El Magazín Cultural

La soledad de Blanca Uribe

Presentamos la primera entrega de una serie de perfiles sobre artistas colombianos que participarán en el VI Festival Internacional de Música Clásica de Bogotá, centrado en los compositores de La Belle Époque y que se realiza del 5 al 8 de abril.

Danelys Vega Cardozo
03 de abril de 2023 - 02:00 a. m.
“Yo digo que el piano me escogió, porque hubiera podido querer tocar la flauta o algo más”, dice Blanca Uribe.
“Yo digo que el piano me escogió, porque hubiera podido querer tocar la flauta o algo más”, dice Blanca Uribe.
Foto: Jonathan Bejarano

Si Blanca Uribe hubiera crecido en otra época, como la actual, habría tenido hijos. Probablemente, no le hubiera importado no haber dado un sí en una iglesia o en una notaría. Sería irrelevante no portar una argolla en su mano izquierda. Pero en “esa época uno no tenía hijos sin casarse”. Nunca pensó en adoptar, aunque con los años lo hizo, pues tiene muchos hijos putativos: sus alumnos y sobrinos.

En realidad, su primer hijo putativo no fue ninguno de ellos, sino a quien llama su hermano menor. Aquel hijo que tuvo su padre con la que un día fue su alumna de flauta y con quien decidió casarse muchos años después de la muerte de su madre. “Ese fue un regalo que me dio mi papá: tener un hijo putativo como él. Tengo que decir que ese es el número uno, ya después todos son número dos; parejitos”. En ocasiones, su apartamento en Medellín también ha sido la vivienda temporal de sus sobrinos. “Si hay algún problema con la familia, váyase para donde la mona. Ellos me recomiendan”.

En su finca, donde ahora vive rodeada de montañas que la hacen sentir como si estuviera en el paraíso, la siguen visitando sus alumnos, aunque todos ya estén graduados. Y cuando no lo hacen, le escriben o la llaman. “Tener esos estudiantes aquí, con esa conexión, con esa manera de tratarme, de escribirme, suplió la falta de los hijos verdaderos que no tuve”. Entonces, vive sola, pero la mayoría de las veces no se siente sola.

—¿Cuál es la diferencia?

— Cuando uno vive solo tiene su propio horario, llama a sus amigos y su familia, y se siente bien con lo que hace. Sentirse solo es cuando uno no tiene a nadie.

Pero, a ratos, también la embarga esa sensación de soledad. Cuando los aplausos se acaban y abandona el escenario, se va sola para su casa, “sin tener con quien comentar. Esa soledad es impresionante”. Y si se encuentra en otra ciudad o país, después de un concierto, llega al hotel y su única compañía termina siendo un agua aromática.

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Quizá la primera vez que afrontó aquel sentimiento fue a sus 13 años por culpa del encierro. Se encontraba en Miami con destino a Kansas. Un certificado médico expedido por el consulado de Estados Unidos advertía que tenía amebiasis, una enfermedad intestinal, y que eso era contagioso. Le dijeron que la deportarían a Colombia. Ella no entendía nada y aseguraba que aquel papel estaba errado, que ella no era portadora de esa enfermedad. Luego de un rato, le dieron una alternativa: al día siguiente le harían un examen. Si salía negativo, debía permanecer en un hospital durante ocho días; en caso contrario, la devolverían a Colombia. Durante siete días estuvo en el pabellón de enfermedades contagiosas. “Sola, encerrada en una pieza”. Ni siquiera le dejaron ingresar el maletín que estaba estrenando y que le había regalado su mamá. Aprovechó ese tiempo para escribirles una carta a sus papás contándoles lo que había sucedido. Sabía que les llegaría cuando saliera de aquel lugar. “A qué no adivinan dónde estoy”, escribió.

Cuando por fin llegó a Kansas a vivir con su tío paterno, quien era chelista, ingresó a estudiar a un conservatorio de música. Allí, se encontró con un joven un año mayor, quien recuerda que tocaba mejor que ella. Tres años después, cuando se estableció en Viena, tuvo una experiencia similar. Compartía clases con la pianista argentina Martha Argerich. “Ahí no había nada que hacer: ella era un fenómeno, un genio. Yo no podía compararme y pensar que iba a tocar como ella. No soy la mejor pianista. Soy pianista y hago lo mejor que puedo y me encanta llegarle a la gente, pero no estoy en competencia con estos monstruos. En ese sentido, es una vida muy tranquila, porque no busco ser la mejor. Yo quiero tocar bien y ya”.

Y para Blanca Uribe tocar bien no es otra cosa más que lograr conectarse con el público y entregarle lo que cree que el compositor quiere, porque a ella le enseñaron sus profesores que a las obras de esos “monstruos” había que acercarse con respeto, siguiendo lo que dice la partitura. “Yo no me voy a poner a inventar cosas para que suene de esta u otra manera. Usted trata de tocarlo lo más lindo para que la gente lo oiga como el compositor lo escribió, no como usted se lo imagina”.

Lo que sí imaginó, alguna vez, fue ejercer como profesora de literatura. Aquel mundo de letras lo descubrió durante su primer año de bachillerato y de la mano de Dickens. También pensó en dedicarse a la enseñanza de los idiomas, porque habla, aparte del español, inglés, francés y alemán. Incluso, algún día les dijo a unos colegas estadounidenses que iba a dejar la música para convertirse en azafata y así le “tocaba siempre en primera clase”. Años después, cada vez que se los encontraba, le preguntaban por aquel plan. “Para mí era muy claro que esto es lo que quería hacer. El piano le ganó a todo”. Tanto así que ni siquiera el amor pudo con el piano.

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***

A su vida llegaron hombres “amables y simpáticos”, pero que no eran músicos. Por lo general era difícil que entendieran que debía estudiar a diario y más una pieza que acababa de tocar la semana anterior. “Cuando no entienden eso, pues ahí no hay nada que hablar. Es como hablar en otro idioma. No iba a dejar el piano. Eso era lo que quería hacer”. También, se cruzó con músicos, con esos que vivían inmersos en su mismo mundo de estudio. “Unos caballeros, pero no se dio”.

Por estudiar ha dejado de ir a reuniones y paseos, “pero si tocar el piano es lo que más me gusta, entonces no es una tragedia. Yo lo escogí”. Cuando se fue a vivir a Viena le tocó hacer una renuncia adicional: el contacto con su madre. Durante tres años no pudo ni hablar con ella por teléfono. “Cuando vine de Viena, mi mamá murió al poco tiempo. Si ella hubiera sobrevivido, la hubiera tenido mucho rato en Nueva York”.

—¿Se arrepiente de eso?

— No me arrepiento porque la he hecho muy feliz con lo que he hecho.

La aspiración de su madre no era que ella triunfara o se convirtiera en una pianista famosa y ganara mucho dinero. Ella deseaba que Blanca Uribe tocara y estudiara. Entonces, durante su infancia, cuando su mamá regresaba a la casa, solía preguntarle a su papá si ella había estudiado. “Sí, ella estudió”, respondía él, aunque fuera mentira. “Le daba a uno mucha tristeza que mi mamá no vivió: murió de 53 años, muy joven. No pudo vernos a todos realizar nuestro sueño”.

Dice “todos” para referirse a sus hermanos, quienes también se inclinaron por la música. Con el mayor compartió ese gusto por el piano, aunque, a diferencia de Blanca Uribe, tocaba jazz y otros géneros distintos a la música clásica. Cuando iban a la casa de algún amigo que tuviera un piano, ambos corrían en dirección a él, buscando ser los primeros en sentarse. “Si yo llegaba primero, él me empujaba y me sacaba de la silla”. Su hermano también estudió saxofón con su papá, quien tocaba este instrumento, así como el clarinete y la flauta. Pero los años fueron pasando y él eligió otro camino profesional: el de la ingeniería química, aunque “sigue tocando el piano y el saxofón 24 horas al día”.

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Otros dos hermanos también se interesaron por el piano. Uno de ellos prefirió dedicarse a la medicina. Jaime Uribe fue quien, finalmente, también le apostó a la música en el ámbito profesional y lo hizo por medio de dos instrumentos: el saxofón y el clarinete. En algunas ocasiones, Blanca Uribe ha tenido la oportunidad de acompañarlo en el piano durante sus conciertos. Su hermano menor fue otro que eligió el mismo camino: estudió guitarra clásica y jazz en Estados Unidos. De hecho, su casa terminó siendo también la de él, aunque, para ese entonces él viviera en Boston y ella en Nueva York, adonde iban juntos a los conciertos de pianistas de jazz. “No sirvo para dar ni un acorde de jazz, pero me encanta escucharlo”. La música de Uruguay y la andina fueron otros de sus géneros musicales predilectos. Muchas veces, la andina hacía que le brotaran lágrimas, porque la inundaban de recuerdos, de recuerdos con una imagen fija: la de su papá, quien tocaba este tipo de música.

Gabriel Uribe García, su padre, podía tocar hasta 20 horas al día. Y, a pesar de eso, “nunca lo veíamos aburrido, como que no quería tocar. A él le mencionaban una reunión y era el primero que sacaba la flauta”. A las 2:00 o 3:00 a.m. anunciaba que le quedaban 20 pasillos por tocar. “Eso le aprendimos a él: el amor por la música y que, a pesar de las dificultades, lo que le toca a uno es superar y estudiar”. Uribe García era el primero en llegar al teatro cuando tenía un concierto, pues solía ensayar con su instrumento; 45 o 30 minutos antes de su presentación, abandonaba el escenario y se iba a tomar un café. “Todos los músicos se aterraban: no entendían cómo era posible que entrara de tomarse un tinto y tocara la flauta de esa manera. Ellos no sabían que llevaba una hora y media calentando”.

En 1977, cuando Blanca Uribe ofreció un ciclo de música de las 32 sonatas de Beethoven, llegó a estudiar la mitad de las horas que su papá llegó a tocar: 10 horas diarias. “Siempre hago el chiste de que me iba a la cama con Beethoven: me llevaba la partitura, lejos del piano, para empezar a memorizar sin la ayuda del oído”. En total ofreció 14 conciertos: siete en Bogotá y siete en Medellín. Conciertos a los que no volvió a través de un video o una grabación. Ella “no se soporta”, así que nunca se vuelve a escuchar.

—¿Por qué no se soporta?

—No sé. Me parece que lo que toqué suena muy feo. Al día siguiente, me hubiese gustado que lo que toqué lo hubiese hecho mejor. Entonces, no puedo.

Por eso dice que su familia la oye con el corazón, porque a ellos “siempre les parece que toco divino”.

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A veces, en algunas de sus presentaciones, ha deseado que ojalá se abriera un hueco en el escenario que la desapareciera. Hay cansancio y la concentración se esfuma. “Uno sufre y sufre, y empiezo a pedirle ayuda a mi mamá porque creo que no voy a poder”.

En su finca, por estos días, estudia de cinco a seis horas diarias. Se está preparando para el concierto que ofrecerá en el Julio Mario Santo Domingo junto al Cuarteto Q-Arte. Tocará piezas que nunca en su vida había tocado. A veces, trata de dedicar tiempo a la lectura, pero, últimamente, se queda dormida. La lista de libros por volver a leer sigue intacta. La memoria por ratos también falla. “Ya se me olvidó tu pregunta. Cogí por otro lado, pero es que ya a los viejitos se nos va transformando la cabeza”. Ahora, en realidad, goza de la naturaleza, la familia, sus alumnos y su descubrimiento tardío: el amor por los animales.

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En el pasado, no salía corriendo cuando veía un perro porque sabía que si lo hacía, la perseguiría, pero sí se “echaba para atrás y le daba la vuelta a la manzana. No sé por qué si a mí nunca me mordió un perro”. Su hermano menor fue quien le dijo que debía tener estos animales en su finca. “Por darle gusto le dije: ‘Pues sí, bueno’. El principio del fin porque estoy enloquecida con ellos”. A su casa también llegó un gato: Pepe, que dormía en el piano Steinway que algún día le regaló Diego Echavarría.

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Hace unos años, ofreció un concierto en la Biblioteca Luis Ángel Arango: su concierto de despedida. Hizo lo mismo en Medellín, pero, como dice ella, “sigue dando lora”.

—Entonces, ¿todavía no hay una fecha límite?

—Por el momento, no. Si yo veo que tengo que sacrificar la música porque esto no me da a nivel físico, entonces seré muy honesta: seré consciente de que no puedo hacerlo tan bien como yo quisiera.

—Ha pensado en eso: ¿en el día en que ya no toque?

—No, porque una cosa es no dar conciertos, pero eso de no volver a tocar el piano no va a pasar. Yo me he caído dos veces. En una de ellas, me caí y me fracturé. Me pusieron una prótesis y a los dos meses ya estaba tocando el piano. Tengo buena salud; creo que la música hace que uno se sienta bien.

—Que usted se sienta bien.

—Sí, porque hago lo que me gusta hacer, y al que no le guste, pues de malas.

—Lo importante es que le guste a usted.

—Pero como a mi casi nunca me gusta… Eso sí, la música me ha regalado felicidad: me ha abierto las puertas de tantos países, de tanta gente extraordinaria con la que he tenido la suerte de tocar o simplemente conocer. Muy bonitas experiencias, de verdad que sí.

—¿Es decir que se iría contenta de este mundo?

—Sí, pero no muy pronto…. Y no me iría pensando en que hubiera querido hacer algo y no lo hice.

Danelys Vega Cardozo

Por Danelys Vega Cardozo

Comunicadora social y periodista de la Universidad de La Sabana con énfasis en periodismo internacional y comunicación política, y un diplomado en comunicación y periodismo de moda. Perteneció al semillero de investigación Acción social y Comunidades, bajo el proyecto Educaré.danelys_vegadvega@elespectador.com

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Francisco(07012)03 de abril de 2023 - 05:30 p. m.
Muy propicio e importante homenajear a nuestros principales artistas.
name(61569)03 de abril de 2023 - 03:05 p. m.
Blanquita, emblemática!!!
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