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Carmen Romero “La Malagueña” (Cuentos de sábado en la tarde)

Aquí uno de los cuentos del libro "Tribulaciones de la Memoria, Cuentos breves", de autoría de Juan Carlos Ramírez Gómez, además notario de Armenia, Quindío.

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Juan Carlos Ramírez Gómez, especial para El Espectador
31 de mayo de 2025 - 10:00 p. m.
Carmen Romero “La Malagueña” (Cuentos de sábado en la tarde)
Foto: Cortesía de Juan Carlos Ramírez
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Mi nombre es Ulises Carrera. Si lo anuncio tal como lo acabo de transcribir, quien lo escuche, presumirá que pude haber sido barítono en el Royal Ópera House de Londres. ¡Cuánta equivocación! En Armenia, al oeste de Colombia, lugar donde nací, pocas personas –por no decir ninguna–, me conocen con el de pila que fui bautizado. Desde siempre, el común de la gente me identifica como “El Curro”, mote al que respondo con agrado por su tonalidad sonora, su correspondencia con mis facciones gitanas y, muy especialmente, porque ofrece la sensación inequívoca de que fui matador de toros.

Hasta donde me sea deferente la memoria, procuraré ser coherente y ecuánime con la verdad del relato que sigue; al fin y al cabo, advierto, después de ochenta y tres años rodando, que es el tiempo el que me aleja de la memoria y no la memoria la que me aleja del tiempo.

Con certeza razonable, puedo afirmar que todo ocurrió entre el 7 y el 13 de febrero de 1966, días en los que Armenia celebró su distinción legal como ciudad capital del recién creado Departamento del Quindío. Previéndose la expedición de la ley que erigía a éste y exaltaba a aquella, el alcalde de la época conformó un comité cívico con el fin de organizar los jolgorios y actos protocolarios con los que se festejaría su sanción presidencial.

El optimismo por ver cumplida la aspiración separatista de Caldas –circunscripción territorial a la cual estábamos adscritos- cundía en todas las capas sociales de la población. La gente estaba harta del centralismo –la más despreciable forma de gestión del Estado– con el que se nos gobernaba desde Manizales. Por orden inalterable de la Casa Militar del Palacio de San Carlos –residencia del presidente de Colombia–, se estableció que las galas oficiales como la parada militar, el Tedeum a cargo del cardenal primado, la interpretación de los himnos y los discursos de las autoridades, se realizarían en la Plaza de Bolívar.

Llegado el día que da lugar al descubrimiento de este rollo –que los historiadores hablen de los pormenores con los que se agotaron las solemnidades burocráticas–, yo ya me había cortado la coleta. Así lo decidí, treinta años atrás, acosado por una pérdida progresiva de mi elasticidad. En adelante, jamás, vestido de luces, volví a pisar redondeles taurinos haciendo parte del paseíllo.

Después de una dilatada carrera –recuerde usted que Carrera es mi apellido paterno; sangre vasca, propia del Echeverry, me circula por el materno–, en la que me lucí como novillero, banderillero y torero, debo rescatar que me mantenía en pie con las monedas que recibía como mozo de espadas, oficio en el que, en hora buena, logré reputación con las figuras más valoradas del toreo.

Era domingo 13 de febrero del año ya citado -para más señas, última jornada de eventos y exposiciones con los que se cerraban las festividades-, y la mayoría de los ciudadanos, sin solución de continuidad, aún disponía de ánimos y energías para clausurar en éxtasis la obtención del nuevo grado político y administrativo de la región.

Apenas se insinuaban los albores de la mañana y éstos ya presagiaban la presencia de un día ardiente y luminoso, justo para la única corrida de toros que “Bizcocho” –el empresario taurino local– pudo contratar como evento propio de la programación. En un principio, entre los aficionados a los encierros de toros, se creyó que el cartel estaría conformado por El Viti, El Cordobés y Antonio Chenel “Antoñete”, los tres toreros estelares del momento, como para agotar el papel. Iluso deseo; lesiones derivadas de pasadas faenas y compromisos en otros alberos de América atentaron contra su comparecencia en la atazada Plaza de Toros El Bosque de Armenia.

Con los tiquetes en poder de los aficionados, finalmente, y al borde de que desde el palco presidencial de la plaza se autorizara el clangor de clarines y timbales –regla taurina vigente desde el medioevo con la que se da comienzo a las corridas–, “Bizcocho”, con dificultad extrema, logró los servicios de Carmen Romero, “La Malagueña”, quien venía de haber salido por la puerta grande en Las Ventas de Madrid y La Real Maestranza de Sevilla -los templos del toreo-.

A pesar de los méritos de la matadora, “Bizcocho”, conocedor del temperamento machista de los armenios –por su ascendiente latino–, entró en un desesperante cuadro de nervios preocupado por las reacciones adversas que podría despertar la presentación inédita de una mujer torera. Mientras este enfrentaba su ansiedad despellejando la cutícula del dedo índice de su mano diestra, “La Malagueña”, aconsejada por sus colegas ibéricos, ya me había contactado para que le sirviera como su mozo de espadas.

Muy a las once de la mañana de aquel día, subí a su habitación en el Hotel Embajador, donde con sonriente amabilidad y serio desparpajo me esperaba. Yo, que estaba acorralado por un mar de tensiones, como que nunca había vestido a una mujer -ataviar es una de las funciones más sensibles a cargo del mozo de espadas-, escasamente le ofrecí una mirada esquiva.

La sala -donde “La Malagueña” impecablemente ya tenía tendidas sus prendas de torera-, resplandecía por su amplio espacio, sus agradables aromas, su luz natural y varios, tal vez en demasía, manojos de rosas rojas que, según su decir, le fueron subidos por el conserje atendiendo el pedido de anónimos admiradores. Más tardó “La Malagueña” en ofrecerme sus cálidas manos como expresión de bienvenida, para ésta entender que me debía entrar en confianza.

_ Oye, me cuentan que fuiste matador, y que te dicen “El Curro”. ¿Es verdad? –me inquirió con dulzura Carmen Romero–.

_Es cierto. –le contesté a secas, pendiente de que me pidiera ampliación de detalles–.

_Mira Curro, tú sabes que esta profesión, además de riesgosa, exige mucho sacrificio. La valentía, que es condición infranqueable para ejercerla, desaparece en medio de las cornadas, momento fatal en el que la vida pende de la sutura de un chorro de sangre –me agregó la matadora, tratando de acercarme con rostro ensimismado–.

_A quienes tú les has trabajado, me hablan muy bien de ti. Y se palpa. Al menos de tu vida como torerillo, tengo un buen conocimiento. Antes de trabajar con alguien, trato de conocer a ese alguien. Y de veras que te percibo con don de gentes y decencia en tus formas, las que para mis exigencias son indispensables –prosiguió la matadora sirviéndome un vaso lleno de soda–.

_ Curro ¿sabes algo?

_ Cuénteme matadora, le dije–.

_En este trabajo de hombres, en el que hoy por hoy soy la única mujer con presencia en las ferias, no es fácil encontrar respeto. Todos a una, suponiendo fragilidad en mi carácter, me enseñan sin rodeo sus camas como si yo fuese una vulgar puta. Valoro con gratitud a los que me buscan aprendiendo a explorar mis emociones. No es fácil, las emociones tienen su tiempo –finalizó la matadora, participándome sus interioridades antes de recibir sus instrucciones–.

Mientras “La Malagueña” se duchaba con aguas tibias –las de su preferencia–, decidí asomarme al balcón hasta el que se extendía su cuarto, desde el que, además de la inmensa silueta verde de la montaña, se contemplaba la muchedumbre abajo con los ojos puestos sobre el multicolor desfile que a esa hora recorría las calles céntricas de la ciudad.

Un descomunal carro de bomberos –versión Johastown de color rojo Ferrari, modelo 1942– lo encabezaba. En su parte superior externa, tras su cabina, apostada repartiendo besos se encontraba Betsabé Gutiérrez, la bellísima reina de las fiestas, quien lucía por atuendo un traje típico de chapolera que contrastaba con su voluminoso pelo recogido en moña, de la que unidas por una pinza se destacaban tres orquídeas color salmón al mejor estilo de Frida Kahlo. Tras el automotor bomberil, un espigado hombre, vestido con el rigor canónico de su rango, manipulaba un reluciente bastón de tinte acromado –del que adherían amarillentas borlas- con el que dirigía la sección marcial del desfile. A dos pasos de éste, las bandas de todos los colegios pulcramente uniformadas, superponían armónicos sonidos –como de preludio de guerra-, con sus cornetas, panderetas, tambores y trompetas. A la zaga de estas, un centenar de comparsas –alegóricas de las tradiciones y costumbres vernáculas–, aumentaba la euforia popular, tanto por la perfección de sus coreografías como por la simpatía de sus integrantes -en un gran número mujeres de fina estampa, cubiertas de lunares, plumas y lentejuelas-. Al tiempo que, desde los ventanales y balconadas de las casas, se flameaban banderas y arrojaban serpentinas y confeti; una cincuentena de caballos andaluces calzando gruesas herraduras árabes -al mando de igual número de carabineros aderezados de sombrero barboquejo–, cerraba la apoteosis del desfile sacándole chispas al pavimento…

Recuperado de la abstracción mental a la que me llevó el frenesí de la parada, recordé mis obligaciones con “La Malagueña” antes de que ésta saliera de su baño. En fracción de segundos, verifiqué que las prendas tendidas por ella fueran las pertinentes de su presentación. Todas se encontraban acomodadas atendiendo al orden lógico con el que deben ponerse. De su disciplina profesional quedaba notificado.

Un reloj de péndulo de origen vienés, asido a media altura sobre una columna de la habitación, me indicó que corrían las doce del mediodía cuando “La Malagueña” salió del tocador tal como treinta y tres años atrás había llegado al mundo. Parecía una viva reencarnación de la Diosa Afrodita. Unos ojos grandes y azules iluminaban con luz de luna su piel almendrada. El pelo rubio, del que aún le destilaban vaporosas gotas de agua, le caía entreverado sobre sus rojizas aréolas. La esbeltez de su cuerpo, trasladó mi mente a las féminas hechas esculturas abandonadas por los antiguos griegos sobre las orillas del mar Egeo. “La Malagueña”, consciente del estupor que su aparición provocó en mis movedizos ojos, con un cómplice llamado de atención me instó a cumplir con mis deberes, advertida ella que sobre las tres y treinta de la tarde la plaza llena le esperaba:

_Vamos “Curro”, a trabajar se dijo, te noto pasmado y aletargado. ¿Acaso no has visto una mujer desnuda?

_Perdóneme matadora. Mi mente está perdida, de verdad que no me hallo; en mi vida he vestido una mujer torera, y menos de su jerarquía –le dije notablemente asustado–.

_No hay tiempo que perder, “Currito” –me reprendió cálidamente mientras se sentaba en un sofá dispuesta para ataviarle su traje–.

Sin mirar sus partes íntimas –en línea recta con mis retinas, toda vez que en posición de cuclillas acerque mis nalgas al suelo–, de entrada, debidamente ajustadas, le puse las medias hasta la zona de amarre de los machos; a renglón seguido, le acondicioné el leotardo hasta llegar al borde de la cintura; luego, y antes de enjaezarla con el vestido de luces, le forré su tórax con una camisa blanca de textura almidonada, hasta que todo concluyó con la acomodada de la montera, labor que –según me agregó–, por razones esotéricas se resiste a delegar en el mozo de espadas…

De camino a la plaza –a bordo de un automóvil verde jade, modelo 1955 de la casa Ford, conducido por “Tabardillo”, un viejo y picaresco taxista–, mientras la torera le ofrecía brillo a su rostro con un sutil maquillaje; yo, por segunda vez, inspeccionaba que en los esportones estuviesen encaletadas las muletas, los capotes, los palillos, la puntilla y las espadas, incluidas las de matar y la de descabello. Con la tranquilidad de tener certeza de que mis obligaciones se ajustaban a los parámetros del contrato, a hurtadillas reparaba en la matadora un estado de serenidad por mí nunca visto. Es más, no me equivoco si afirmo, que sus pensamientos anidaban en eventos muy diferentes a los de tener que enfrentarse, en cuestión de dos horas, a seis toros de cuatrocientos ochenta kilos, levantados por la acreditada Ganadería Vistahermosa. ¡Qué oficio de hombres, me dije!

Con una tarde tórrida –y a escasas cinco cuadras de que arribáramos a la plaza–, miles de hombres y mujeres hacían fila india para ingresar a esta, en medio del bullicio y el acoso de los vendedores de sombreros de ala ancha, aguardiente, sombrillas, ron y botas triple zeta.

_La suerte está echada –me dijo la matadora, empuñando su mano derecha luego de observar el taurino paisaje–.

_Así es, querida matadora. ¡Nos va a ir muy bien! –Le depuse como respuesta–.

_Vamos “Curro”, vamos “Currito”, que lindo que me hables como me hablas. Me encanta cuando los subalternos me hablan en plural. ¡Vaya si ello es compromiso! ¡Cuánto me motiva! Aquí, donde me ves, voy segura de lo que hago y de lo que puedo hacer; pero que también me oscurecen los nervios, ostia tío que me oscurecen. ¡Vas ganando “Curro”! –musitó la matadora, dejándome en ascuas con aquellas palabras-.

A un cuarto de hora del comienzo de la lidia, la plaza ya estaba abarrotada. Sólo había espacio para acomodar una radiografía. Las gradas de barrera y contrabarrera simulaban una pasarela de moda, pues sobre sus abollonadas butacas, luciendo pavas de diseño monegasco, se encontraban elegantemente sentadas las mujeres más representativas de la elite comarcal, acompañadas –por supuesto– de sus respectivos consortes, en su gran mayoría reconocidos políticos, abogados, médicos, ganaderos, cafeteros, industriales, constructores, y también chanceros. Dispersos en tribunas opuestas, se hallaban los fanáticos procedentes de Santa Rosa de Cabal, Manizales y Pereira. Entremezclados en el resto del circo, ocupaba silla un gigantesco excedente de espectadores sin distinción de poncho, bota, traje o sombrero.

Con la expectación reflejada en la cara de todos los asistentes; tres minutos antes de que “La Malagueña” hiciera el paseíllo, y aún en el camerino –con sensación térmica de sauna–, la invité a que, so pretexto de invocar protección, le oráramos a la Virgen de la Macarena.

_Tú sí que me sorprendes con tus detalles –me susurró la matadora, al tiempo de tomar con adoración un escapulario que yacía entre mis manos–.

_Oye “Currito”, joder, ¡que me sigues ganando!

Una ola de paroxismo se adueñó de la plaza, cuando abierta la puerta de toreros, a la vanguardia del paseíllo se encontraba Carmen Romero “La Malagueña”. Con la banda de música –dirigida por el maestro Anacleto Gallego– haciendo sonar el icónico pasodoble “El Gato Montés”, ella, buscando el centro del ruedo, levantaba su montera como símbolo de cariño y respeto. Tras “La Malagueña”, opacados por su garbo, temple y preciosura caminaban los peones de brega, banderilleros y puntilleros, seguidos de dos picadores de figura “aboterada” administrando las bridas de sus enormes equinos.

Un breve silencio, como honrando la salida de “Chepito” –el primer toro del encierro–, dominó los tendidos de la plaza. Una vez que este salió raudo por la puerta de chiqueros, recuerdo que con manifiesta devoción atiné a gritarle a la matadora: “Dios reparta suerte para todos”. No olvido que, con “Chepito” asustadizo mordiendo las arenas del ruedo, “La Malagueña” con un guiño coqueto de su ojo derecho me gratificó mis deseos. Dos giros alebrestados ejecutó la bestia antes de embestir el capote de la torera. Una seguidilla de verónicas, desplegadas magistralmente, dejaron al descubierto su dimensión artística. De inmediato, los olé se convirtieron en el grito sostenido de la multitud, retumbando con tal intensidad que hicieron crujir la estructura de la plaza. Las ovaciones se anticiparon, y toro y torera las recompensaron con bravura y clase. En un parpadeo, “La Malagueña” diversificó los pases de la faena con un arsenal inmaculado de chicuelinas y gaoneras antes de dejar a “Chepito” a merced de la salvaje jurisdicción de los picadores. Culminados los tercios de pica y banderillas, la matadora –con cierta dosis de alevosía–, emplazó al toro con una cadena de pases naturales, pases de pecho, pases cambiados y un derechazo tras otro, hasta levantar el público de sus silletas.

Consciente de su faena de ensueño, Carmen, con el toro exhausto dándose contra las tablas, caminó en zigzag seis pasos hasta llegar al centro del ruedo donde izó la espada y la muleta suscitando el delirio de la concurrencia. Con este, reapareció el olé clamoroso -acompañado de los acordes del pasodoble “Nerva”- alborotando las sensaciones festivas del albero. Así transcurrió toda la corrida: con entrega total. El júbilo fue el común denominador y al son de este, volaban las botas con licor de boca en boca; los aplausos no cesaban; y con la muerte de cada toro, una nube de pañuelos blancos exigía de la Presidencia los máximos trofeos. Desde el callejón, no exento de emoción, yo, con la diligencia debida, cumplía con las demandas de la matadora.

Se acercaban las seis de la tarde, y esta, con arreboles por testigos, pendía del “Doctor Ezquerdo”, el último toro. “La Malagueña” transpiraba con inspiración; su belleza, en lugar de cuartearse, refulgía, y con la misma altivez que atendió el primer toro, hizo frente al acecho del “Doctor Ezquerdo”. Este, que pisó arena con más fiereza que los anteriores, en nada desdibujó el clasicismo de la torera. Sobre el tercio final, la Romero, segura de su triunfo, se superó en su performance. Ella y el toro se entendieron en sus roles: mientras ésta lo invitaba a buscar su muleta, el animal atendía su llamado, rozando con lascivia su cuerpo –manchando de paso su vestido de luces con la sangre que, como en una escorrentía de su lomo le caía–.

<<Tan dichosa estaba “La Malagueña” que, aún en la temeridad de sus pases, la imagen del “Curro” en su cerebro relampagueaba>>.

Al cabo de los tres tercios del último toro, “La Malagueña” satisfizo las peticiones de sus seguidores, los que ebrios y enloquecidos le exigieron dar vueltas al ruedo, para finalmente, aturdida por sus vítores, sacarla en hombros por la siempre anhelada puerta grande.

De regreso al hotel, la torera se mostraba radiante y tranquila; eso sí, entre la salida de la plaza y la llegada a este –donde ya se encontraban arremolinados cientos de exultantes espectadores en espera de una foto–, no me cruzó palabra alguna, salvo las de: ¡muy bien, “Curro”! Tan pronto como estuvimos en la habitación, ella, sin mediar orden, se me puso de espalda para que le aflojara las trenzas de su coleta. Con cierto timbre imperativo –que no le conocía–, sentada sobre la cama, me pidió que la desvistiera.

_”Curro”, me daré una ducha. Espérame, que bien ganada nos tenemos una copa de vino –me expresó la matadora, para solaz mío–.

Como en una vorágine, un cúmulo de sensaciones me afloraron. Por un lado, complacido recordaba, sin entender sus intenciones, las repetitivas expresiones de: “Curro me vas ganando, Curro me estás ganando”. Por el otro lado, me atormentaba la displicencia con la que me trató desde la terminación de la corrida, pues de su razón de ser estaba nublado. Entre mis elucubraciones y la evaluación personal que a mí mismo me hice de su exhibición en la plaza, pasaron diez minutos, los mismos que tardó en salir del baño envuelta en un toallón azul celeste. Sin un ápice de duda, y así suene paradójico por las energías gastadas por ella, lucía más divina que en horas de la mañana. Todo en ella era sublime.

Sin tener noción de que así hubiese ocurrido, la gerencia del hotel –desde antes de nuestro regreso–, le aprovisionó el bar con un añejo Rivera del Duero. Antes del brindis –y de todo–, me fundió en un abrazo bonito. Luego, mirándome fijamente –y yo sin burladero– me dijo:

_Vamos “Curro”, vamos “Curro”, vaya si eres un mozo a carta cabal. Como tú, ya no se ven. Mi triunfo también es tuyo.

_Ahora –continuó la matadora–, que fortuna la mía: en un solo día, he corrido con la suerte de coincidir con un gran mozo que al mismo tiempo es un hombre bueno. ¡Muy bueno! ¡Bastante bueno! No se equivocaron quienes de ti me hablaron.

Con las copas de vino a punto de ser bebidas, Carmen Romero “La Malagueña”, con el toallón desenrollándose con destino al suelo, cerró su boca no sin antes decirme:

_”Curro”, que me has ganado. ¡Te tocó matar a ti!

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Por Juan Carlos Ramírez Gómez, especial para El Espectador

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Jorge Vallejo(4f6yo)01 de junio de 2025 - 03:10 p. m.
Excelente, dos orejas y rabo por tan magnífica narración. Quienes tenemos un mínimo conocimiento de estos manejos y terminología taurina entendemos la importancia de la labor desempeñada y la poesía que lleva inmersa. El final estuvo de indulto. Un aplauso de pie a este magnífico relato.
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