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¡Ay, mamá, yo sé! (Cuentos de sábado en la tarde)

Regresa Alejandro López Mejía, el economista jubilado tras un prolongado trasegar por la banca internacional ahora convertido en escritor, con un nuevo libro autobiográfico con su madre como protagonista y el suicidio de su padre siendo un niño presente en su relato. Con la anuencia del editor, Taller de Edición Rocca, sello Ex-Libris, publicamos el capitulo IV de “Ay, mamá, yo se”.

Alejandro López Mejía, especial para El Espectador
10 de mayo de 2025 - 05:08 p. m.
¡Ay, mamá, yo sé! (Cuentos de sábado en la tarde)
Foto: Taller de Edición Rocca
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En la primera semana de colegio mi profesora me entregó treinta sufragios de pésame para que se los diera a mi mamá. A mí me dio vergüenza y nunca se los entregué; quizás pensaba que la gente estaba equivocada y que mi papá seguía por ahí. Pero los meses fueron pasando y una noche que me enfermé, lloré desconsolado por horas ante la angustia de mi mamá y de Adelaida.

— ¿Qué te duele?, me preguntó mamá.

— No sé. le respondí.

Adelaida, que siempre ha tenido los poderes y la sensibilidad para percibir dimensiones desconocidas y diagnosticar los problemas emocionales, dijo:

— Estoy segura que es porque murió papá.

Yo le contesté que no por dármelas de macho. Sin embargo, la verdad era que me atormentaba haberme dado cuenta de que mi papá ya no estaba aquí.

Con la ausencia de Álvaro, Ángela empezó a enseñar Historia Antigua en la Universidad Nacional. Se pasaba casi las veinticuatro horas del día preparando las clases para poder dominar un tema en el que era una neófita meses atrás. Al ver que la plata no le alcanzaba para pagar mi educación, la gente importante del Banco Central le pedía que hiciera traducciones del inglés al español. Entonces trabajaba hasta la madrugada con su máquina de escribir Olivetti al lado de unos tragos de ron. Su traducción de las crónicas de viaje del botánico Isaac Holton por la Nueva Granada en la mitad del siglo xix me inculcó el amor a las aventuras y a los viajes. Recuerdo que a veces ella las leía en voz alta conmigo para corregir la sintaxis y hacer fluida la lectura.

Mi mamá no tenía un segundo libre; apenas si me volteaba a ver. Al principio de su viudez sólo le quedaba tiempo para ganar el dinero necesario para poder vivir. Sus primos hermanos que vivían en Bogotá y Medellín salieron al rescate y me adoptaron los fines de semana y en las vacaciones a fin de que yo tuviera una vida feliz. De esta manera, ser huérfano de Álvaro trajo sus ventajas, al menos a mi favor. Sentí que aparecían los hermanos que desde hacía años le había estado pidiendo a mi mamá y que ella no me quiso regalar.

Con Santiago y Tin, los hijos de David, pasaba muchos fines de semana en su casa de la 104, en el barrio el Chicó. Allá el plan era ser sedentario y mirar televisión. Mis primos eran fanáticos de La historia del Topo Gigio, El Virginiano, Bonanza, Tierra de gigantes, Perdidos en el espacio, Viaje a las estrellas. Sin embargo, la verdad es que veían lo que apareciera en la programación. Yo les rogaba que jugáramos fútbol, pero a ellos no les gustaba y yo lo tenía que aceptar.

Lo que sí entusiasmaba a Santiago y a Tin era ver trabajar a David en una carpintería inmensa que tenía. Le pedían que les enseñara a usar el torno, las sierras y miles de instrumentos más. A mis primos también les gustaba armar viviendas dentro de la casa. Las paredes de nuestras residencias estaban hechas con libros y el techo con sábanas y toallas. Construimos ciudades enteras que cubrían toda la sala y el comedor. El gusto por la ingeniería se me acabó el día que Clarita, la esposa de David, nos regañó furiosa. Habíamos urbanizado una metrópolis en medio de la mudanza a un apartamento en el centro de la ciudad.

En ese apartamento gigante en la calle 19, arriba de la carrera Séptima, se me olvidó que no tenía papá. Jugábamos a la mano peluda y escondites en la oscuridad. En un par de ocasiones innovamos a corretear en bola hasta que Santiago dijo:

— ¡No más!

También pasábamos horas enteras en la tina en vestido de baño imaginando que éramos buzos y nos sumergíamos en el fondo del mar. A toda hora escuchábamos a Clarita estudiar su piano, el cual había aprendido a tocar en el Conservatorio de Milán. David vivía muy orgulloso de su esposa y estaba como un pavo real el día que ella tocó a Beethoven en el Teatro Colón. Desde el apartamento del centro se pudo observar el incendio del edificio de Avianca, el más alto del país. Santiago vio a una persona tirarse desde lo alto para no morir quemada. Eso me dio envidia y pavor al pensar que si yo hubiera sido Santiago habría visto cómo murió mi papá.

En esa época David era subgerente del Banco Cafetero muy a su pesar, pues le aterraba cómo los créditos de la institución se otorgaban a dedo a los amigos de la Federación. Antes de que lo pensionaran se hizo socio del club San Andrés. Para que yo pudiera ir, él se inventó que era su hijo adoptivo. Sólo a Tin y a mí nos gustaba ir a meternos en la piscina, tirarnos del trampolín, comer empanadas y baby beef. Nunca se nos ocurrió jugar tenis o golf. Como la acción estaba desaprovechada, David la vendió y se compró una finca en los Llanos Orientales. Llegar hasta allá era una odisea y fueron muchos los vómitos que sufrimos en la parte de atrás del Land Rover Santana que tenía David. En la finca íbamos a un chorro de agua en el monte para bañarnos en medio de micos y leopardos. También acampábamos en frente de la casa viendo el espacio sideral. Al llegar a Bogotá estábamos llenos de picadas de ladillas en las pelotas.

Cuando David estaba con sus tragos, siempre nos ilusionaba con que un día íbamos a hacer un paseo por Suramérica en su Land Rover Santana. Ese paseo se quedó en palabras. El viaje que sí se inventó fue uno por el río Magdalena en planchón desde Barrancabermeja hasta Cartagena. Santiago, Tin y yo nos la pasábamos entre la cabina del capitán y el planchón. Veíamos caimanes, pájaros de todos los tamaños y colores, campesinos trabajando la tierra, la desembocadura del río Cauca.

Al pasar por El Banco en el planchón, pensé en mi papá. Él me cantaba esa canción de la piragua de Guillermo Cubillos que salía de El Banco, viejo puerto, a las playas de amor en Chimichagua. Al llegar a Cartagena, Santiago y yo gritamos como locos el gol que le hizo Willington Ortiz a Uruguay en Montevideo. Pensábamos que con ese gol nuestra selección, dirigida por Toza Veselenovic, clasificaría al Mundial de Alemania. Tristemente el gol diferencia nos mató y los charrúas terminaron jugando contra Holanda en la primera ronda de ese Mundial.

Los fines de semana que no los pasaba con Santiago y Tin me iba a donde la tía Emilia, la prima de mi mamá casada con el nieto del general Uribe Uribe. En esa casa ser sedentario no era una opción. Al contrario de la casa de David, que tenía miles de libros que él compraba con obsesión, la de mi tía Emilia estaba llena de animales, plantas y aventuras. Además olía a los pomelos que su esposo César traía de la finca de Armero para vender en el garaje de la casa de Bogotá. Con sus cuatro hijos la pasaba feliz haciendo de todo lo habido y por haber. El día de elecciones salíamos a la calle armados de harina para tirársela a los godos que pasaran por ahí.

— ¡Viva el gran Partido Liberal! —‌gritábamos.

Jugábamos fútbol, baloncesto y voleibol. También veíamos en la televisión a Los Picapiedra, a Los Supersónicos, a La familia Ingalls, a Los Waltons y a Mash. Además a mi tía Emilia le gustaba el fútbol y peleábamos porque ella era hincha de Nacional. Ella me enseñó a arreglar el cuarto y a ayudar en la cocina, bien fuera tendiendo la cama, levantando la ropa del piso o picando los ingredientes para el menú del día, lavando y secando los platos o poniendo la mesa del comedor. Una cosa que no me gustaba de quedarme en su casa era que mi tía me obligaba a ir a misa los fines de semana. Además, aunque muy buena cocinera, ella era fregona y me hacía comer cosas horribles. Una vez le dio por preparar hígado y me iba a dejar en la mesa para siempre a no ser que aceptara comerme ese plato tan espantoso. Sin embargo, gané la batalla cuando vomité.

Mamá se iba a Cali cada vez que podía para ver a mi abuela. Para no dejarme solo, le pedía a su prima Emilia si me podía quedar por semanas en su casa, al lado de la iglesia del Chicó. En ese lugar mis primos estudiaban muy poco y tendían a perder varias materias. Sin embargo, sus notas mejoraban cuando yo me quedaba allá, pues se contagiaban al verme hacer las tareas y preparar mis exámenes. En una de esas temporadas fuimos con mis primos a un bazar y nos ganamos a Tarcisio, un ternero de raza holstein que vivió en la casa de mi tía Emilia durante un mes. Andaba por todo el ámbito como un miembro más de la familia. Pero cuando ya se salió de control, lo bajaron para la finca de Armero. Allá lo íbamos a visitar.

En Armero seguí pasando tan bien como cuando fui con mi papá en ese último diciembre que estuve con él. Ahora aprendería a montar a caballo, a jugar ping-pong, a tirarme en neumáticos por el río y a ir hasta el pueblo en bicicleta como si fuera Cochise, el vecino de la abuela materna de Santiago y Tin en el barrio Laureles de Medellín. También vería boxear a mis primos que querían ser Kid Pambelé. César, el hijo menor de mi tía Emilia, tenía tendencia a ser un matón. Aunque yo era un poco mayor que él, le tenía susto cuando le daba por patanear y practicar lucha libre conmigo. Con los años lo llegué a querer bastante. Era una persona que decía las cosas de frente, era descomplicado y muy querido con sus papás. Le gustaban las parrandas, era amante del campo y yo le celebraba su lejanía al mundo de las corbatas y de la burocracia tan cercano a mí.

Yo había aprendido a montar en bicicleta en la Capital de la Montaña, en la casa de Carmela, la prima hermana menor de mi mamá. Con esos primos paisas pasé varias vacaciones apenas murió mi papá. Carmela y su esposo me trataron como si fuera su hijo mayor. Allá armamos unas obras de teatro que eran la sensación y en una de ellas me casé con Mari, la prima menor. Además me volví un gran nadador, pues teníamos clase de mariposa todos los días con Sergio, un profesor jipi fenomenal de la Universidad de Antioquia.

En la casa de Carmela nos cuidaban Lucía y Clara, unas monjas que nos intentaron enseñar a creer en Dios y a ser buenos con el prójimo, sin importar su condición. Con ellas subíamos de excursión por las lomas de Medellín e íbamos a las fiestas de Navidad de la empresa de zapatos de la que era dueño el esposo de Carmela. En un cumpleaños de Jesús, mi mamá y Adelaida fueron de visita. Se quedaron a dormir donde la tía Emilia Engracia, y el 25, a la hora del almuerzo, me regalaron un champú con olor a naranja. Yo estaba muy antojado de ese champú porque lo anunciaban en televisión.

Mi mamá vivía preocupada con mis estadías donde Carmela. El problema era que al volver a Bogotá llegaba igualito a Tobi, el amigo gordo de la pequeña Lulú. Esa tira cómica era la única que me dejaba leer mi mamá, o sea que me tocaba ir donde Santiago y Tin a aprender sobre Batman y Superman. Para ese entonces cuando iba donde David los fines de semana, él y su familia habían regresado a la casa del Chicó. Ahora, además de ver televisión, los primos accedían a montar en bicicleta y nos íbamos a pedalear dentro de Unicentro, un centro comercial gigantesco que estaba en construcción.

Yo me iba a Unicentro en mi bicicleta Monark color rojo que me regaló la Mona en mi cumpleaños número doce. Ángela se ponía feliz; pensaba que con el ejercicio bajaría los kilos que había subido con tanta arepa, buñuelo y parva donde Carmela. Pero como el ejercicio no era suficiente para volverme un campeón, mis kilos y mi barriga no se iban y entonces me ponía en una dieta tan estricta que mejor no hablar. Y es que si había algo que mi mamá pudiera detestar era ver a alguien de su familia con sobrepeso. Ella misma sufría de sentimiento de culpa cada vez que se subía media libra después de una fiesta con mucho ron.

En esa época mi primo Santiago empezó a ser obsesivo con coleccionar discos de música clásica. Con el paso de los años llegaría a tener la discoteca más grande del país. Además tocaba flauta, acompañaba a su mamá en el piano y torneaba batutas en la carpintería de David para poder dirigir las orquestas que sonaban en su tocadiscos. Gracias a Santiago llegué a tener una muy buena colección de casetes de música barroca que él me grabó en su equipo de sonido. En un fin de semana de ocio nos dio por hacerle una pesadez a Ana Lucía, una de las hijas de la tía Emilia.

Ana Lucía andaba con la moda de las fiestas de quince años. Ella era dos años mayor que yo y tenía unos amigos con quienes bailaba y quería ir más allá. Por malas personas nos dio por hacerles pegas por teléfono a las tragas de mi prima. Nos hacíamos pasar por ella y les declarábamos su amor. Abusamos tanto de las llamadas que al final la tía Emilia nos pescó y se formó la grande. Mi mamá se vino a toda velocidad en el escarabajo color mostaza a recogerme. De castigo me prohibió volver donde los hijos de David y Clarita por una buena temporada. De camino a mi casa, echaba humo por las orejas y las narices.

—¡Es que si usted fuera serio como Santiago, que lee muchos libros y oye música clásica, no estaría perdiendo el tiempo haciendo pendejadas! —‌me recriminó.

Yo le guardé la espalda a Santiago. No mencioné que él gozó tanto como Tin y yo haciendo las pegas telefónicas.

En la adolescencia, Ana Lucía me tenía rabiecita. La principal razón era que una vez en Armero me preguntó:

—¿Usted quiere más a mi hermana Adelaida o a mí?

Me insistió que le dijera la verdad, que a ella no le iba a importar. Yo le dije que yo era más amigo de Adelaida, que era más cercana en edad a mí. Ana Lucía no me lo perdonó. Con los años, los celos se le pasarían y yo me volvería más cercano a ella que a su hermana. Pero lo cierto es que Adelaida fue una de mis primeras tragas y una vez, ya en la universidad, nos dimos unos besitos de amor. Cuando éramos adolescentes yo la invitaba a ver los partidos de la selección de mi colegio. También nos gustaba escuchar juntos en el estudio de su casa a Piero, a Serrat y a Mocedades, cantautores que no entraban a la casa de David, donde si fuera por Santiago y Clarita sólo se habría escuchado a Beethoven, a Mozart, a Brahms y a Chopin. Pero David a veces hacía de las suyas y, cuando estaba con sus tragos, metía de contrabando a Gardel, a Lara, a Julio Jaramillo y a Los Visconti. Además, con Agustín, que tenía oído absoluto, escuchábamos a escondidas música de plancha para evitar las burlas de Santiago y el trauma de su mamá. Nunca confesamos nuestro gusto por Julio Iglesias, Raffaella Carrà, Raphael, Sandro y el gran Nino Bravo, para que no nos compararan con las empleadas del servicio.

Las idas a Medellín empezarían a volverse cada vez más escasas hasta casi desaparecer. Así, sin darme cuenta, le dije adiós a la familia de mi papá. Al hermano menor de mi papá me dio tristeza no verlo sino hasta quince años después. Se llamaba José Hernán y era un personaje espiritual que sabía comunicarse con el más allá y tenía claro que todos somos hijos de Dios. Era hincha de Independiente Medellín y lo vi triste una vez que me llevó al Atanasio Girardot. Ese día de diciembre, Nacional le ganó a Millonarios y ratificó que era el campeón en 1973.

Yo llamé a mi mamá para contarle la desilusión de que mi equipo no era el mejor. Ella refunfuñó:

—Ay, mijo, hay cosas más importantes en la vida, deje de lloriquear.

Yo le repliqué:

¡Ay, mamá, yo sé!

Por Alejandro López Mejía, especial para El Espectador

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