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                                                                                                                              Los trucos de una carpintería secreta

                                                                                                                              La investigadora literaria Nathalia Gómez Raigosa narra los descubrimientos que hizo en su pasantía doctoral en el archivo Gabriel García Márquez, preservado en el Harry Ransom Center, de la Universidad de Texas en Austin.

                                                                                                                              Nathalia Gómez Raigosa*

                                                                                                                              Ilustración de Gabriel García Márquez, quien recibió el Premio Nobel de Literatura hace 40 años.
                                                                                                                              Foto: Mario Fernando Rodríguez

                                                                                                                              Este verano metaficcional pude experimentar lo que sintió Marco Flaminio Rufo, tribuno militar romano, cuando encontró, después de atravesar un laberinto que parecía interminable, “la ciudad de inmortales”. Estaba con los ojos llorosos y el corazón palpitante frente al Harry Ransom Center, un museo de cristal grabado con imágenes de la memoria colectiva que me recordó al que aparece en La ciudad ausente (1993), de Ricardo Piglia, donde había una extraña máquina de narrar macedoniana que nunca se apagaba y parecía tener vida propia, como la tienen los archivos de Borges, Shakespeare, Joyce, Poe, Woolf, Faulkner, Coetzee, Beckett, Hemingway, Mailer, Fitzgerald y García Márquez, cuyos materiales cuentan para la posteridad, desde sus cajas de cartón, lo que ningún libro, curso o programa de educación superior enseña: la verdad que hay detrás de todo proceso creativo.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

                                                                                                                              Ilustración de Gabriel García Márquez, quien recibió el Premio Nobel de Literatura hace 40 años.
                                                                                                                              Foto: Mario Fernando Rodríguez

                                                                                                                              Este verano metaficcional pude experimentar lo que sintió Marco Flaminio Rufo, tribuno militar romano, cuando encontró, después de atravesar un laberinto que parecía interminable, “la ciudad de inmortales”. Estaba con los ojos llorosos y el corazón palpitante frente al Harry Ransom Center, un museo de cristal grabado con imágenes de la memoria colectiva que me recordó al que aparece en La ciudad ausente (1993), de Ricardo Piglia, donde había una extraña máquina de narrar macedoniana que nunca se apagaba y parecía tener vida propia, como la tienen los archivos de Borges, Shakespeare, Joyce, Poe, Woolf, Faulkner, Coetzee, Beckett, Hemingway, Mailer, Fitzgerald y García Márquez, cuyos materiales cuentan para la posteridad, desde sus cajas de cartón, lo que ningún libro, curso o programa de educación superior enseña: la verdad que hay detrás de todo proceso creativo.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Gabriel García Márquez hablando por teléfono en New York, durante su estancia para la ceremonia de su grado honoris causa concedido por la Universidad de Columbia en 1970.
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa

                                                                                                                              Tenía encima diez horas de avión desde mi natal Pereira, una pequeña ciudad en el corazón cafetero colombiano. El calor apabullante, como diría mi madre, me golpeó la cara apenas aterricé: 43 grados centígrados, que dificultaban la respiración y hacían perjudicial hasta esperar el bus bajo la sombra del paradero, por lo que tocaba pedir Uber, a un costo astronómico en plata colombiana: casi $180.000 del alma. El conductor era un ruandés sonriente y enérgico que me saludó con mucho tino y humor: “Welcome to the eternal fire”, ¡Qué acertado recibimiento! Todo el camino me lo pasé observando la ciudad por la ventana; me pareció deshabitada, casi fantasmal. El africano al volante llevaba ya dos años residiendo allí. Me explicó que las personas no caminaban por las calles, cuidándose de una insolación; todos estaban montados en sus monstruosas camionetas que atizaban a su paso el ardiente asfalto de autopistas interminables que antes fueron caminos de herradura de fieros cowboys.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Recordé la bella descripción de Borges: “An epic-laden dream”, cuando fue profesor invitado a la Universidad de Texas, en 1961, y percibió de inmediato las muchas similitudes que tenía este paisaje con la inmensa pampa Argentina: “Aquí, como en el otro confín del continente, el infinito campo en el que muere solitario el grito; aquí también el indio, el lazo, el potro”, reza un poema que dejó escrito en una servilleta que hace parte de las colecciones del Ransom.

                                                                                                                              Le recomendamos el evento: “Crónicas de Macondo”, la charla del mes en los Diálogos del Magazín

                                                                                                                              Me presenté con mi maleta en la casa de Mrs. Fiori, una anfitriona de primera categoría que me había recomendado la carismática Danica Obradovic, coordinadora de los investigadores que llegaban de todos los confines del planeta y que, según las cifras del centro, son más de 10.000 al año. Nicolás Pernett, historiador amigo, que ya había vivido esta peregrinación, me recomendó que, antes de empezar la revisión, me tomara el tiempo para hacerle preguntas al archivo, que me permitieran solicitar en la página web, los materiales correctos y no perder tiempo en cosas que no me interesaban tanto.

                                                                                                                              No le hice caso a Pernett, porque no era capaz de decidirme entre las más de 75 cajas que representan más de medio siglo de la vida de García Márquez, sistematizado y supervisado con cierta obsesión paranoide por los ojos vigilantes de los funcionarios de la flamante Sala de Lectura y Visualización del Ransom, que con ayuda de sus cámaras de seguridad hacen las veces de policía literaria para impedir a toda costa el robo de algún papel que se pueda considerar delito federal; así que no me quedó más alternativa que pedirlas en orden e ir revisándolas de a poquito.

                                                                                                                              Epígrafe de“Vivir para contarla” al momento de enviarla a la imprenta.
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa

                                                                                                                              El primer día fue un desastre. Me dirigí a la enorme estantería de madera en la que el personal pone el material solicitado por los investigadores. Comencé por las fotografías; fue una mala decisión, porque era lo más difícil de manipular. Dispuse la caja llena de carpetas Minerva sobre la mesa en el área marcada: “Please, place your document box here”. Había visto el video de orientación por lo menos diez veces, pero eran tantas las precauciones y prohibiciones, que todo el día un funcionario de barbas largas con cara de monje superior me llamó la atención en un inglés en letra pegada que no lograba entender, porque no manipulaba las fotos por los extremos. Toda la molestia la compensó el retrato de Gabo en calzoncillos hablando por teléfono en Nueva York, contando, según especulo, con todo el mamagallismo del caso, los pormenores de la ceremonia de su doctorado honoris causa que le concedió la Universidad de Columbia en 1970.

                                                                                                                              Al segundo día me quedó la duda de si ya dominaba la técnica de revisión o si nuevos investigadores habían ocupado tanto al funcionario regañón, que se había olvidado por completo de mí. Ya éramos por lo menos doce estudiosos en la sala trabajando en los temas más disímiles, desde las literaturas africanas y latinas hasta las norteamericanas. Quien más despertaba la curiosidad era un joven asiático que estaba observando, con mucha delicadeza, unos manuscritos milenarios e ideográficos. Mi nueva caja me fue revelando el Gabo cosmopolita, que llegó a sumar siete pasaportes colombianos con sellos de Vietnam, India, China, países europeos, latinoamericanos y unas marcas que mostraban permisos temporales en los Estados Unidos. Sentí muy irónico el hecho de que, después de décadas en las que se le negó la visa estadounidense por su supuesta afiliación al Partido Comunista, hubieran sido los mismos gringos, esta vez los de la academia, los que habían logrado conseguirle una residencia absoluta a lo más peligroso que Gabo sabía que tenía: sus ideas. Se hizo justicia poética, medité.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Le sugerimos: 40 años del Nobel de Literatura: ¿Qué aprender hoy de Gabriel García Márquez?

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El tercer día fue un regalo de la vida. Me había decidido por la caja más pequeña, que parecía complemento de la “subserie b. Short Works, 1952-2009″. La elegí porque podía tratarse de algo relacionado con el periodismo, que en últimas era lo que más me interesaba. Al abrirla, me topé con un artículo no identificado, en el que se observaba el grabado de una jirafa; en la esquina derecha inferior leí: “Por Septimus”, todo en alto relieve tallado en cuero. De inmediato quise sacarlo para entender de qué se trataba. Lo agarré; era un legajador de argollas ya desgastado en los bordes, pero en perfecta forma. No podía salir del asombro de que tal cosa existiera; nunca en mis 16 años en el periodismo había escuchado que alguien, algún familiar, amigo, profesor o experto mencionara la existencia de aquel objeto extraordinario: la cubierta de protección que le permitió a ese Gabo, novato del oficio, resguardar y recolectar las columnas que le publicaban en El Heraldo, de Barranquilla a los 25 años, su periodismo juvenil en la costa Atlántica. Para mí era una pieza de culto a la altura de su legendaria máquina Smith Corona, a la que se le han rendido incontables homenajes en piezas literarias y comercializado en forma de pines y rompecabezas. Así que lo más importante que hice ese día fue llorar de la emoción un largo rato en el Ransom (creo ser la única que lo ha hecho), sin que me importara lo que pensaban mis eruditos compañeros de sala.

                                                                                                                              Al cuarto día por fin la lupa de la intuición estaba más refinada por la carga emocional del día anterior y me llevó hasta una hoja tamaño carta en la que se leía:

                                                                                                                              “Kame: yo ovedezco más a la inspiración que a la gramática. Gracias y besos

                                                                                                                              Gabo, 2002″.

                                                                                                                              Legajador de argollas que usaba García Márquez en 1952 para proteger y guardar las columnas que le publicaba El Heraldo.
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa
                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Aunque me pareció raro ver el “ovedezco” con v en vez de b y estaba enterada de los rumores de la supuesta mala ortografía del escritor colombiano, no me convenció de que se tratara de un descuido, porque en el mensaje se notaba una clara intención de trasgredir el idioma. Me acordé de ese polémico discurso “Botella al mar” que lanzó en 1997 durante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española, en Zacatecas (México), donde planteó una jubilación de la ortografía, que le puso los pelos de punta a puristas como Daniel Samper Pizano, pero que 25 años más tarde parece haber presagiado muchas de las renovaciones de la RAE para simplificar el español. Hice una rápida búsqueda en mi móvil y ahí estaba la sugestiva pregunta: “¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El mensaje dirigido a Carmen Balcells era la respuesta a un fax que hallé inmediatamente después, enviado el 23 de agosto de 2002 a las 18:35, en el que ella, como su agente literaria, le daba detalles de la polémica generada en las editoriales a raíz del título que llevaría el libro, en proceso de publicación, de sus memorias; sobre el cual Claudio López Lamadrid, había dicho que “al estar el verbo contar en femenino exige un antecedente en femenino” y para que fuera gramaticalmente correcto “la construcción tendría que ser vivirla para contarla o vivir la vida para contarla”. Es decir: el título de las memorias de Gabo tiene un error de sintaxis, ¡Tamaño descubrimiento!, me dije.

                                                                                                                              El archivo de García Márquez se compone de 75 cajas.
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa

                                                                                                                              Pero Gabo ya era Gabo y como estaba en la cúspide de su fama podía darse el lujo de moldear la lengua a su amaño. Por supuesto, no sacrificó la sonoridad expresiva de las palabras y nos regaló una expresión con la que el español ganó plasticidad. Después de leer la correspondencia de este episodio, el resto de material que había visto y el que comenzaría a ver cobró mayor sentido y, de paso, me fue clarificando la misión del viaje.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Había ido hasta uno de los estados americanos en el que se debatían la prohibición de aborto y la portación de armas sin permiso ni capacitación, para encontrar a Gabo, uno que no estaba en sus obras literarias, ni en los textos críticos en los que expertos se habían detenido en la hermenéutica de su poética hasta sobreinterpretarla, ni en las biografías que coincidían en el mito del humilde muchacho de Aracataca que, a punta de talento y buena estrella, se había convertido en bestseller. No estaba hurgando en las noticias que registraban el paso a paso de su vida pública, ni en sus discursos como mediador de las causas sociales de los desheredados de América, ni en los guiones de sus fantasías cinematográficas, ni en las actas de creación de las fundaciones que constituyó para mejorar el periodismo en Latinoamérica, ni en los videos eternizadores de las redes sociales, ni en las entrevistas radiofónicas en las que se escucha su voz de trueno.

                                                                                                                              Borrador inédito de las 25 páginas escritas de la segunda parte de sus memorias. Se tenían previstos tres tomos.
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa
                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              García Márquez está donde no lo hemos buscado aún: en los errores de mecanografía de sus originales; en las faltas ortográficas; en los tachones de páginas completas de las primeras versiones de su novela inédita En agosto nos vemos, donde además se pueden distinguir caligrafías diferentes a la suya, quizá de sus amigos más cercanos a los que les permitía anticipadamente leer sus obras y de los que recibía consejos con anotaciones al margen que unas veces incorporaba a las nuevas versiones y otras no; en los borrones, subrayados, flechas, signos de interrogación de las apenas 25 páginas del segundo tomo de las memorias que no alcanzó a terminar, con pistas en secuencia para una escritura del futuro; en una lista de correcciones con su respectiva página en la contraportada de la primera edición de Crónica de una muerte anunciada; en el reportaje a medio hacer del papa Juan Pablo II; en el llamado de auxilio del director editorial de la multinacional Penguin Random House, implorando por las correcciones de último momento que se le ocurrieron al obseso Gabo que tenían paradas las máquinas de impresión en Madrid, Buenos Aires y Bogotá. En fin, a nuestro Nobel también hay que buscarlo en las precisiones de hechos históricos que lectores avezados se atrevían a realizar por medio de cartas y las mejoras con las que los traductores al inglés, francés o italiano iban contribuyendo a la perfección de una obra ya clásica.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              En lo inacabado, defectuoso y ajeno están los trucos de la carpintería secreta de García Márquez, que él trató de borrar en un primer momento con la complicidad de Mercedes, en el instante en que destruyeron, con intención, el original de Cien años de soledad, de quinientas noventa cuartillas, a doble espacio, escritas en papel ordinario en la emblemática máquina portátil, con el tercer capítulo apenas legible, a causa de un aguacero diluvial que tomó por sorpresa a la mecanógrafa y los planchazos con los que ella intentó secar las páginas en su casa. ¡Una pérdida invaluable para los detectives de las letras!, y para la humanidad entera, porque hoy se consideraría un documento histórico a la altura de la biblia de Gutenberg, el Nova totius terrarum orbis tabula de Joan Blaeu, las tres copias de los folios de Shakespeare o la primera fotografía conocida de Niépce, que atraen hordas de curiosos cada año hasta el Ransom.

                                                                                                                              El Harry Hansom Center se encuentra al interior del campus de la Universidad de Texas.
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa
                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Pero ni con esa triquiñuela impidieron que fuera posible descifrar la magia del prestidigitador de las palabras, así como él imaginó las tardes parisinas en las que Jean Paul Sartre se sentaba en el emblemático Café Flore a escribir con su estilógrafo rupestre, en un cuaderno escolar, “las obras que todos esperábamos con ansiedad en el mundo entero”, sin ser consciente de que el sitio se iba llenando poco a poco de los turistas de todas partes que habían atravesado los océanos solo por venir a verlo escribir. Así mismo, yo había cruzado el Atlántico, como muchos otros especialistas, para descubrir si detrás de sus espléndidas obras había un método oculto de escritura.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              Él, el gran Gabo, el novelista canónico de Colombia, el Nobel de Literatura de 1982, el ícono mundial del realismo mágico, el escritor más celebrado del boom latinoamericano, el clásico universal comparable solo con Cervantes, también dudaba, se equivocaba, se cansaba y se bloqueaba, como cualquier escritor, como yo misma, que no sabía cómo continuar con mi tesis. No se trataba de ningún acto de ilusionismo ni de un poder sobrenatural, era la humana fuerza de obstinación la que lo había obligado a nunca rendirse, a siempre retomar y a teclear hasta el agotamiento diario para ir armando el relato de un solo tirón. Su guía, como buen orador, eran los verbos, lo que los personajes iban haciendo; los demás párrafos que requerían mayor detenimiento, la recreación de atmósferas o datos exactos, los dejaba inconclusos para no interrumpir el ímpetu desenfrenado, el ritmo de sus dedos a los que les salían las letras por las yemas. Después, lo inacabado se iba completando, consultando, afinando, con más calma y detenimiento.

                                                                                                                              Instalaciones del Centro Cultural Harry Ransom Center de la Universidad de Texas
                                                                                                                              Foto: Nathalia Gómez Raigosa

                                                                                                                              Había recibido el mejor consejo que una aprendiz de escritora pudiera pedir, sin que él siquiera hubiera sospechado de la existencia de esta alumna errante y apasionada que ya estaba lista para regresar a casa, animada con la idea de empezar a poner en práctica los artilugios de un taller de escritura, tan fantástico como los pergaminos de Melquíades.

                                                                                                                              Archivo digital

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “El archivo digital de escritor colombiano Gabriel García Márquez incluye manuscritos originales de obras publicadas e inéditas, material de investigación, fotografías, libros de recortes, correspondencia, recortes, cuadernos de notas, guiones, material impreso, ephemera, y una grabación de audio de su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1982. El archivo en línea cuenta con recurso de búsqueda de texto, y contiene aproximadamente 27.500 materiales digitalizados a partir de los documentos de García Márquez, y fue posible gracias a una subvención del Council on Library and Information Resources (CLIR). El Harry Ransom Center también agradece la cooperación de la familia de Gabriel García Márquez”, se explica en la página web de la institución.

                                                                                                                              *Candidata a doctora en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira, becaria de Colciencias y docente universitaria.

                                                                                                                              Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖

                                                                                                                              Por Nathalia Gómez Raigosa*

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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