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Bajo la palmera (Cuentos de sábado en la tarde)

El gentío no entendía la orden de Leonor, de sentar a su difunta hermana en la mecedora, bajo la palmera. Algunas personas desilusionadas se fueron, otras, se recostaron a unas bóvedas que quemaban.

Verónica Bolaños
23 de octubre de 2021 - 06:58 p. m.
"De día y de noche el cementerio está congestionado, los mosquitos vuelan encima de las bolsas con cadáveres, los perros pelean los huesos que encuentran en las bóvedas abiertas".
"De día y de noche el cementerio está congestionado, los mosquitos vuelan encima de las bolsas con cadáveres, los perros pelean los huesos que encuentran en las bóvedas abiertas".
Foto: Archivo Particular

No estaban dispuestos a perder detalle de lo que ocurriría con la difunta. Los goleros que sobrevolaban las cabezas de la muchedumbre hacían notar su presencia con aletazos pesados en el aire estancado y espeso del camposanto.

Los malos olores también tuvieron su momento de protagonismo, detrás de algunas bóvedas y pasadizos se secaban excrementos recientes y antiguos. Botellas vacías rodaban por los estrechos callejones húmedos, verdosos, donde la acumulación de ramas y los mosquitos golosos de carnes recientes hacían más ceñido el lugar.

Los que hicieron su agosto fueron los vendedores de tinto y aromática. La gente tomaba un tinto detrás de otro, como fumadores compulsivos. Los vendedores iban a sus casas a llenar los termos con café recién hecho y vaciaban en la mesa del comedor las monedas que cargaban en las mochilas tejidas con lana virgen.

A la muchedumbre cuando les apretaba el hambre enviaban a los pocos niños que asistieron al entierro a comprar: fritos, butifarras, cigarrillos, cervezas frías, botellas de aguardiente y ron. La gente hablaba, comía y bebía sin quitarle ojo a lo que ocurría con la difunta.

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Acomodaron a Idalia con cuidado, con la cabeza ladeada. La cuerda que tantas veces saltó cuando fue una niña sirvió para sujetarle las piernas, los brazos y la cintura, en la frente le colocaron una cinta azul que amarraron detrás de las tablas. La difunta movió un poco la cabeza, y aflojaron el nudo.

En las piernas le untaron un ungüento para aliviarle el dolor de las picaduras de moquitos, también, le colocaron unas medias blancas, adornadas con encajes, y los zapatos con suela de hierro que usó cuando era una niña, le venían bien, ya que los pies no le crecieron más, seguía calzando el número 35. La idea de ponerle esos zapatos también fue de Leonor. Idalia le había comentado que, si era posible y cabían en el ataúd los acomodara allí dentro para que también la acompañaran en ese largo viaje, que tanto la perturbaba. Y ya que estaba al aire libre, Leonor pensó que podía ponérselos, y así, aminoraba el balanceo de la mecedora.

La gente empezó a llorar y gritar de desconcierto, y el vigilante movía la cabeza como si no diera crédito a lo que veía. Los niños aprovechaban para jugar al escondite en el cementerio. Los lugares preferidos para ocultarse eran las bóvedas vacías, donde recientemente habían exhumado algún difunto. También, aprovecharon para tocar todos los artilugios que adornaban las cúpulas, como: maracas, acordeones, sombreros, las flores artificiales… uno de los niños quitó de una de las bóvedas un gran ramo de rosas frescas, y las repartió entre las bóvedas peladas, que no tenían ni el nombre del difunto. También, se atrevieron a jugar con los juguetes de los difuntos infantes, pensaron por un momento en llevárselos a sus casas, pero cuando ya los tenían en los bolsillos, escucharon llantos infantiles suplicándoles que les dejaran sus jugueticos porque ellos durante el día dormían y por las noches jugaban.

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Leonor al sentir las miradas recriminatorias dijo: “Es complicado cumplir la voluntad de mi hermana, la dejaremos allí, sentada en la mecedora”. Ella consideraba que en cierta manera sí cumplía el deseo de su hermana, que no era otro que estar acompañada de su mecedora durante el tiempo que estuviera dentro de la bóveda hasta el momento de la exhumación.

La gente se manifestó gritando: “¡Esa no era su voluntad, su último deseo era ser enterrada con su mecedora y no dejarla sentada en la mecedora!”, aclaraban algunos, con los rostros rojos de sofocación.

Leonor y Cecilia no tenían fuerzas ni ánimos para discutir. Mandaron a buscar a su primo hermano Macario que se encontraba tomando cervezas a las afueras del cementerio. Le dijeron que fuera a la casa a buscar una lata de pintura marrón que tenían guardada en un pequeño escaparate donde costaba cerrar y abrir las puertas.

Macario fue caminando, a paso lento. En una esquina lo detuvieron para preguntarle cómo iba el entierro, él, con gran entusiasmo decía que su prima se encontraba sentada en la mecedora por orden de Leonor, bajo una palmera. La gente le brindaba cerveza, y tragos de ron.

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Cuando llegó a la casa, empujó la puerta. Trastabilló con las butacas y mecedoras que estaban en medio de la sala. Salió al patio donde se encontraba el mueble, sacó la pintura, las brochas y lo guardó todo en una bolsa de tela. Cerró las puertas y tomó una calle distinta, sin pavimentar, para regresar al cementerio. Se tropezaba con las piedras, y los dedos de los pies se le empolvaban.

El hombre tardó dos horas en regresar al camposanto. Cuando llegó se sentó en el suelo y se dedicó a pintar la mecedora, sin prisa, se embelesaba en cada pincelada, y de vez en cuando miraba a su prima, a él le parecía que dormía y pensó: “cuando uno muere no está tan feo, mi prima tiene el rostro bonito, está como dormida, ajena a todas las preocupaciones”.

Las hermanas ordenaron a unos hombres a meter el cajón vacío dentro de la bóveda. Leonor escribió con un palo el nombre de su hermana y las fechas de nacimiento y defunción en el cemento fresco que tapaba el hueco. También, improvisaron un altar, colocaron clavos para colgar la botella de agua y el florero con las rosas frescas.

El cementerio se fue vaciando. Un golero vigilaba su más preciado manjar.

Aparecieron las mujeres vestidas de negro, las intrusas, las disfrazadas a Muerte, con una pequeña biblia en las manos, llorando y gritando: “¡Era una buena hija y pudo haber sido una buena madre!”.

De día y de noche el cementerio está congestionado, los mosquitos vuelan encima de las bolsas con cadáveres, los perros pelean los huesos que encuentran en las bóvedas abiertas. Los curiosos se acercan a ver cómo se balancea la mecedora bajo la palmera mientras Idalia se descompone…

Por Verónica Bolaños

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