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Cecilia escuchó primero los ruidos propios que fueron muy claros: el vientre crujiendo y las gotas de sudor cayendo al piso de madera.
Después apretujó la manta de lana con la mano derecha para calmar las ansias. Luego la estrujó con ambas manos. Ese día, guardó los gemidos involuntarios para sí misma y con su rostro gélido lloró para sus adentros. Y las pocas lágrimas que lograron escaparse contra su voluntad se bifurcaron en sus pómulos pálidos, y se esfumaron al rozar su mandíbula mientras la apretaba de manera espontánea.
Cecilia y un llanto de preocupación, de dolor, de soledad, también de impotencia. Cecilia y su fuerza descomunal para cerrar sus piernas, para contraer un par de músculos que pedían estar relajados, que intentaban revelarse. Ese día, en La Camarga, una finca enclavada en las montañas de Caldas, no hubo nadie que sintiera piedad por su estado de convalecencia, que limpiara su piel pegajosa por el inoportuno calor que quedó atrapado entre el techo y el suelo, que acariciara su pelo desordenado, que pasara un pañuelo húmedo por unos ojos que estaban ardiendo.
Primero vino una patada, luego dos, después lo que parecía una calma incesante llegó a su fin con la arremetida de pequeños golpes, punzantes como aguijones, certeros, agudos, muy naturales. Sin vacilar, Cecilia se puso de pie y abandonó el lecho, y empezó a caminar hasta el pórtico de la habitación y, tambaleándose al compás del sufrimiento, fue a dar al final del pasillo, a la enorme sala que ese día pareció más grande que antes. Y así se dejó caer en el antiguo sillón.
Y con la luz del sol penetrando por la ventana, iluminando su cara, Cecilia gimió. Y su respiración se aceleró y no pudo aguantar la presión de sus adentros y volvió a gemir. En el mundo de los hechos normales esto no hubiera ocurrido, pero este era su mundo, el de un esposo incansable en un trabajo lejano, el de una casa perdida en en el monte, distante de todo y de todos.
De manera inconsciente, Cecilia comenzó a reírse y tiró su cabeza hacia atrás y pensó en Luis y en ella misma, y en una vida infundada en lo que ordenaran los demás. Y en medio de ese letargo, de una meditación que nunca había tenido, vino un chillido. Y no fue tan fuerte para interponerse a la naturaleza, para resistir un poco más. Y fue vulnerable, como siempre, y humana, tan humana en medio de una lucha en desventaja. Y entre sus piernas apareció una cabeza, después un par de hombros, un torso gelatinoso y unas piernecitas frágiles. Por último, los pies embadurnados de sangre.
Por un instante todo fue un lloriqueo agudo, lacerante para sus oídos. Y vino el silencio, la calma y Cecilia, sin quererlo, se fue a negro. Y lo que pareció un sueño se hizo realidad cuando vio a Luis cargando a Santiago, su hijo. Y Cecilia tuvo fiebre y sintió todo su cuerpo ardiendo. Y no pudo cargar a Santiago por más que quiso, no pudo estrecharlo contra su pecho, tampoco sentir su humanidad contra la suya.
Finalmente, sin tener noción del tiempo, de cuánto tiempo había estado acostada, mucho menos dormida, Cecilia vio a lo lejos unas manos lentas y torpes tratando de alimentar a Santiago con biberón. Era Luis, el inexperimentado. Y con los ojos vencidos por lo que todavía era un cansancio, Cecilia se esforzó por contar los dedos de las manos y de los pies. Y con la tranquilidad de que todo estaba completo, se dejó ganar por el peso de sus párpados para no abrirlos nunca más.