no eran la señorita Kilman; se había convertido en uno de esos espectros con los que se lucha por la noche; uno de esos espectros que se ponen a horcajadas sobre nosotros y nos chupan la mitad de la sangre, dominadores y tiránicos; porque sin duda, si los dados hubieran caído de otra manera, si hubiera primado el negro y no el blanco, Clarissa hubiera amado a la señorita Kilman. Pero no en este mundo. No.
Sin embargo, la irritaba tener ese monstruo brutal agitándose en su interior, oír el crujido de las ramitas y sentir las pezuñas hincadas en las profundidades de aquel bosque cargado de hojarasca, el alma; no estar nunca del todo satisfecha ni a salvo del todo, pues en cualquier momento la bestia se agitaría, el odio, que, sobre todo desde su enfermedad, tenía el poder de hacer que se sintiera rasgada, de herirla en la espina dorsal; le producía dolor físico y lograba que el placer que encontraba en la belleza, en la amistad, en sentirse bien, en ser amada y en convertir el hogar en un sitio encantador se tambaleara, temblara y se torciera como si en efecto un monstruo royera las raíces, ¡como si todo el despliegue de satisfacción solo fuera egoísmo! ¡Ese odio!
¡Tonterías, tonterías!, se gritó a sí misma mientras empujaba la puerta giratoria de la floristería Mulberry.
Avanzó, ligera, alta, muy tiesa, y de inmediato la saludó la señorita Pym, que tenía la cara redonda y las manos siempre muy rojas, como si hubieran estado metidas en agua fría con las flores.
Había flores: espuelas de caballero, guisantes de olor, ramos de lilas; y claveles, montones de claveles. Había rosas; había lirios. Ah, sí…, respiraba en el jardín terrenal el dulce olor mientras hablaba con la señorita Pym, que estaba obligada a atenderla y la consideraba amable, pues amable había sido hacía años; muy amable, pero este año parecía envejecida; volvía la cabeza a uno y otro lado entre los lirios y las rosas y los ramos de lilas inclinadas, con los ojos entornados, inhalando, después de la barahúnda de la calle, el delicioso aroma, la frescura exquisita. Y luego, al abrir los ojos, qué frescas, como ropa blanca recién lavada y planchada y puesta en cestas de mimbre, parecían las rosas; y oscuros y formales los claveles rojos, con la cabeza alta; y los guisantes de olor desparramados en los cuencos, con matices violeta, blanco nieve, pálidos…, como si cayera la tarde y muchachas con vestidos de muselina salieran a coger guisantes de olor y rosas tras el soberbio día de verano, con su cielo casi negro azulado, sus espuelas de caballero, sus claveles, sus lirios de agua; y era el momento, entre las seis y las siete, en que todas las flores —rosas, claveles, lirios, lilas— resplandecen; blanco, violeta, rojo, naranja vivo; todas las flores parecen arder por sí solas, suavemente, con pureza, en los macizos neblinosos; ¡y cuánto le gustaba el revoloteo de las mariposas nocturnas grises y blancas sobre la tarta de cerezas, sobre las onagras!
Y cuando comenzó a ir con la señorita Pym de jarrón en jarrón para elegir, tonterías, tonterías, se decía, cada vez con más dulzura, como si esa belleza, ese aroma, ese color y el aprecio, la confianza que le tenía la señorita Pym fueran una ola que ella dejaba que la cubriera y superara aquel odio, aquel monstruo, que lo superara todo; y la elevaba más y más cuando… ¡oh!, ¡un disparo de pistola sonó en la calle!
«¡Caramba, esos automóviles!», dijo la señorita Pym, y fue a mirar por el escaparate y regresó con una sonrisa de disculpa y las manos llenas de guisantes de olor, como si fuera responsable de aquellos automóviles, de aquellos neumáticos de automóvil.
La violenta explosión que sobresaltó a la señora Dalloway y llevó a la señorita Pym a ir al escaparate y disculparse procedía de un automóvil que se había detenido junto a la acera opuesta, justo frente a la floristería Mulberry. Los transeúntes, que por supuesto se habían detenido a mirar, solo tuvieron tiempo de ver una cara de suma importancia sobre la tapicería gris claro antes de que una mano masculina corriera la cortinilla y nada más pudiera verse, salvo un cuadrado gris claro.
Sin embargo, de inmediato comenzaron a circular rumores desde la mitad de Bond Street hasta Oxford Street por un lado y hasta la perfumería de Atkinson por el otro; pasaban invisibles, inaudibles, como una nube, veloces, como un velo sobre colinas, y descendían, en efecto, con la sobriedad y la quietud súbitas de una nube sobre rostros que un segundo antes estaban en el mayor desorden. Pero ahora el misterio los había rozado con su ala, habían oído la voz de la autoridad; el espíritu de la religión corría con los ojos vendados y la boca abierta de par en par. Pero nadie sabía de quién era el rostro que habían vislumbrado. ¿Sería el príncipe de Gales, la reina, el primer ministro? ¿De quién era aquella cara? Nadie lo sabía.
Edgar J. Watkiss, con un rollo de tubos de plomo en torno al brazo, dijo en voz alta, de guasa naturalmente:
«El coche del primer ministro.»
Septimus Warren Smith, que encontró el paso cerrado, le oyó.
Septimus Warren Smith, de unos treinta años, tez pálida, nariz aguileña, con zapatos marrones y un abrigo raído, ojos castaños con esa mirada de recelo que lleva a los completos desconocidos a recelar a su vez. El mundo ha levantado el látigo; ¿dónde descenderá?
Todo se había detenido. La vibración de los motores sonaba como un pulso que tamborileara de forma irregular por todo un cuerpo. El sol se volvió extraordinariamente ardiente porque el automóvil se había detenido frente al escaparate de la fl oristería Mulberry; en lo alto de los autobuses señoras ancianas desplegaron sombrillas negras; aquí una sombrilla verde, allí una roja, se abrieron con un suave plop. La señora Dalloway, que se acercó al escaparate con los brazos llenos de guisantes de olor, miró hacia fuera con su carita sonrosada fruncida en un gesto inquisitivo. Todos miraban el automóvil. Septimus lo miraba. Los chicos que iban en bicicleta se apeaban de un salto. El tráfico se acumulaba. Y allí seguía el automóvil, con las cortinillas corridas, y en ellas un estampado curioso, en forma de árbol, pensó Septimus, y esa gradual convergencia de todo en un centro que tenía lugar ante sus ojos, como si algo terrible hubiera emergido casi a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, lo aterró. El mundo vacilaba y se estremecía y amenazaba con estallar en llamas. Soy yo quien impide el paso, pensó. ¿Acaso no le miraban y señalaban con el dedo; no estaba allí plantado, clavado a la acera, por algún motivo? Pero ¿qué motivo?
«Vámonos, Septimus», dijo su esposa, una mujer menuda, con ojos grandes en un rostro afilado y cetrino; una joven italiana.
Pero ni siquiera Lucrezia podía dejar de mirar el automóvil y el estampado en forma de árbol de las cortinillas. ¿Sería la reina? ¿La reina, que iba de compras?
El chófer, que había abierto algo, dado la vuelta a algo, cerrado algo, se sentó al volante.
«Vamos», dijo Lucrezia.
Pero su marido, porque llevaban casados cuatro, cinco años, dio un respingo, sobresaltado, y dijo: «¡De acuerdo!», enfadado, como si Lucrezia le hubiera interrumpido.
La gente debe de darse cuenta; la gente debe de notarlo. La gente, pensó Lucrezia mirando a la multitud que contemplaba el automóvil; los ingleses, con sus hijos y sus caballos y sus ropas, que en cierto modo ella admiraba; pero eran «gente» ahora, porque Septimus había dicho: «Me mataré», unas palabras terribles. ¿Y si le habían oído? Lucrezia miraba a la multitud. ¡Socorro, socorro!, quería gritar a los mozos y las mujeres de las carnicerías. ¡Socorro! Hacía solo unos meses, el último otoño, ella y Septimus habían estado en el Embankment envueltos en la misma capa; Septimus leía un papel en vez de hablar, ¡y ella se lo había arrancado de las manos y se había reído en las barbas del viejo que los miraba! Pero el fracaso se oculta. Debía llevar a Septimus a un parque.
«Crucemos la calle», dijo.
Tenía derecho al brazo de Septimus, aunque fuera insensible. Él le daría, a ella, que era tan sencilla, tan impulsiva, de solo veinticuatro años, sin amigos en Inglaterra, que se había marchado de Italia por él, un hueso.
El automóvil, con las cortinillas corridas y un aire de reserva inescrutable, avanzó hacia Piccadilly, todavía observado, alterando aún los rostros a ambos lados de la calle con el mismo aliento oscuro de veneración, sin que nadie supiera si se trataba de la reina, el príncipe o el primer ministro. La cara en sí solo la habían vislumbrado tres personas durante unos segundos. Incluso el sexo era ahora objeto de controversia. Pero no cabía duda de que la grandeza iba sentada dentro; la grandeza pasaba, oculta, por Bond Street, apenas a un palmo de la gente común, que quizá ahora, por primera y última vez, se hallaba lo bastante cerca para hablar con la majestad de Inglaterra, el símbolo perdurable del Estado que conocerán los anticuarios curiosos al pasar por el tamiz las ruinas del tiempo, cuando Londres sea un sendero cubierto de hierba y cuantos caminaban presurosos por la acera ese miércoles por la mañana no sean más que huesos con unas cuantas alianzas mezcladas con su propio polvo y los empastes de oro de innumerables dientes cariados. Entonces se conocerá el rostro del automóvil.
Probablemente sea la reina, pensó la señora Dalloway al salir de Mulberry con las flores; la reina. Y durante un segundo adoptó una expresión de suma dignidad junto a la floristería, a la luz del sol, mientras el automóvil pasaba con lentitud, como un caballo al paso, con las cortinillas corridas. La reina, que va a algún hospital; la reina, que va a inaugurar alguna tómbola, pensó Clarissa.
El gentío era espectacular para esa hora del día. ¿Lords, Ascot, Hurlingham?, se preguntó, porque la calle estaba obstruida. Las clases medias británicas, sentadas de lado en lo alto de los autobuses con paquetes y paraguas, sí, e incluso con pieles en un día como ese, eran, pensó, más ridículas, más diferentes de cuanto cabía imaginar; y la mismísima reina, detenida; la reina, sin poder seguir su camino. Clarissa estaba parada a un lado de Brook Street; sir John Buckhurst, el anciano juez, al otro lado, con el automóvil entre los dos (sir John había impuesto la ley durante muchos años, y le gustaban las mujeres bien vestidas), cuando el chófer, inclinándose muy levemente, dijo o mostró algo al policía, que saludó, alzó el brazo y movió la cabeza, con lo que el autobús se apartó a un costado y el automóvil siguió adelante. Despacio y muy silenciosamente prosiguió su camino.
Clarissa lo adivinó; Clarissa lo sabía, desde luego; había visto algo blanco, mágico, redondo, en la mano del lacayo, un disco con un nombre grabado —¿el de la reina, el del príncipe de Gales, el del primer ministro?—, que, por obra de su propio lustre, se abría camino como el fuego (Clarissa vio cómo el automóvil empequeñecía hasta desaparecer), para relumbrar entre candelabros, estrellas destellantes, pechos rígidos por las hojas de roble, Hugh Whitbread y sus colegas, los caballeros de Inglaterra, aquella noche en el palacio de Buckingham. Y también Clarissa daba una fiesta. Se irguió un poco; así estaría en lo alto de la escalinata.
El automóvil se había ido, pero había dejado una leve estela que atravesaba las guanterías, las sombrererías y las sastrerías a ambos lados de Bond Street. Durante treinta segundos todas las cabezas estuvieron vueltas en la misma dirección: hacia la calle. Las señoras que elegían un par de guantes —¿hasta el codo o más arriba, de color limón o gris pálido?— se detuvieron; cuando hubieron terminado la frase, algo había ocurrido. Algo tan nimio en los casos concretos que ningún instrumento de precisión, por muy capaz que fuera de transmitir una sacudida ocurrida en China, lograría registrar la vibración; pero formidable en su plenitud y, por su poder de atracción para todos, emotivo; porque en las sombrererías y sastrerías los desconocidos se miraron y pensaron en los muertos; en la bandera; en el Imperio. En una taberna de una callejuela un hombre de las colonias insultó a la Casa de Windsor, lo que dio lugar a palabras gruesas, jarras de cerveza rotas y una bronca general, cuyo eco sonó extrañamente en los oídos de muchachas que compraban ropa interior blanca adornada con cintas de un blanco puro para su boda. Pues la agitación producida por el paso del automóvil rozó, al descender, algo muy profundo.
Tras deslizarse por Piccadilly, el automóvil giró en Saint James’s Street. Hombres altos, hombres de constitución robusta, hombres bien vestidos, con chaqué y pechera blanca y el cabello repeinado hacia atrás, quienes, por razones difíciles de determinar, se hallaban junto a la ventana saliente de White’s con las manos detrás de los faldones del chaqué, mirando hacia fuera, percibieron instintivamente que pasaba la grandeza, y la pálida luz de la presencia inmortal los envolvió como había envuelto a Clarissa Dalloway. De inmediato se irguieron aún más y retiraron las manos de la espalda y parecieron dispuestos a servir a la monarquía, si fuera preciso, en la misma boca del cañón, como habían hecho sus antepasados. Los bustos blancos y las mesitas del fondo, con números del Tatler y botellas de soda encima, parecieron dar su aprobación; parecieron señalar el trigo ondulante y las casas solariegas de Inglaterra, y devolver el débil zumbido del motor del automóvil como una galería con eco devuelve una sola voz ampliada y con sonoridad multiplicada por el poderío de toda una catedral. Envuelta en su chal, Moll Pratt, con las flores en la acera, deseó lo mejor al querido muchacho (era el príncipe de Gales, sin duda), y habría arrojado el precio de una jarra de cerveza —un ramillete de rosas— a la calzada de Saint James’s Street por pura alegría y desprecio a la pobreza si no hubiera visto que la miraba el guardia, que de esa forma desalentó la lealtad de una anciana irlandesa. Los centinelas de Saint James’s saludaron; el policía de la reina Alejandra dio su aprobación.
Una pequeña multitud se había congregado entretanto a las puertas del palacio de Buckingham. Lánguidos pero confi ados, pobres todos ellos, esperaban; miraban el palacio, donde ondeaba la bandera; miraban a Victoria, que se alzaba en su montículo, admiraban las gradas por las que caía el agua, los geranios; entre los automóviles que pasaban por el Mall se fijaban primero en uno, luego en otro; concedían su emoción, en vano, a simples ciudadanos que habían salido a dar un paseo en coche; recuperaban su acto de homenaje para conservarlo íntegro mientras pasaban este automóvil y aquel; y en todo momento dejaban que el rumor se acumulara en sus venas y tensara los nervios de sus muslos al pensar que la realeza los miraba; que la reina inclinaba la cabeza; que el príncipe saludaba; al pensar en la vida celestial concedida por la divinidad a los reyes; en los cortesanos y las profundas reverencias; en la antigua casa de muñecas de la reina; en la princesa María, casada con un inglés, y en el príncipe…, ¡ah!, ¡el príncipe!, quien, según decían, se parecía asombrosamente al viejo rey Eduardo, si bien era mucho más delgado. El príncipe vivía en Saint James’s, pero muy bien podía ir a visitar a su madre por la mañana.
Eso dijo Sarah Bletchley con su hijo de corta edad en brazos, moviendo la punta del pie arriba y abajo como si estuviera ante la pantalla de la chimenea en su casa de Pimlico, pero con la vista fija en el Mall, mientras Emily Coates escudriñaba las ventanas del palacio y pensaba en las doncellas, las innumerables doncellas, en los dormitorios, los innumerables dormitorios. Un anciano caballero con un terrier de Aberdeen y hombres sin ocupación engrosaron la multitud. El menudo señor Bowley, que se alojaba en el Albany y tenía selladas con cera las fuentes más profundas de la vida, que sin embargo podían destaparse súbitamente, de manera ina propiada, sentimental, ante hechos como este —mujeres pobres que esperaban ver pasar a la reina—, mujeres pobres, niñitos simpáticos, huérfanos, viudas, la guerra —no, no—, tenía lágrimas en los ojos. Una brisa cálida que se deslizaba por el Mall entre los delgados árboles, ante los héroes de bronce, alzó la bandera que ondeaba en el británico pecho del señor Bowley, quien levantó su sombrero cuando el automóvil enfiló el Mall y lo mantuvo en el aire mientras el automóvil se acercaba, y dejó que las pobres madres de Pimlico lo apretujaran y permaneció muy erguido. El automóvil se aproximaba.
De repente la señora Coates miró al cielo. El sonido de un aeroplano taladró de forma amenazadora los oídos de la multitud. Por allí venía, sobre los árboles, dejando tras de sí una estela de humo blanco que se ondulaba y retorcía, ¡escribiendo algo!, ¡trazando letras en el cielo! Todos alzaron la vista.
Después de dejarse caer como muerto, el aeroplano se elevó en línea recta, dibujó un bucle, aceleró, descendió, se alzó e, hiciera lo que hiciese, fuera a donde fuese, detrás dejaba una gruesa franja ondulante de humo blanco que se rizaba y ensortijaba en el cielo formando letras. Pero ¿qué letras? ¿Era eso una C? ¿Una E y después una L? Solo un instante se quedaban quietas las letras; luego se movían y se disolvían y se borraban, y el aeroplano se alejaba veloz y, otra vez, en un nuevo espacio del cielo, comenzaba a escribir una K, una E, ¿una Y quizá?
—Glaxo —dijo la señora Coates con voz tensa, maravillada, la vista alzada, y el niño, rígido y blanco en sus brazos, también miró hacia arriba.
—Kreemo —murmuró como una sonámbula la señora Bletchley.
Con el sombrero levantado y perfectamente inmóvil en la mano, el señor Bowley miró hacia arriba. A lo largo de todo el Mall la gente miraba al cielo. Mientras miraban, el mundo entero quedó en total silencio y una bandada de gaviotas cruzó el cielo, primero una, en cabeza, después otra, y en ese silencio y esa paz extraordinarios, en esa palidez, en esa pureza, sonaron once veces las campanas, cuyo sonido se fue apagando entre las gaviotas.
El aeroplano giraba y corría y descendía en picado exactamente en el lugar deseado, veloz, libre, como un patinador…
—Eso es una E —dijo la señora Bletchley… o un bailarín…
—Es toffee —murmuró el señor Bowley…(y el automóvil cruzó las puertas y nadie lo miró), y dejando de soltar humo se alejó más y más deprisa y el humo se dispersó y fue a juntarse con las anchas formas blancas de las nubes.
Había desaparecido; estaba detrás de las nubes. No había sonido. Las nubes a las que se habían unido las letras E, G o L se movían libremente, como si estuvieran destinadas a ir de oeste a este en una misión de la mayor importancia que jamás sería revelada, pero sin duda era eso: una misión de la mayor importancia. De repente, como un tren que saliera de un túnel, el aeroplano emergió veloz de las nubes y el sonido taladró los oídos de la gente que se hallaba en el Mall, en Green Park, en Piccadilly, en Regent Street, en Regent’s Park, y la franja de humo se curvó tras él y el aeroplano descendió, luego se elevó y escribió letra tras letra, pero ¿qué palabra escribía?
Lucrezia Warren Smith, sentada junto a su marido en la avenida central de Regent’s Park, alzó la vista.
«¡Mira, mira, Septimus!», exclamó, porque el doctor Holmes le había dicho que debía procurar que su marido (que no tenía nada grave, pero que estaba un poco indispuesto) se interesara por las cosas exteriores a su persona.
De manera que, pensó Septimus levantando la vista, me están diciendo algo por señas. No con palabras, en efecto; es decir, todavía no podía interpretar el mensaje; pero era más que evidente, esa belleza, esa exquisita belleza, los ojos se le llenaron de lágrimas mientras contemplaba cómo las palabras de humo se marchitaban y se disolvían en el cielo y le concedían, con su inagotable caridad y su risueña bondad, forma tras forma de belleza inimaginable y le daban a entender su propósito de darle, a cambio de nada, para siempre, solo por mirar, belleza, ¡más belleza! Las lágrimas le resbalaron por las mejillas.
Era toffee; anunciaban toffee, le dijo una niñera a Rezia. Juntas empezaron a deletrear t… o… f…
«K… R…», dijo la niñera, y Septimus la oyó decir «Ka erre» junto a su oído, con voz profunda, suave, como un órgano armonioso, pero con una aspereza como de saltamontes que le raspó deliciosamente la espina dorsal y mandó a su cerebro oleadas de sonido que, al chocar, rompieron. Un maravilloso descubrimiento, sin duda: la voz humana, en determinadas condiciones atmosféricas (porque hay que ser científico, por encima de todo, científico), ¡puede dar vida a los árboles! Por fortuna, Rezia le puso la mano, con un peso tremendo, sobre la rodilla, con lo que quedó aplomado, paralizado, pues de lo contrario la emoción de ver cómo los olmos se elevaban y descendían, se elevaban y descendían con todas las hojas encendidas y el color debilitándose e intensificándose del azul al verde de una ola rizada, como penachos de caballos, plumas en la cabeza de las señoras, tan altiva era la manera en que se elevaban y descendían, tan soberbia, le habría vuelto loco. Pero no iba a volverse loco. Cerraría los ojos; no vería nada más.
Pero le hacían señas; las hojas estaban vivas; los árboles estaban vivos. Y las hojas, conectadas por millones de fibras con su cuerpo, sentado allí, lo hacían subir y bajar al abanicarlo; cuando la rama se alargaba, también él se expresaba así. Los gorriones que revoloteaban, que se alzaban y descendían sobre fuentes melladas, formaban parte del cuadro; el blanco y el azul, rayados por ramas negras. Los sonidos componían armonías con premeditación; las pausas entre ellos eran tan expresivas como los sonidos. Un niño lloraba. A lo lejos sonó una bocina. Todo eso junto signifi caba el nacimiento de una nueva religión.
«¡Septimus!», dijo Rezia.Él se sobresaltó exageradamente. La gente tuvo que notarlo.
«Voy a la fuente y vuelvo», dijo ella.
Porque no aguantaba más. Ya podía decir el doctor Holmes que a Septimus no le pasaba nada. ¡Ella hubiera preferido verlo muerto! Era incapaz de estar sentada a su lado cuando le daban aquellos sobresaltos y no la veía y lo transformaba todo en algo terrible; cielo y árbol, niños que jugaban, empujaban carritos, tocaban silbatos, se caían; todo era terrible.
* Virginia Woolf nació en Londres el 25 de enero de 1882 y murió el 28 de marzo de 1941, ahogada en el río Ouse. Al morir su padre, el conocido hombre de letras sir Leslie Stephen, Virginia y su hermana Vanessa abandonaron el elegante barrio de Kensington y se trasladaron al bohemio Bloomsbury, que dio nombre al brillante grupo literario formado alrededor de las hermanas Stephen. En él participaron, entre otros, T. S. Eliot, Bertrand Russell, Vita Sackville-West y el escritor Leonard Woolf, con quien se casó Virginia y junto al que dirigió la prestigiosa editorial Hogarth Press. Desde sus primeras obras, Virginia Woolf resaltó su intención de llevar las novelas a algo más que a una mera narración. En La señora Dalloway (1925) y Al faro (1927), la autora expresaba los sentimientos interiores de los personajes con técnicas propias, consiguiendo grandes efectos psicológicos por medio de imágenes, metáforas y símbolos. Su técnica se consolidó con Orlando (1931) y Las olas (1931), que le dieron un puesto indiscutible dentro de la mejor literatura universal. Además, Woolf escribió ensayos tan famosos como Un cuarto propio (1929), que aún hoy es inspiración para las nuevas generaciones de mujeres, artículos de crítica literaria como los recopilados en El lector común (1925, 1932) y en Genio y tinta (2021), o la biografía del perro de la poeta inglesa Elizabeth Barrett, Flush (1933). Todas estas obras están publicadas en Lumen.