Hace rato que el escritor español Jose Acevedo se cansó de la literatura anacrónica, pesada y confusa que se sigue produciendo en su país y que a algunos les infla el ego de la intelectualidad. "De qué le sirve a la sociedad esa literatura que continúa contando historias de la guerra civil española. Esas historias resultan lejanas e innecesarias. Las artes deben ser un modo de compromiso con la realidad. La literatura es un compromiso", dice en diálogo con El Espectador.
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Hacer trabajo social en '3000 Viviendas', el barrio de Sevilla al que llega un alto porcentaje de la heroína que se produce en Marruecos y que sirve como trampolín para la distribución del polvo blanco que se consume en toda Europa, le despertó una necesidad descarnada para contar historias reales y generar reflexiones reales. "La literatura es como una cámara de cine o de televisión que lo que hace es proyectar imágenes sobre lo que está pasando. Ahí está la magia".
Trabajar en esos ambientes, dice, lo sacó para siempre de su zona de confort. "Desde que tenía 22 años vi esa realidad y esa realidad me afecta y por eso tengo que hablar de eso. Uno de los temas recurrentes de mis libros es la violencia contra la mujer, en mi trabajo lo veo todos los días y me siento con la obligación de decir cosas. De denuncialas. Tengo amigas que han fallecido a manos de su marido. ¿Qué hago con esa información? ¿Me la guardo?"
La solidaridad, dice, es un concepto vacío que se queda en el discurso. Basta con darle una mirada a las redes sociales para darse cuenta de ello. Solidaridad con el periodista censurado, solidaridad con la mujer abusada, solidaridad con el líder social amenazado, solidaridad con el trabajador explotado. Solidaridad. Solidaridad. Solidaridad.
"El concepto de solidaridad es vacío en la sociedad de hoy. Se queda en el discurso. No hacemos nada por el otro. Intentamos no meternos en problemas ajenos para evitarlos. Como sociedad somos egoístas. Mientras un problema no me afecte no me interesa. En el momento que me afecte, la cosa cambia". Un ejemplo: "En España no nos importaba el paro (desempleo) hace 40 años porque la tasa de desempleo era muy baja. Ahora que la situación afecta a más gente (en agosto de este año alcanzó el 13,8%) mágicamente subió el nivel de xenofobia. España, hoy por hoy, es racista. Mientras nos hacían falta los extranjeros para hacer los oficios que los españoles no queríamos hacer, les abrirmos las puertas, ahora, que llegó la crisis, queremos que se vayan y se consolidan discursos fanáticos y nacionalistas que algunos medios de comunicación y políticos saben capitalizar. Es una vergüenza".
***
Metamorfosis
El relato de ficción publicado en exclusiva por El Espectador plantea un escenario creado a raíz de la transformación de un hombre a una mujer. Una transformación sin cirugías. "La ficción todo lo puede. Es un relato extraño que parte de una pregunta ¿Quién ha dirigido las sociedades? Casi siempre hombres con un alto componente eclesiástico y romano. ¿Esta es la realidad que nos han dejado esos hombres? ¿Por qué no pensar que una sociedad comandada por mujeres, por lo menos, sería distinta? Peor no nos puede ir. El hombre que ha gobernado el mundo se convierte, en este relato de ficción, en una mujer", dice el autor.
"Vivimos en sociedades cubiertas por las sombras. En ellas, la mujer es una sombra al servicio del poder y del machismo. Metamorfosis no es más es más que un proceso de transformación, en el que ella debe salir reforzada para convertirse en la protagonista de su propio cambio, situándola en el espacio que merece. Posiblemente, la oscura realidad social, económica y política que nos alimenta día a día para cerrarnos nuestros ojos, pueda convertirse, a través de ella, en una esperanza. No me cabe la menor duda de que es y será así muy pronto", agrega.
El Espectador publica en exclusiva el relato principal de "Metamorfosis"
I
Carlos se desveló de su profundo sueño como consecuencia del malestar que recorría todo su cuerpo. Intentó no hacerle demasiado caso y seguir durmiendo, pero unos sudores fríos y un fuerte dolor de vientre se lo impedían. Como si algo le hubiera sentado mal en la cena, como si estuviera incubando un virus. Lo evidente eran aquellos dolores en el bajo vientre, acompañados de mareos y nauseas.
Casi que no tuvo más remedio que levantarse, sin llegar a encender la luz del dormitorio, e ir al cuarto de baño completamente a oscuras. Cuando levantó la tapadera del váter y consiguió sentarse no sin dificultad, sintió como si algo le cayera por la pierna, un líquido viscoso al tacto. Fue cuando se asustó y le dio por darle al interruptor, viendo entonces cómo, a lo largo de sus piernas chorreaba un hilo de sangre, cómo aquel líquido pegajoso salía de su propio cuerpo, a través de un órgano sexual que hasta ayer mismo era otro, comprobando como su pene y sus testículos se habían transformado en una vulva, sin entender ni el cómo, ni el porqué. El cuándo era evidente, de la noche a la mañana, de la misma forma, que era incuestionable el sentido de aquella sangre deslizándose a lo largo de su pierna.
Pero su sorpresa no quedó ahí, tras percatarse del resto de su cuerpo delante del espejo, aquellos pechos tan bien proporcionados que habían florecido de la nada mientras dormía, aquel rostro metarfoseado también en unas bonitas facciones femeninas.
Allí se quedó, delante del espejo, sin saber si gritar, si llorar, si sonreír, o simplemente, si cortarse las venas al imaginar las consecuencias de aquella transformación experimentada por su cuerpo. Carlos, treinta y siete años, recién divorciado, agente de seguros y con una hija de diez años a la que adoraba; convertido de repente en mujer, y sin tener que pasar por el quirófano.
Intentó sobrellevar el asunto con un toque de normalidad dentro de aquella rareza, mientras pensaba en el mañana. En cómo afrontar la nueva vida que tenía por delante dentro de la vida que tenía por detrás.
Lo primero que se le ocurrió fue darse una ducha. Después, buscar una toalla pequeña que taponara aquella sangría, uniéndola a su cuerpo como pudo, con un poco de celo como solución de urgencia. Pasando las horas siguientes que le quedaban hasta el amanecer buscando explicaciones coherentes, que no llegó a encontrar; también soluciones, con las que poder dar respuesta a sus nuevas necesidades.
En principio, pensó en llamar a la oficina, a eso de las 09:00, decirles que no se encontraba bien, que había cogido cita con el médico ese mismo día, que ya les mantendría al corriente. Después, tendría que comprar algo de ropa, tras darse cuenta de cómo sus camisas resultaban totalmente inapropiadas para dar cobijo a aquel nuevo volumen que había adquirido su cuerpo. Respecto de Lucía, su hija de diez años, ya vería qué hacer, posiblemente tuviera que hablar antes con su madre, pedirle consejo mientras la nueva situación se fuese normalizando, dentro de lo que cabe, claro.
Tal y como había ideado durante aquella madrugada lo hizo.
Carlos llamó a la oficina, cogió cita después en el centro de salud para las 15:00. El resto de la mañana la aprovechó para irse de compras.
No tuvo más remedio que cambiar sus tiendas habituales por otras, que acostumbrarse a ciertas cosas que hasta ayer mismo resultaban impensables. Antes que nada, lo primero que tuvo que hacer fue bajar al supermercado de la esquina para comprar un paquete de compresas, sin llegar a valorar aquel lenguaje tan desconocido para su diccionario cotidiano –normal, súper, superplus, con alas, sin alas-. Las primeras que cogió, descartando por completo lo del tampax. Tendría que madurar un poco en su mentalidad femenina antes de poder introducir un artilugio como aquel en su recién estrenado órgano femenino, pensó.
Después se adentró en el mundo de los centros comerciales, y en la tienda de lencería de una marca conocida le llegó el momento del lenguaje de los sujetadores. Eso de la talla tenía un pase, pero lo de la copa le sonaba a chino. Así, que cogió varias tallas diferentes, se encaminó con todas las prendas hasta el probador, y se fue probando una a una hasta dar con la suya. Allí, delante del espejo, se sentía extraño toqueteando sus tetas, ocultándolas bajo aquellos encajes, recordando, como hasta hacía pocos meses, contemplaba aquella operación desde fuera con admiración, con erotismo, viendo cómo Julia, su mujer, se probaba un sujetador detrás de otro hasta dar con el que mejor le sentaba, más le marcaba el busto, más le apetecía lucir. En cambio, él se sentía aquella mañana como un transexual tras una reciente intervención de cambio de sexo, salvo que sus pechos lucían con más naturalidad, con más sinceridad, con más franqueza y, además, por sorpresa. Tras varios intentos y numerosos sobeos, llegó a la conclusión de que su talla era una 95B, sin saber demasiado bien qué podría significar aquello.
A continuación le tocó seleccionar las prendas de abajo, operación que le resultó mucho más sencilla. Todo conjuntando, en varias tonalidades, dependiendo para qué momentos del día, de la noche. Algo había aprendido tras varios años de convivencia con Julia.
También tuvo que ir acostumbrándose al tratamiento que recibía en las tiendas. Buenos días señora, ¿puedo ayudarla en algo?, o a las miradas descaradas de los tíos a su paso, que al principio no le hacían ninguna gracia, pero a las que tendría que ir habituándose , aunque sólo fuera para no deteriorar aún más su frágil salud mental. Más de una vez tuvo la tentación de decirle a alguno algún disparate merecido, del tipo “Pero so maricón, ¿no te das cuenta que soy un tío?”. Pero no lo hizo, llegando a entender, en esos momentos, al sexo femenino, porque aún siendo consciente de que su cabeza seguía pensando como un hombre, que su nombre seguía siendo Carlos, hasta que no resolvería ciertos problemas legales, a los ojos de todos, incluso a los suyos delante del espejo, su cuerpo era por completo de mujer, además de una mujer de buen ver.
Después de la ropa interior, se adentró en los probadores de varias tiendas de moda, sin saber a ciencia cierta en qué tenía que fijarse. Bueno, sí, era evidente que necesitaba un vestuario completo para su nuevo cuerpo, pero no dejaba de interrogarse mentalmente sobre qué tipo de mujer pretendía ser él, qué estilo debía tener. Tras tantas preguntas y dudas existenciales eligió un poco de todo, sin dejar de posar mil veces ante los espejos de los probadores. Ropa de diario, ropa para ir al trabajo, ropa para salir de noche, ropa para momentos especiales. Era el mismo discurso que recordaba de Julia.
En esa vorágine le sonó el teléfono. Precisamente era ella. Aún dudando de si aquel era el momento adecuado o no, le cogió la llamada, decidiendo sobre la marcha que era la ocasión de sincerarse y pedir ayuda, por qué no.
- Dime, Julia.
- ¿Te pasa algo, Carlos? Te noto un poco extraña la voz.
- Si yo te contara.
- Dime.
- Mejor no decirte nada. ¿Podemos quedar?
- ¿Es urgente?
- No sé realmente si lo es o no, pero creo que sí, Julia.
- ¿No estarás enfermo?
- No sé como explicártelo. Por eso te digo que mejor vernos, y después ya valorarás si estoy enfermo o se trata de otra cosa.
- Me estás asustando, Carlos.
- No es para tanto, digo yo. O sí. No lo sé.
- ¿Dónde estás ahora, Carlos?
- ¿Ahora mismo? En el Zara del centro comercial.
- Pues no debe ser tan grave cuando te has ido de compras, en vez de ir a trabajar.
- Comprueba la gravedad por ti misma, y después opinas.
- Venga, Carlos. Voy para allá.
- Espera. Quedamos en medida hora en la cafetería del centro comercial, la que hay a la entrada.
- Como quieras, Carlos.
- Pero por favor, Julia, no te asustes cuando me veas. Soy yo, la misma persona que estuvo casada contigo.
- Joder, Carlos. De qué me estás hablando.
- Sólo te estoy advirtiendo. Ve haciéndote a la idea de que las cosas no son lo que eran.
- Pero a la idea de qué, Carlos.
- Ven y lo verás por ti misma, Julia.
- Bueno, ya veré, como tú dices… Pero qué complicado eres, tío. Ahora nos vemos.
- Hasta ahora, Julia.
Carlos no sabía a ciencia cierta de si el timbre de su voz había cambiado también o era el mismo, de lo que no le quedaba ninguna duda, es de que Julia no le reconocería cuando le viera. Así que dejó todas las prendas que había cogido en su sitio, salió de la tienda y se encaminó hacia la cafetería a esperar que llegara. Después, ya vería qué hacía.
Vio aproximarse a Julia por delante de la terraza de la cafetería, evidentemente ella no se percató de su presencia. Pasó de largo, regresó al mismo punto, volvió a pasar de largo, miró para todas partes, esperó un instante pensativa, antes de verle le vio coger el teléfono para llamarle.
- ¿Dónde estar, Carlos? Estoy en la puerta de la cafetería y no estás.
- Aunque te parezca mentira, estoy frente a ti.
Ver su rostro girarse, fijarse en aquella mujer de treinta y siete años, con media melena de color oscuro, con aquellos vaqueros y con aquella camiseta un tanto amplia, con aquellas deportivas rojas, haciéndole un gesto de saludo con la mano, una indicación con el dedo, como llamándola ante el rostro de sorpresa de Julia.
- ¿Carlos?
- Calla, no hables tan fuerte mujer. No es necesario que todo el mundo se entere.
Aproximarse sin siquiera saludarle, sin saber si acaso como hacerlo, viendo como él se incorporaba de su asiento y le daba dos besos en las mejillas, sin dejar de perder su sonrisa ante el gesto de incredulidad, de asombro por parte de Julia.
- ¿Qué broma es esta, Carlos?
- No es ninguna broma. Siéntate y te explico.
- Joder, tío, ¿qué te has hecho?
- Hacerme… yo precisamente nada…
- No me engañes, Carlos. No puedo imaginarme que nuestra separación te haya podido afectar tanto.
- No es eso, Julia. Déjame que te explique.
- No es que quiera pedirte explicaciones, pero como podrás comprender…
- La misma sorpresa me llevé esta mañana al levantarme.
Explicarle después, sin perder el tono jovial que estaba utilizando, todo lo que había experimentado su cuerpo en las últimas horas, y sin entender el porqué.
- Joder, tío, no me lo puedo creer.
- ¿Te crees que yo sí?, que cuando vi mi cuerpo delante del espejo pensé, qué bien, y sin necesidad de operación.
- No te burles de esto, Carlos.
- No me estoy burlando de nada, Julia. Sólo intento asimilarlo.
- ¿Qué vas a hacer ahora?
- Llevo toda la noche pensando en las consecuencias. Más bien, en saber afrontar mi vida con esta nueva imagen. Lo primero que he hecho ha sido llamar al trabajo, decirles que me encuentro mal. Después, he cogido cita en el médico. Después, no sé, ya veré.
- Podrías operarte y volver a tío de nuevo.
- No he pensado nada sobre eso. De momento me preocupan otras cosas, como Lucía. Acostumbrándome a la vida como mujer, tomando decisiones conforme vayan surgiendo los momentos.
- ¡Me has dejado…!
- Me lo imagino. Ya te advertí por teléfono.
- Por Lucía no te preocupes, todavía es muy pequeña para entender ciertas cosas, o podemos ocultárselo de momento, decirle que te has ido una temporada de viaje, no sé, Carlos, ya se me ocurrirá algo.
- Eso espero, Julia.
- ¿Puedo ayudarte en algo, Carlos?
- Creo que sí, ¿por qué te crees que te he quedado contigo?
Después de tomarse un café, Carlos le cogió de la mano y la incorporó de su silla. Una vez de pie los dos, le dio un cálido beso a ella.
- Ey, Carlos. Nos tomarán por dos lesbianas.
- Cómo si me importara a mí eso ahora después de todo.
Cogidos de la mano la invitó a descubrir su estilo femenino, como dos amigas de edades parecidas, que dedican la mañana a ir de compras, o como dos hermanas también.
Junto a ella todo le resultaría más sencillo. Eso de las medidas, eso de los estilos, eso de los momentos. Que debería parecerle a Julia tener que acompañar a su ex marido para hacerse con un vestuario de mujer, sobre todo, cuando hasta hacía bien poco tiempo, era todo lo contrario.
Después de elegir diferentes prendas para las diferentes ocasiones, llegaron a los complementos.
- Carlos, ¿recuerdas lo que te gustaba que me pusiera?, pues ahora tienes la ocasión de ponértelo tú sin que parezcas un travesti.
En uno de aquellos probadores, ella le pidió que se pusiese uno de los vestidos que habían elegido.
- Ponte el vestido negro, ahora vuelvo.
Regresando al instante con unos zapatos de tacón alto.
- Póntelos, Carlos.
- Joder, me voy a matar con esto.
- Tendrás que aprender a andar con ellos, como todas las mujeres lo hemos hecho para intentar seducir a los hombres. Ahora eres una mujer, ¿o es que no te ves?
- Pero, Julia, ¿cómo voy a seducir a un tío si yo soy un tío?
- Este es tu problema, Carlos. Debes dejar de verte como lo que has sido siempre. Ya no eres un hombre, aunque sigas pensando como tal.
Viéndole delante de ella con aquel vestido corto, con aquellos tacones altos, buscó en su bolso un pintalabios rojo y perfiló los labios de Carlos. Le miró de cerca, sin decir nada, sin hacer ningún gesto. Él, a pesar de su rubor, se dejaba hacer.
- ¿Te puedo decir algo, Carlos?
- Dime lo que quieras, después de todo…
- Estás preciosa, más guapa que como hombre.
Dándole entonces un beso en los labios, en una de esas escenas íntimas, tras la cortina echada de un probador, por la que cualquier tipo estaría dispuesto a pagar una pasta para verla de cerca. Él siguió dejándose hacer, ella se dejó llevar también, pero sin ir más lejos, sólo aquel par de labios que tan bien se conocían, juntos de nuevo en tan diferentes circunstancias.
- Perdóname, Carlos, ha sido un impulso.
- No te preocupes mujer, realmente me ha gustado. Tal vez me haya convertido en una mujer lesbiana, Julia.
- Quién sabe…
Separándose después y saliendo del probador cargadas de bolsas de ropa, de zapatos, de cosméticos, de otros complementos. Almorzando después de aquel reencuentro tan inesperado, antes de la cita con el médico.
- ¿Quieres que te acompañe, Carlos?
- No creo que sea necesario, puedo afrontar este momento sólo. Al menos eso espero.
- Vale, entonces yo recojo a Lucía del comedor. A la noche te llamo y ya me dices qué tal te ha ido.
- Gracias por todo, Julia.
- De nada, Carlos. Sabes que aún te quiero, aunque lo nuestro no pudiera seguir adelante. Y perdóname por lo de antes, no debería haberlo hecho.
Se despidieron con dos besos, viéndola alejarse del coche, donde Carlos fue guardando todas las bolsas en el maletero, arrancando y encaminándose hacia su segunda cita de aquel primer día en su nueva vida.
II
Cuando escuchó su nombre, sintió un poco de vergüenza al levantarse y contemplar algunas miradas curiosas de los pacientes que aguardaban su turno tras él. Pero tenía que ir acostumbrándose. Las miradas, o los comentarios en voz baja casi eran lo de menos. Entró y cerró la puerta de la consulta.
Para el médico no debía resultar extraño, en tiempos como los actuales, que tras un nombre masculino hubiera un cuerpo de mujer, además, desde el punto de vista profesional, no dejaba de ser un simple paciente.
Después, le contó al doctor el objeto de su visita, los acontecimientos de la noche pasada, que no dejaron de sorprenderle, por supuesto, pero intentó tomárselo con un poco de naturalidad.
- No puedo decirle que sea normal, pero debemos afrontar los hechos con la mayor normalidad posible, supongo.
- No sé, usted es el médico.
- Por eso se lo digo. Le aconsejo una serie de pruebas. No vamos a encontrar el origen de los cambios, pero puede que sí alguna explicación al comportamiento normal o anormal de su cuerpo. Y si después decide recibir otro tipo de ayudas, no tiene más que decírmelo.
- ¿Ayudas de qué tipo?
- No sé, me refiero a ayuda psicológica.
- Dudo de que pueda sobrellevar bien todos estos cambios en tan poco tiempo.
- Por eso se lo digo.
Anotó mil cosas en el ordenador, indicándole que recibiría citas con varios especialistas, entre ellos, con el neurólogo y con el ginecólogo.
- Una vez que tenga todos los resultados, vuelva a verme y haremos lo que tengamos que hacer. Y si entonces necesita ayuda psicológica, dígamelo.
- Intentaré sobrellevarlo como pueda, acostumbrarme a mi nueva vida, y cuando tenga los resultados de todas las pruebas, ya veremos.
- En un principio no le receto nada, solamente si los dolores menstruales son fuertes, tómese un analgésico cualquiera. No hay medicación para transformaciones de sexo, como podrá entender.
- Lo entiendo, doctor. Pero otra cosa importante, de momento no puedo ir al trabajo en estas condiciones.
- ¿En qué trabaja?
- Llevo una sucursal de una compañía aseguradora.
- No se preocupe, le doy una baja por siete días. Dentro de una semana veremos qué tal va todo. Puedo entender que le resulte complicado volver a la oficina, pero debe buscar una solución para resolver el dilema en el que se encuentra. Los sexos no se cambian de la noche a la mañana, aunque en su caso así haya sido, pero no creo que regrese a su anterior cuerpo. Lo de regresar al trabajo debe resolverlo cuanto antes. Tómese estos siete días para pensar al menos, después ya veremos qué podemos hacer.
- Gracias, doctor.
Se despidieron con un apretón de manos y con un hasta pronto.
III
Regresó a casa con todas las bolsas.
Mientras cambiaba el contenido de los armarios, como si fuese un cambio de temporada, se fue probando, delante del espejo de cuerpo entero de su habitación una a una todas las prendas, todos los conjuntos de ropa interior, todos los vestidos, todos los zapatos; siempre, sin dejar de exponer una sonrisa en su gesto, sin dejar de sorprenderse del cambio, llegándose a sentir una mujer guapa y atractiva, ¿o guapo y atractivo en un cuerpo de mujer? Lo mismo daba, la evidencia era la que era, la tenía delante de sí, debía aprender a convivir con ella, sin poder olvidarse de dos cuestiones importantes que aún le quedaban por resolver: su trabajo y Lucía.
De momento, pasó gran parte de la tarde practicando de acuerdo con los consejos de Julia. Paseándose con sus tacones desde una esquina a la otra de la casa, como si estuviera preparándose para una pasarela de moda.
En esas estaba cuando le llamó Julia, con la que mantuvo una larga conversación acerca de la consulta con el médico, sobre Lucía, sobre cómo poder resolver las cuestiones laborales, incluso sobre la importancia de su relación con ella a partir de ahora, por cuestiones evidentes, volviendo a pedirle perdón de nuevo por lo de antes. Lo que sí tenían claro los dos, era que sería mejor esperar un tiempo antes de tener que enfrentarse a su hija con su nuevo cuerpo.
Después de la conversación con Julia, llamó a Antonio. Habían estudiado juntos durante muchos años, coincidieron en el instituto, después en la facultad. Tras unos años de separación, se volvieron a encontrar cuando Carlos entró en la empresa en la que actualmente trabajaba. Antonio ocupaba ahora la jefatura provincial de la compañía, y tenía claro una cosa, que si podía sincerarse con alguien del trabajo, ese sin duda era Antonio.
En aquella llamada tampoco llegó a confesarle su situación, pero sí quedaron para el día siguiente en casa de Carlos. El tema no podía demorarse mucho tiempo, tal y como le había aconsejado su médico.
Tal y como habían quedado, a las 20:00 del día siguiente, Antonio estaba llamado a su puerta. Cuando abrió, le vio delante de él con su traje y corbata de recién salido de la oficina. Él, con su nuevo vestuario, había decidido adoptar el papel de mujer. Tampoco quiso exagerar demasiado, pero sí se había puesto una falda corta de color negro, una blusa semitransparente que dejaba entrever el sujetador, además de subirse a esos tacones negros a los que se fue adaptando durante todo el día yendo de un lado a otro de la casa.
- Buenas noches, había quedado con Carlos.
- Pasa, Antonio.
Se le había ocurrido divertirse un poco a costa de su amigo, un juego antes de confesarle la realidad, como si intentara, con ello, romper ese recelo que sentía ante la obligación de tener que decirle lo que tenía que decirle. Para hacerlo todo más llevadero tuvo aquella ocurrencia.
No se saludaron de ninguna forma, ni con la mano, ni con dos besos. Carlos también rehuyó pronunciar nombre alguno. Simplemente, le hizo pasar hasta el salón, pidiéndole que se acomodara en el sofá.
- Siéntate, Antonio. Carlos vendrá en un momento. ¿Te apetece tomar una cerveza?
- Bueno, gracias.
Instantes después, Carlos regresaba de la cocina con las dos cervezas, ofreciéndole una a Antonio. Se sentó justo enfrente y cruzó las piernas.
Antonio no dejó de mirarle. Aunque quisiera disimular, no lo hacía demasiado bien que digamos. El silencio imperante se tenía que romper de alguna forma. Ni Antonio sabía quién era aquella chica, ni Carlos quería desvelar en quién se había convertido él.
- ¿Conoces a Carlos desde hace mucho tiempo?
- Estudiamos juntos en el instituto y en la universidad. Después estuvimos un tiempo sin vernos, hasta que un día volvimos a coincidir en el trabajo.
- ¿Cómo es Carlos?
- ¿Cómo es de qué?
- No sé, tú pareces conocerles mejor que nadie.
- Imagino que tú también le conocerás.
- No te creas. Tú como hombre, ya sabes.
- ¿Qué es lo que tengo que saber? Tú estás en su casa, con lo cual deberás saber también cosas de él.
- Nos conocimos hace unos días, poco más. Por circunstancias que no vienen al cuento aquí estoy, pero eso es lo de menos.
- Es un tipo con suerte visto lo visto.
- Gracias, Antonio, por la parte que me toca.
- Son cosas evidentes, como te llames.
- Cristina. Me llamo Cristina.
- Es algo palpable, Cristina. Carlos era el mejor en clase, tanto en el instituto como en la universidad. Además, era un tío que presumía de ello. Vamos, que la humildad no es una de sus cualidades.
- Pero es normal que la gente con suerte, o con éxito, lo ponga de manifiesto.
- Si no te digo que no, Cristina. Es que, además, el cabrón, alardeaba por todo delante de los amigos. Se paseaba con las chicas más guapas, disfrutaba de las mejores vacaciones… Muchas veces sin venir a cuento. Por ejemplo, estábamos en la cola de un cine para entrar y se nos acercaba cogido de la mano de la chica más increíble del barrio.
- Tampoco hacía nada malo.
- No te digo que sea algo malo, Cristina. Simplemente que era un cabrón con sus amigos.
- Noto en ti un poco de celos, Antonio.
- Puede ser, pero él no se cansaba de alimentarlos. Ahora vengo a su casa, me dice que tiene que hablar conmigo, que tiene un problema grave que contarme, y en vez de encontrarme con él, me da la bienvenida contigo. Dime qué adjetivo utilizo, Cristina.
- Cabrón, Antonio. Llevas razón.
Y no dejaban de reírse llegada la conversación a tal extremo, a ese momento en el que Carlos había llevado la situación a donde quería llevarla, disfrutando de las palabras de su amigo, de sus miradas cada vez más descaradas, de sus provocaciones incesantes cada vez que le miraba directamente a los ojos mientras hablaban, cada vez que descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas sin pudor de enseñar si quiera el color de sus bragas. Era el juego que había previsto, sobre todo ante Antonio, un tipo que siempre se había desvivido por una chica, que sin preguntar siquiera se había lanzado siempre a decirle lo primero que le viniera a la cabeza, a mirarla directamente a la cara, a los pechos, al culo. Antonio, como la mayor parte de los hombres se comportaba así, como también lo había hecho él cuando se comportaba como un hombre.
Llegada la conversación a ese extremo, fue cuando le pidió a Antonio que se levantara del sofá, que se le acercara, y cuando le tuvo a menos de medio metro de distancia, tan próximo que sin duda Antonio se creyera otra cosa, con su rostro nervioso y babeante, como el de cualquier tipo deseoso al ver que una chica guapa se le arrima, tanto que el espacio entre ambos ha dejado de existir, soñando que la tiene en el bote, que la ha conquistado, que terminará sin duda en unos minutos atravesando sus labios, tumbado en el sofá sobre ella, desnudándola sin compasión alguna, le dio un bofetón nada violento, más cariñoso que impetuoso, entrándole aquella risa vehemente que a cualquiera podría entrarle al levantar el velo del misterio, y tras él, descubrir que todo lo anterior no había sido más que una broma pesada, aunque merecida, un acto de diversión a costa de otro, deshonor, oprobio, de esos que es mejor silenciar los días sucesivos ante los propios compañeros del trabajo con tal de no dejar a un amigo en el más absoluto ridículo.
- ¡Qué imbécil eres, Antonio! ¿No te das cuenta?
- ¿Pero quién coño eres, Cristina?
- Cristina… Acerca tus ojos y mírame de cerca, pero no te atrevas a besarme, ni se te ocurra. Escucha mi voz a la vez. ¿No sabes quién soy?
- Cristina, joder. Eso es lo que me has dicho, o es qué no tengo que creerte.
- Soy Carlos, Antonio. Carlos, tu amigo, tu compañero.
- ¡Y un carajo!
- Que sí gilipollas, y te diría mil cosas privadas tuyas para demostrarte que estoy en lo cierto. Si quieres empiezo. Tú mujer, Anabel, 42 años. Dos hijos, de cuatro y dos años. Te casaste en la iglesia del Salvador, y no me invitaste a tu boda, jurándome y perjurándome que no me habías podido localizar a tiempo…
- Para, para… Pero, Cristina o Carlos o quien coño seas, ¿me puedes explicar esta broma?
Yendo a la cocina a por un par de cervezas más, antes de regresar al sofá los dos, uno frente al otro de nuevo, y largarle toda la historia de las últimas cuarenta y ocho horas, incluida la historia del médico. Por eso le había pedido que viniera a su casa antes que ir él a la oficina, por eso llevaba ausente un par de días del trabajo. Necesitaba su ayuda, su consejo, confiaba en él para buscar una salida.
- ¿Y para eso has tenido que montar todo el espectáculo de antes?
- Perdona, Antonio. Ni siquiera lo había pensado, pero te vi tan atento a mi cuerpo, que no me pude resistir. Además, ese teatro me ha servido para romper mi pudor ante una confesión como esta, o te crees que es fácil contarte lo que te he contado. Para nada.
- Estás buenísima.
- Qué maricón que eres, te importaría una mierda ponerle los cuernos a tu mujer con su mejor amigo.
- No me podía imaginar que fueras tú.
- Pero lo hubieras hecho con Cristina sin dudarlo.
- Hijo de puta, ¿y ahora que vas a hacer, Carlos… o te puedo llamar Cristina?
- No seas cabrón, Antonio.
- A ver, viéndote como te estoy viendo, lo de Carlos suena muy extraño.
- También es verdad, no termino de acostumbrarme.
Después hablaron de posibilidades, de futuros, llegando a la conclusión de que lo mejor era esperar unos días. A principios de mes abrían una nueva sucursal en un municipio cercano, allí tendría el puesto de directora, sus empleados serían nuevos, por lo que podría iniciar una nueva vida completamente desvinculada de la pasada. Y respecto a sus antiguos compañeros, tampoco es que hubiera una relación de amistad con ellos, haría circular el bulo de que por motivos personales había solicitado un traslado lejos, sin tener que entrar en demasiadas profundidades. Si alguno se le cruzaba alguna vez, nadie sospecharía de que tras aquel cuerpo de Cristina, pudiera encontrarse Carlos. Impensable completamente.
Después siguieron bebiendo cervezas, pidieron algo de comer al chino, abrieron varias botellas de vino, recordaron miles de cosas, hablaron de los miedos de Carlos en adelante, de la nueva vida, de que le depararía a partir de mañana… Un poco de todo, hasta que dadas las tantas, Antonio decidió poner fin a aquella velada. Al día siguiente él sí tenía que trabajar.
- Llámame si necesitas algo.
- No te voy a pedir que me invites a cenar, y dejarte ver por ahí agarrado de mi mano. Pero agradezco tú ofrecimiento.
- Jajajaja, no soy tan maricón. Te llamo para que visites la nueva oficina.
- Cuando tú quieras, pero tendrás que acostumbrarte a mi nuevo todo.
- Me va a resultar difícil. Tú perdóname si meto la pata alguna vez.
- También me puede ocurrir a mí.
En el umbral de la puerta, los dos dudaron de la forma de despedida. Un cordial apretón de manos, un abrazo, un par de besos. Se reían por lo cómico de aquel encuentro, de aquel momento tan histriónico. Al final, prevalecieron los besos, de alguna forma tendrían que acostumbrarse a relacionarse de una forma nueva. Cerrando la puerta y regresando al salón donde terminó con la media botella de vino que quedaba en la botella, recordando los momentos vividos, sonriendo por aquella comedia en la que se había convertido, no su vida, sino la adaptación a la misma.
IV
Se sucedieron los días rehuyendo salir a la calle. Pendiente de alguna novedad del teléfono, de la comida que pedía a domicilio, del acostumbrarse a su nuevo cuerpo, a su nuevo vestuario, pero sin atreverse a dar un paso más allá. Hacía dos semanas de la metamorfosis.
Una tarde se presentó Julia en su casa, sin avisar, dispuesta a rescatarle.
- Vengo a invitarte a cenar.
- Pedimos comida, Julia.
- Para nada. Estoy harta de que te alimentes de esa forma. Tienes que salir. Acostumbrarte a tu nueva vida. Lo que te hacía falta, aparte de este cuerpo maravilloso que dios te ha dado, es que encima se te fuera la cabeza. No estoy dispuesta, aunque sea por tu hija.
- ¿Qué has hecho con ella?
- No te preocupes por Lucía, esta noche está a buen recaudo.
Se fueron al dormitorio y le ayudó a acicalarse, como podrían hacerlo dos amigas preparándose para una noche de juerga.
Después salieron a la calle, cogieron el coche y se fueron a cenar a un restaurante conocido para los dos, en el que habían compartido muchas noches mientras estuvieron casados.
- Carlos, si no te importa dejaré de llamarte así, creo que no es propio.
- Muy propio no lo es que digamos.
- Te llamaré como le dijiste a tu jefe el otro día, si quieres.
- Sabes que es un nombre que siempre me ha gustado.
- Aunque no dudes que llamar Cristina a mi ex marido me resulta un poco extraño.
- Me imagino, Julia.
Cenaron sin prisas. Después ella había ideado ir a tomar unas copas. Sentadas en un taburete junto a la barra fueron vaciando un gin tonic tras otro. Hablaron de lo que pueden hablar dos mujeres en circunstancias como aquellas. De ropa, de trabajo, de hombres, de cientos de cosas, llegando a olvidarse por completo de que tras aquellos dos cuerpos había existido una relación heterosexual entre ellos, habían tenido una hija en común.
Se les acerco más de uno pretendiendo no terminar sola su noche, pero a todos se les fue largando de manera poco cortés. Aquella era su noche, la que Julia había elegido para bautizar a Carlos como mujer pública, en el sentido de mujer que sale por primera vez a la calle como tal, no en el otro sentido.
Tomaron demasiado, llegando a recordar cuando se conocieron, en casa de un amigo común una tarde de sábado, el día que comenzaron a salir juntos, el primer beso, todos los que vinieron después, su primer encuentro sexual. Tanta melancolía unida a tanto alcohol, que el acercamiento les resultó casi inevitable, aunque ninguno de los dos intentó controlar sus impulsos en ningún momento. Más de alguno pensaría que eran dos lesbianas sin vergüenza, síntoma evidente de que los tiempos estaban cambiando, afortunadamente.
Aquella noche terminó como era de esperar, según habían ido sucediendo los acontecimientos. Una última copa en casa de Carlos, un primer beso, a los que sucedieron muchos otros, el desnudarse de ambos cuerpos, descubriendo cuánto había cambiado su relación en los últimos tiempos, cuánto había cambiado el cuerpo de su marido, acostumbrada como está a verle penetrándola por todos los orificios de su cuerpos. Ahora, en cambio, aquel tacto sedoso de Carlos, aquel sabor diferente de su piel, aquellos senos duros como una piedra al acercar sus labios, aquellos labios rojos tras los que se escondía una lengua que sí reconocía en su reencuentro. Descubrieron mil posturas desconocidas para ambos, gozaron como no lo habían hecho antes. No es que se volvieran lesbianas de la noche a la mañana, más bien se trataba de un juego en el que cada uno de ellos descubría en el cuerpo del otro el placer de lo prohibido, de lo escondido, el morbo de lo inusual puesto por delante aunque sólo fuera durante una noche. Fatigados del esfuerzo, sí tenían claro algunas cosas.
- Sabes tan bien como yo que esta relación es imposible.
- Soy consciente, Julia.
- Aún así, me lo he pasado maravillosamente bien contigo. Y espero que hayas aprendido que tienes toda una vida por descubrir. Disfrútala, Cristina.
- Gracias, Julia.
Después se despidieron con un beso en los labios en el mismo umbral de la puerta.
Aquella noche Carlos masturbó su cuerpo femenino pensando en Julia, cuando tenía pene y lo hacían juntos en cualquier rincón donde encontraran un poco de intimidad, hace unos minutos cuando la veía a ella entre sus piernas metiendo su lengua en el interior de su vagina. Era la primera vez que lo hacía, y realmente le había gustado descubrir esa nueva forma de goce que le había proporcionado su cuerpo.
V
Y vinieron después las pruebas médicas. Los análisis de sangre, de orina, las angiografías, las artroscopias, los electromiogramas, las tomografías, las urografías, las biopsias, las citologías, los electros, las ecografías, las gammagrafías, las mamografías, las punciones, las resonancias. Lo peor, el mal rato subido al potro, mientras el ginecólogo metía unas pinzas para pellizcar en su interior y extraer unas muestras de tejido. Pero en ningún momento ninguna de las personas que le atendió hizo comentario alguno, aunque, sin duda, supieran el destino de todas aquellas innumerables pruebas a los que fue sometido en días sucesivos. Tampoco a Carlos se le ocurrió decir nada, ni preguntar, demasiado tenía con dejar su cuerpo expuesto a la ciencia, a los experimentos a los que uno tras otro, fue sometido su virginal cuerpo.
Y, por supuesto, llegaron los resultados de todos aquellos ensayos. De nuevo aquella consulta del primer día, el mismo doctor tras su ordenador y con un montón de sobres marrones sobre su mesa.
Después de aquel calvario los resultados eran unánimes. Esa metamorfosis no tenía una explicación científica, al menos nadie la había encontrado. Al margen de esta evidencia, su cuerpo se encontraba en perfectas condiciones, ningún síntoma que evidenciara una anomalía o mal funcionamiento. A todas luces, Carlos tenía un cuerpo de mujer, además de mujer en edad fértil.
- ¿Quieres decir que me puedo quedar embarazado?
- Diga mejor embarazada, en un hombre es un término que resulta un poco extravagante. Pero sí. A su edad, ya sabe las consecuencias de lo que le estoy diciendo.
- Perfectamente, doctor.
- Y respecto al mantenimiento de la baja laboral, no es problema que se la prolongue unas semanas más, pero espero que haya tomado una decisión.
- No se preocupe, había aplazado mi incorporación al trabajo mientras me sometía a este calvario de toqueteos y manoseos, pero en unos días regreso a la vida normal.
- Yo me alegro. Por cierto, sobre lo que hablamos de pensar en una intervención de cambio de sexo inversa, es decir, regresar a su cuerpo de hombre. No creo que resultase aconsejable, nadie le dará garantía de que quede bien físicamente, además de los problemas psicológicos que podría tener con tantos cambios.
- Creo que me voy acostumbrado poco a poco a este cuerpo.
- Piense una cosa, pocas personas tienen la posibilidad de vivir la misma vida metido en dos cuerpos diferentes, uno masculino y otro femenino.
- Visto así.
- Y no dude en consultarme si necesita algún tipo de ayuda psicológica. Ya se lo he comentado en algunas ocasiones.
- De momento no lo llevo mal.
Despidiéndose hasta la semana siguiente, en la que pasaría por allí para recoger el alta. Con aquella frase que se le había quedado grabada en la cabeza: a todas luces era una mujer, además una mujer fértil.
Aquella misma tarde habló con Julia, y convinieron que lo mejor que podía hacer era formalizar todos los cambios legales respecto al nombre. Registro Civil, Documento Nacional de Identidad… todas esas cosas que le supondrían olvidarse por completo de Carlos y adoptar, para siempre, uno nuevo. Sin pensárselo mucho, se inscribió con el nombre que había utilizado la noche que invitó a Antonio a cenar a casa, tampoco le sonaba tan mal, Cristina.
La normalidad se fue haciendo en su vida al incorporarse a su empleo. Aquella nueva oficina que habían abierto hacía unos días. Siguió viendo a Antonio, a Julia, adentrándose en su día a día a pesar de los cambios, perdiendo el miedo a dejarse ver, a pasearse con sus tacones por centros comerciales y bares, incluso el primer día en la oficina, siendo presentada por Antonio a todos sus compañeros, convirtiéndose en ese momento en su nueva jefa, Cristina.
La vida se iba amoldando a las nuevas circunstancias, acomodándose, adaptándose, sin más sobresaltos. Incluso a los hombres que la miraban por la calle, que la piropeaban de vez en cuando. Con el tiempo le llegaba a resultar incluso gratificante, siempre dentro de los límites de la cortesía.
Antonio les había contado a sus compañeros algo sobre su vida. Intentaba con ello, que fueran con Carlos lo más cercanos posible, que le ayudaran a habituarse, que le hicieran el camino más llevadero. Cristina, como les contó, estaba superando un mal momento personal. Había tenido una separación algo traumática, y había decidido cambiar de aires. Por eso había pedido traslado urgente de ciudad, y poder incorporarse cuanto antes para poder ir superando su situación. Era una gran profesional, que con la ayuda de todos, convertiría esta sucursal en un ejemplo para la compañía. Que esperaba de todos ellos su máxima colaboración y comprensión.
A partir de ese momento, la nueva Cristina conducía todas las mañanas unos kilómetros hasta su nuevo despacho. Siempre luciendo sus vestidos y sus tacones, encontrando en sus nuevos compañeros tal vez lo que necesitaba, cercanía. A nadie se le podía pasar por la cabeza el pasado reciente de Carlos, tampoco a él se le ocurrió, en ningún momento, hacer ninguna referencia a ello.
Profesionalmente todo fue como su jefe esperaba de él, pero, además, alguna compañera se prestó en todo momento a hacerle más liviano el tiempo después de la jornada laboral. Hubo salidas a comer, alguna cena. Básicamente eran encuentros con compañeras, a ningún tío se le ocurrió acercársele. Era la jefa a fin de cuentas; para los hombres, eso de seducir a las personas que mandan, impone cierto respeto y mucho reparo.
Se había normalizado tanto la vida de Cristina, que prácticamente se había ido olvidando de su anterior identidad, a no ser de sus encuentros con Julia, con la que no volvió a mantener ningún encuentro íntimo más; a no ser también de sus pensamientos por Lucía, a la que no había vuelto a ver, pero de la que Julia le contaba cómo estaba creciendo, cómo avanzaba en sus estudios, y a la que pronto debería enfrentarse cara a cara.
VI
Prácticamente, hasta el pensamiento de Cristina se fue haciendo femenino. Tanto, que una noche conoció a Jose, al que no intentó rehuir en ningún momento.
Había salido con una compañera a cenar. Después se fueron a un bar a tomar una copa. Era viernes y al día siguiente no había que madrugar. Hablaron de todo, menos de trabajo. Carmen, que así se llamaba, también llevaba un par de años separada, no tenía hijos. Después de romper su matrimonio, regresó al domicilio de sus padres, donde se dedicó, a tiempo parcial, al cuidado de sus mayores que habían sobrepasado ya los ochenta años. Una larga temporada alejada de la calle, del bullicio de los bares, de los encuentros con sus amigas, de cualquier caricia o beso, que apenas recordaba cómo eran. Por eso, la posibilidad de regresar a sus treinta y seis años, y salir del nicho familiar, eran causa de celebración, aunque solamente fuera de vez en cuando, fines de semanas alternos a lo sumo, en compañía de Cristina, que le abrió los ojos a una vida más allá de las obligaciones.
En un momento dado, se les acercó un chico. Él estaba sólo, pero no le importaba compartir, si ellas querían, un rato de conversación con las dos. Una charla que se hizo eterna, más allá de las tres de la madrugada, hora en la que Carmen decidió retirarse, dejando el camino expedito a Cristina por si quería ir más allá del diálogo con Jose. Siguieron hablando de todo, por supuesto.
Jose, de cuarenta y dos años, era escritor. Si bien no demasiado famoso, en el sentido de popular, se ganaba la vida con dicha actividad sin necesidad de buscar otras fuentes de ingreso. Con los derechos de autor de sus novelas, con algunas colaboraciones en medios de comunicación y algunas traducciones que llenaban su tiempo disponible y le bastaban para pagar los gastos de una persona sola. No es más rico quién más gana, sino quién menos necesita, repitió en más de una ocasión.
Cuando se quedó solo con Cristina, Jose aprovechó para dar un paso adelante, para romper su miedo de arrojarse al vacío y sus consecuencias, porque desde que unas horas antes buscara su espacio entre las dos mujeres, su única intención era quedarse solo con Cristina. Fue cuando le cogió la mano, la dejó quieta sobre la de ella, la miró a los ojos, y le dijo todo cuanto un escritor puede decirle a una mujer guapa. Ella se dejó llevar por el momento, por el alcohol que colapsaba su sangre y enturbiaba su mente, por las palabras de aquel casi desconocido que le estaba abriendo el corazón de repente. En ningún momento pensó en quién era, mucho menos de dónde venía, tampoco tuvo tiempo de imaginarse el enfrentamiento de su cuerpo desnudo junto al de otro hombre. Le dejó hacer, sin cuestionarse que su mentalidad de mujer se encontraba en fase de preparación, dejando de lado aquella masculinidad perdida en una noche cercana. Debía darle una oportunidad a su cuerpo, antes de convertirse en una lesbiana aterrada, antes de cerrar definitivamente la puerta a aquella posibilidad que se le ponía por delante, quién sabe si por última vez. Mañana podría reflexionar desde la claridad de otros pensamientos, pero mientras tanto, fue absorbida por las palabras de Jose, por las historias que le contaba, por el tacto de su mano acariciando la suya. Y siguieron conversando hasta perder por completo la noción del tiempo, del cuerpo que tenía frente a ella, de los ojos que no se separaban ni un instante de los suyos. Sin siquiera venirle a la memoria otros recuerdos pasados, los de las chicas que había enamorado durante su adolescencia, durante su juventud. Eran tiempo distintos. Su vida había cambiado repentinamente y, simplemente, actuaba en consecuencia.
Nada más salir del local, el frescor de la madrugada les cobijó por igual, también la soledad de las calles recogidas esperando un nuevo amanecer. Fue cuando Jose se le acercó aún más, cuando sintió su cara a escasa distancia de la suya, cuando sintió, por primera vez, los labios de un hombre contra los suyos sin sentir repugnancia, ni aversión. Era extraño el tacto de su lengua contra la de ella, el calor que le subía desde más debajo de su vientre. Sensaciones completamente novedosas que iba sintiendo conforme Jose rebuscaba en los rincones de su cuerpo, escrutando otros espacios más recónditos cuando se refugiaron en el interior del coche, en la habitación de la propia Cristina instantes después. Él la fue desnudando con delicadeza, mientras Cristina permanecía de pie sin hacer nada, sólo contemplando sus manos bajándole el vestido, acariciando sus hombros, su cuello, sus mejillas, dejándola en ropa interior y sobre sus zapatos de tacón alto, sin querer echarle una mano en ningún momento. Después le desabrochó el sujetador, le bajó las medias, acariciando suavemente sus piernas, después las bragas, calzándola de nuevo para dejarla completamente desnuda sobre sus tacones. Ella no quiso decir nada, él, también se mantenía en completo silencio. Sólo el lenguaje de los cuerpos conociéndose. Después, la llenó de besos, siempre ella de pie, la besó en los labios, en el cuello, recorrió con su lengua sus pechos, deteniéndose en sus pezones durante un buen rato, deslizándola por todo su torso mientras la agarraba con fuerza por la espalda, por las nalgas. El tiempo se había detenido por completo, sólo el sonido de sus cuerpos silenciosos, la luz encendida de la lámpara de noche. Su cuerpo después tumbado boca arriba, el de Jose, que se había desnudado junto al de ella. Sus caricias recorriendo toda su piel, sus labios adentrándose entre las piernas de Cristina, mientras sus manos no dejaban de palpar, tentar, tocar, los espacios cercanos. Sigilo que fue abriendo paso al lenguaje del placer. Hasta verle incorporarse, con aquella polla enorme completamente erecta, aproximarla y, sin decirle nada, acercarla a su boca. Cristina cerró los ojos, no quería ver ni pensar, sólo seguir inconsciente al tiempo real. Tocarla con sus manos, con la punta de su lengua, hasta atreverse a meterla en su boca hasta donde pudo, sin asco, sin fatiga, sin arrepentimiento de ningún tipo, con aquel movimiento innato causando todo el placer posible en él, de la misma forma que él lo había sentido cuando su cuerpo era masculino, cuando Julia se entretenía con su pene hasta inundar su boca de todo el esperma que guardaba para ella en los momentos especiales. Acariciando sus testículos con una mano, para ayudar al movimiento de la verga hacia el interior de su boca. Un rato enorme que terminó en la explosión de todo su semen en su interior, la boca de Jose acercándose a la suya, mezclando todos los sabores posibles de su cuerpo y del cuerpo de Cristina. Sin parar, sin pausa alguna, volviendo a acariciarle hasta ver aquella polla de nuevo en movimiento,
Nada más salir del local, el frescor de la madrugada les cobijó por igual, también la soledad de las calles recogidas esperando un nuevo amanecer. Fue cuando Jose se le acercó aún más, cuando sintió su cara a escasa distancia de la suya, cuando sintió, por primera vez, los labios de un hombre contra los suyos sin sentir repugnancia, ni aversión. Era extraño el tacto de su lengua contra la de ella, el calor que le subía desde más debajo de su vientre. Sensaciones completamente novedosas que iba sintiendo conforme Jose rebuscaba en los rincones de su cuerpo, escrutando otros espacios más recónditos cuando se refugiaron en el interior del coche, en la habitación de la propia Cristina instantes después. Él la fue desnudando con delicadeza, mientras Cristina permanecía de pie sin hacer nada, sólo contemplando sus manos bajándole el vestido, acariciando sus hombros, su cuello, sus mejillas, dejándola en ropa interior y sobre sus zapatos de tacón alto, sin querer echarle una mano en ningún momento. Después le desabrochó el sujetador, le bajó las medias, acariciando suavemente sus piernas, después las bragas, calzándola de nuevo para dejarla completamente desnuda sobre sus tacones. Ella no quiso decir nada, él, también se mantenía en completo silencio. Sólo el lenguaje de los cuerpos conociéndose. Después, la llenó de besos, siempre ella de pie, la besó en los labios, en el cuello, recorrió con su lengua sus pechos, deteniéndose en sus pezones durante un buen rato, deslizándola por todo su torso mientras la agarraba con fuerza por la espalda, por las nalgas. El tiempo se había detenido por completo, sólo el sonido de sus cuerpos silenciosos, la luz encendida de la lámpara de noche. Su cuerpo después tumbado boca arriba, el de Jose, que se había desnudado junto al de ella. Sus caricias recorriendo toda su piel, sus labios adentrándose entre las piernas de Cristina, mientras sus manos no dejaban de palpar, tentar, tocar, los espacios cercanos. Sigilo que fue abriendo paso al lenguaje del placer. Hasta verle incorporarse, con aquella polla enorme completamente erecta, aproximarla y, sin decirle nada, acercarla a su boca. Cristina cerró los ojos, no quería ver ni pensar, sólo seguir inconsciente al tiempo real. Tocarla con sus manos, con la punta de su lengua, atreverse a meterla en su boca hasta donde pudo, sin asco, sin fatiga, sin arrepentimiento de ningún tipo, con aquel movimiento innato causando todo el placer posible en él, de la misma forma que él lo había sentido cuando su cuerpo era masculino, cuando Julia se entretenía con su pene hasta inundar su boca de todo el esperma que guardaba para ella en los momentos especiales. Acariciando sus testículo con una mano, para ayudar al movimiento de la verga hacia el interior de su boca. Un rato enorme que terminó en la explosión de todo su semen en su interior, la boca de Jose acercándose a la suya, mezclando todos los sabores posibles de su cuerpo y del cuerpo de Cristina. Sin parar, sin pausa alguna, volviendo a acariciarle hasta ver aquella polla de nuevo en movimiento, buscando el interior de su vagina, dejándola allí dentro durante toda una eternidad, sin reflexiones, sin recuerdos, sin miedos, dejándola hacer sin más, porque era lo que Cristina deseaba en aquel momento, que hicieran con ella cualquier cosa, su cuerpo había claudicado, sus miedos se habían evaporado.
Despertó bien entrada la tarde del sábado. Allí seguía el cuerpo de Jose junto al suyo.
VII
Allí siguió durante todo aquel fin de semana, durante la semana siguiente, durante los meses que llegaron. Jose y Cristina se habían hechos inseparables, sus espíritus, sus cuerpos.
Ella pasaba la mañana y la tarde en la oficina. Ninguno de sus hábitos había cambiado. Eso sí, su sonrisa no dejaba de fluir aún en los momentos más difíciles. Ni siquiera llegó a pensar en su pasado, a no ser en la única preocupación que le quedaba por afrontar, Lucía. Era padre, eso no podía olvidarlo, ni borrarlo de su memoria. Por lo demás se sentía feliz. Amaba, aunque fuera de otra forma imposible de imaginar.
En casa, Jose hacía lo que tenía que hacer. Y, cuando ambos cuerpos se encontraban por la noche, el volcán volvía a erupcionar.
Un mes, dos meses a lo sumo, guardando aquella relación para sí misma. Sin ocultarla como un secreto, pero sin alardear de ella. Se dejaban ver sin miedo por la calle, pero no era un tema del que Cristina hablara a nadie, aunque muchos, en el trabajo, pudieran sospechar de algo, cuando dejó de salir con Carmen por las noches, o cuando llegadas ciertas horas, siempre manifestaba sus prisas. No por ello dejó de almorzar con sus compañeros, o tomar alguna copa, cada vez más de tarde en tarde.
Durante todo ese intervalo, aunque sin evitarla, tampoco le apetecía frecuentar mucho a Julia. Apenas habían vuelto a verse, aunque sí hablaban con frecuencia por teléfono. De Lucía, de cómo les iba la vida. Un poco de todo. Pero, por supuesto, sin nombrar a Jose.
Pero tuvo que hacerlo un día.
Se sentía bastante mal una mañana. Tanto, que tuvo que llamar a la oficina y decirles que no se encontraba bien. Parecidos síntomas a los de aquella noche lejana en el tiempo. Entonces, le vino a la mente la posibilidad de que su cuerpo mutara ahora al de hombre. Ante tal posibilidad, sintió verdadero pánico. Podría afrontarlo, sin duda. Tal vez, le viniera bien de cara a su relación con su hija, pero sería volver a cambiar su vida, ahora que había cogido un nuevo rumbo: el trabajo, Jose… Pero al levantarse no había rastro de sangre sobre sus piernas. Delante del espejo del cuarto de baño su cara seguía siendo su cara, sus pechos seguían colocados en el mismo sitio… Jose estaba trabajando en su despacho. Le hizo una visita y le dijo que se encontraba mal, que llamaría a la oficina para decirles que no aparecería durante todo el día, que se quedaría en la cama. Pero Jose la llevó al hospital, a urgencias.
Después de varias pruebas, el resultado de sus malestares era evidente. Cristina estaba embarazada. No tenía la costumbre de sentir la regla, sólo un par de veces en su vida. No la había echado de menos, porque, habitualmente, nunca había convivido directamente con ella. Pero sí, ere esa su estado.
Jose la abrazó ante la noticia, la besó mil veces… Pero el gesto de Cristina no evidenciaba ningún tipo de alegría. Convertirse en mujer tiene un pase, acostarse con hombres en vez de mujeres también, pero quedarse ahora embarazada era llevar la broma a un extremo demasiado alejado de sus pretensiones. Aún así tuvo que guardar su reacción, no podía confesarle nada a Jose. Intentó guardar para sí misma su pesadumbre, y pensar en cómo poder afrontar su estado ante Julia, ante Lucía también.
Quedaron dos días más tarde para almorzar, y estaba claro que Julia no se lo podía tomar demasiado bien.
- ¿Seis meses con cuerpo de mujer, y ya te has quedado embarazado? Eres un inconsciente, Carlos.
Para Julia, Carlos siempre sería Carlos, el hombre del que un día se enamoró perdidamente, por muchas tetas que pudiera tener ahora, por mucho embarazo que llevara en su vientre. Nunca se acostumbraría a llamarla por su actual nombre, era Carlos, era él, su ex marido, un insensato.
- Llevo un par de meses viviendo con un chico, Julia.
- No me parece mal que vivas con nadie, hijo, pero de ahí a lo otro.
- Perdóname, sabía que reaccionarías mal.
- ¿Cómo coño quieres que reaccione, Carlos? Llevo seis meses ocultándole a nuestra hija tu estado, mintiéndole, diciéndole que estás de viaje, pero que volverás pronto. Incluso quería inventarme que te habías muerto.
- ¿Cómo?
- Sí, joder. Te morías. Lucía perdía su padre, pero tú serías como una tía o yo que sé. ¡Me vas a volver loca!
- Lo siento, Julia. No quiero que le mientas por mi culpa.
- Perdóname tú, tampoco tenía que ponerme así.
- Había pensado incluso en abortar.
- Eso lo tendrás que decidir tú y tú pareja, Carlos.
- Lo sé. Él está muy ilusionado con la posibilidad de tener un hijo en común. Es buen tipo. Ahora que lo sabes todo, no puedo seguir guardándote el secreto.
- ¡Qué hijo de puta eres, Carlos!
- Lo siento.
- Has confiado tantas cosas en mí, y me ocultas…
- Por miedo, Julia. Sabía que reaccionarias mal.
- ¿Cómo quieres que reaccione?
Pero el embarazo siguió, al igual que la relación con Jose, al igual que su trabajo en la oficina. Todo volvió a aquella normalidad dentro de lo que se puede considerar normal en una historia de estas características.
Ante los cambios que se le venían por delante, decidieron que era el momento de que volviera a ver a su hija, antes de que el embarazo se hiciera del todo visible.
VIII
Era un día especial, temido y ansiado desde aquella noche de hacía ahora seis meses. Sabía que Julia le había ayudado para ese momento, que sin duda había hablado con ella, que le había aleccionado sobre lo que se iba a encontrar cuando viera a su padre. Había quedado en casa de Julia, un poco al respaldo de cualquier reacción incontrolada de la niña. Él se había vestido discreto, tampoco era cuestión de escandalizar a nadie, menos a su hija, que había cumplido ya los once años.
Cada vez que se ponía en el lugar de Julia le entraba el mismo pánico, pero desde hacía unos días, que había recibido los resultados del ginecólogo, mucho más.
Cómo contarle que iba a tener un hermano o una hermana, del que su padre sería la madre. Realmente complicado. Pero así era.