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“Tolstoi se quitó su bufanda de lana, su abrigo de piel de oso y se colocó en una silla junto a la cama de Chéjov -escribió Raymond Carver en su relato El encargo-. Importaba poco el que Chéjov estuviera tomando medicinas y le hubiesen prohibido hablar, ya no digamos sostener una conversación. Asombrado, tuvo que escuchar mientras el Conde empezaba a disertar sobre sus teorías acerca de la inmortalidad del alma. De esa visita Chéjov escribió después: ‘Tolstoi supone que todos (humanos y animales por igual) sobreviviremos encarnados en un principio (como la razón o el amor) cuya esencia y objetivos son un misterio para nosotros. Esa clase de inmortalidad me resulta inservible. No la comprendo, y Lev Nikolaievich se asombró de que no la entendiera’”.
Chéjov había comenzado a ser un “inmortal” mucho tiempo antes de que Tolstoi lo visitara poco antes de morir. Algunos de sus libros, y de sus obras de teatro, se habían multiplicado por San Petersburgo, Kiev, Moscú y Siberia, e incluso por los confines del mundo ruso, al oriente de los Urales, y se habían diseminado por Europa. Pese a todo, él jamás creyó en nada que estuviera más allá de lo que podía tocar o percibir. Creía en él, e incluso por momentos dudaba de él. Y creía en lo humano. Más allá de eso, no daba fe de nada, aunque sus ideas, como dijo, las iba cambiando cada mes. Como escribió; “Así es que tendré que limitarme a la descripción de cómo mis personajes aman, se casan, procrean, mueren y hablan”.
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