La soledad y los pájaros (Relatos y reflexiones)

Antes de que los aeropuertos y los aviones dejaran de existir ella salía de viaje, cerraba las ventanas y dejaba a sus inquilinos mirando el reflejo de las frutas sintéticas que adornaban el comedor.

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Isabel-Cristina Arenas
16 de abril de 2020 - 05:56 p. m.
La espera a la que nos ha llevado la crisis actual, sintetizada en una sola imagen.   / Luz Stella Sepúlveda
La espera a la que nos ha llevado la crisis actual, sintetizada en una sola imagen. / Luz Stella Sepúlveda
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Mi mamá encontró la semana pasada a dos pajaritos sinvergüenzas en la sala de su casa. Ella vive en un décimo piso y hasta su balcón llegan gorriones, colibríes y güíscalos. Algunos entran hasta la cocina y le picotean la fruta, otros han intentado hacer nidos en sus lámparas. Cada vez con más confianza han comenzado a desbaratar un tapete del suelo, a deshilachar las cortinas y cada vez con mayor altanería dejan que ella se acerque a menor distancia. Aún no tienen nombre, es difícil saber quién es quién entre tanto desorden. Entran, salen y regresan los pajaritos okupas de su apartamento. Ella por ahora no viaja, está en cuarentena, pero lo ha hecho mucho y muy lejos desde que se jubiló como profesora de matemática hace más de diez años. 

Antes de que los aviones dejaran de existir iba adonde quería, viajaba a los amigos (como dice una amiga), viajaba a los hermanos, a los hijos y a donde algo curioso le llamara la atención: el plancton luminoso en la Isla Múcura o los dijes de vidrio en Murano. Venía a Barcelona, regresaba e iba a Lima, bajaba más en el mapa y llegaba a Buenos Aires, subía a Nueva York, un descansito en algún lugar de Colombia y volvía a Barcelona a visitarme. Antes de que los aeropuertos fueran el lugar más peligroso del mundo solía hacerles ese mal a sus okupas: viajar. Al salir les dejaba cerrada la ventana del balcón porque si llegaba a llover el agua arrasaría con todo en su apartamento, el aire haría volar las figuritas traídas como recuerdo y se empaparían los libros que su hija aún no se ha llevado. Aseguraba la puerta pensando en que de pronto al regresar no volvería a ver a sus antes inquilinos, ahora desahuciados, a los que solo les quedaba el reflejo de las frutas sintéticas que adornaban el comedor: una manzana verde, una roja, una pera, un mango y dos bananos nunca picoteados con anterioridad porque los güíscalos de ojos asustados saben diferenciar entre la verdad y la mentira de los inventos humanos. 

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Ella regresó a su apartamento el pasado 21 de marzo, justo un día antes del cierre de fronteras aéreas en Colombia. Sin pedir opinión a nadie, adelantó su vuelo y envió a sus hijos la notificación. Se despidió de sus queridos amigos en Sídney en donde estaba hospedada y ya en Santiago de Chile rezó para que no le encontraran la planta diminuta que traía escondida. Al llegar a Bogotá le tomaron varias veces la temperatura y la dejaron pasar, aterrizó por fin en Bucaramanga y al entrar a su apartamento cerró la puerta y abrió las ventanas. Esa misma tarde sembró la palma-bonsai que había viajado con ella desde Australia y preparó el agua con azúcar para los colibríes que, ariscos y de mejor familia, nunca han sido muy cercanos, después sacó la bandeja con frutas de verdad que le había comprado mi hermano antes de su llegada y se sentó a esperar.

Los pajaritos no sabían que la señora debía regresar un mes después de la fecha en la que la estaban viendo, ¿cómo miden el tiempo las aves?, y menos que lo que a ella más miedo le daba era la posibilidad de morirse tan lejos de su país, sin que un médico le hablara el mismo idioma si llegaba a necesitarlo. El sueño de abrazar a su familia lo había descartado desde el principio, casi todos vivimos muy lejos y quienes estaban cerca ya comenzaban la cuarentena. Mientras tanto los okupas de su casa, sin saber o importarles nada de los miedos de nadie, habían planeado que una vez abiertas de nuevo las ventanas iban por fin a desbaratar ese tapete tan peludo, tan jugoso, repleto de hebras para nidos, a invadir sin pudor los seis compartimentos de las dos lámparas de la casa y a copular sobre toda superficie acolchonada o plana, incluyendo los libros, pero en especial sobre el cojín de gatos bordados que la señora tenía de adorno; y eso hicieron.

Hace pocos días, a tres metros de distancia, mi mamá vio una mancha irreconocible, a veces sincronizada y a veces no, que se tambaleaba sobre una silla de la sala. Después, a dos metros de la imagen y ella un poco más despierta, se dio cuenta de que eran cuatro alas puestas unas sobre las otras como con papel calcante. Solo a menos de un metro supo que eran dos pajaritos que, asustados y fastidiados por la vigilancia, salían volando hacia el balcón. Quién sabe si fueron felices o casi, casi felices antes de que ella apareciera en el pasillo. Quién sabe si cada espacio de su casa ya había sido conquistado sin su permiso. Lo importante aquí es que ver a dos gorriones copulando es un buen presagio, según el reciente texto del periodista Jacinto Antón sobre el ornitólogo y pintor sueco Lars Jonsson, y los de esa mañana eran una parejita animada de Tiaris bicolor.

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“Sinvergüenzas, los dejo solos un momentico y ahí están unos encima de otros poblando el planeta mientras nosotros estamos encerrados”, me dice. La soledad no la soporta, la disfruta; así ha sido siempre. Y si alguno de sus conocidos está un poco triste o preocupado por este nuevo mundo, solo necesita charlar un rato con ella y queda alineado, feliz, lleno de planes, agradecido. Sus propias preocupaciones las manifiesta con disimulo, nos pregunta detalles por teléfono sobre el día a día y compartimos series y chistes. Quizá dude si le contaremos, o no, si tenemos fiebre, si nos duele la cabeza, si perdemos el gusto y el aire. Yo le digo que lo único que ahora debe preocuparle es cumplir las cuarentenas que sean necesarias, seguir ayudando a quienes ayuda, en secreto y en voz baja así como lo hace, e intentar controlar la sobrepoblación de pajaritos bebés que tendrá en su apartamento. Debe preocuparse solo por eso, nunca por los posibles no futuros que tememos los demás.

Por Isabel-Cristina Arenas

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