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En la cárcel zarista de la isla de Sajalin, Chéjov vio y escuchó el dolor de los presos, y fue comprendiendo en la medida en que hablaba con ellos que su mayor pena era considerar que no tenían redención, que Dios se había olvidado de ellos, que la sociedad era un ente lejano, abstracto, que nada tenía que ver con sus vidas ni su pasado ni sus ilusiones, y que su único fin en la vida, en aquella vida a la que habían sido confinados, era esperar la muerte, y con la muerte, ir al infierno, o como se llamara la condena a la que estaban sentenciados hasta la eternidad. No les importaban sus enfermedades, ni sus padecimientos físicos, y si hablaban entre ellos de cuando en cuando, si se transmitían mensajes de salvación y un poco de fe, era para tratar de hacer méritos ante Dios.
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