Vivir estos días es presenciar de lejos y de cerca las vidas de otros y recluirse en pleno día en la quietud de una sala. Al frente, en otra ventana, un niño escribe con el índice extraños garabatos en el vaho de un cristal y luego los borra con el puño como dispersando arena. Nuestras caras permanecen inmóviles y nuestras pupilas atentas a todo. Procuro mirar las cosas con los ojos abiertos, con la serenidad de Vermeer, con el delirio profundo de Goya, con los ojos de quien ve las cosas como por primera vez. Es una escena que me recuerda las vidas de los personajes de Hopper: personajes de miradas hundidas como en los malos sueños. Rostros colmados de vida y grávidos de peripecias que no nacieron para ser testigos de su propia vejez. Tal vez la quietud de algunos gestos que vemos, que recordamos, introducen en nosotros una sombra de melancolía y algo mínimo y prodigioso sucede, una efusión inmediata de incertidumbre, de inocencia y frivolidad.
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Por estos días el silencio del mundo se ha instalado en nuestra casa. Una apaciguada sensación de quietud y vacío se impuso al ruido mecánico de la realidad: son instantes de silencio absoluto, casi desconocido, limpio de todo rumor. Se detuvo por un momento el ruido del tráfico, las voces de los televisores, el eco de las alarmas rotas repentinamente. Regresamos al silencio de las cosas que recobran su serenidad. Cada momento, en cualquier parte, nos trae su silencio y sus palabras: cada paisaje es dueño de su estertor y de su quietud. Descubrimos en los paisajes variedades de ruidos, variedades de palabras y variedades de silencios. Hablo con un hombre de campo y le pregunto qué se oye a media noche entre la montaña: el corazón de la montaña, me cuenta, caudales de agua que estalla contra las piedras, el viento entre la platanera; escucho esto porque es el ruido que me acompaña, tal vez lo que escucho es el silencio y lo callo.
«Palabras, palabras, palabras», responde con menosprecio el príncipe Hamlet cuando le preguntan qué está leyendo. Los libros tienen las mismas palabras del mundo y en correspondencia muestran su infinitud. Somos, por tanto, una rafaga de momentos y de palabras en el imaginario de algún dios.
De pronto, en este enorme paréntesis que ha entrado el mundo, somos más conscientes de nuestras acciones y el tiempo perdido lo intentamos recobrar como Proust rememoró las noches imaginarias. Las palabras no solo llegan por los oídos, igual que la música no solo llega en la escucha. El cuerpo entero actúa y responde a la manifestación, visual o sonora. Miguel Ángel creía que las estatuas están ocultas en el bloque de mármol, y que el trabajo del artista no es es crearlas, sino encontrarlas. Así están las palabras frente a nosotros cuando miramos el mundo: ocultas como gentes sin nombre, aguardando la chispa del descubrimiento. Algunas veces, para eludir el infortunio, nos faltan las palabras o llegan demasiado tarde y vamos dejando atrás un rastro de acciones y cosas que no pudimos nombrar.
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La realidad de estos días me lleva a reconocerme, con una convicción sólida, en la palabra aprender. Cada vez aprendemos que escuchar se convirtió en los abrazos actuales, que tres o cuatro canciones son nuestra compañía, que los libros abandonados son los cómplices de nuestras noches. Cada vez el asombro por el afuera se acentúa de manera tan singular en el tiempo como lo es la pintura en el espacio: hay un lugar donde Goya se mira y donde sucede todo: la casa. De pronto, aprendemos que en este espacio las fronteras son nuestra proximidad y los viajes, provisionalmente, los hacemos frente a un ordenador.
Casi toda la vida, a todas horas, sucede en estos espacios: la interacción es una voz que irrumpe e intentamos descifrar de este lado de la pantalla donde el tiempo, volviendo a Shakespeare, está desquiciado. Aprendemos a ver al otro en la medida que se nos niega su pulsión vital: se mira pero no se toca; se mira pero lo que recoge y acaricia la mirada no es la piel sino un espejo negro. Contra toda costumbre, una tarde, cuando llueve, cuando vemos las mismas calles de siempre, aprendemos, al menos, a llevar la vida por delante.