El día en el que aprendí a hacerme trenzas, el parque estaba vacío.
Mamá, molesta, le gritaba a papá que le pasara más pita, más pita y más pita. La cometa, en el pasto, apenas intentaba levantar su cola. La noche anterior había visto cómo mamá se peinaba, pasaba un mechón detrás del otro, y luego un tercero se interponía. Lo hizo varias veces, hasta que los mechones se le acabaron y su cabello lacio terminó desenvolviéndose.
Mamá seguía pidiéndole a papá más pita, mientras él, desde arriba, apenas la miraba.
Hice lo mismo, envolviendo en mi mano un mechón y luego otro y otro más. Y ya no eran tres mechones, ni cuatro, ni cinco, mi pelo se había vuelto una madeja y tuve que desenredarlo con cuidado.
Tal y como hacía mamá con la pita.
Por fin, la cometa se despegó del suelo y papá la sostenía en medio de la cancha, con la mano en lo alto. Mamá halaba la pita con furia, como queriéndola arrancar de su mano. Se me había vuelto a enredar el pelo.
Un mechón, otro mechón, otro más. Mamá le gritó a papá que ya soltara la cometa. Un mechón, otro mechón, otro más. Papá le gritó a mamá que no le diera más pita. Un mechón, otro mechón, otro más. Mamá le dijo a papá que era un inservible. Un mechón, otro mechón, otro más. Papá le dijo a mamá que lo dejara en paz. Un mechón, otro mechón, otro más. Mamá le preguntó a papá que si había otra. Un mechón, otro mechón, un mechón más. Papá le dijo que ya no la amaba. Un mechón, otro mechón…
Y…
Mamá no me enseñó qué hacer cuando terminaba la trenza.