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El amor en tiempos de la soledad: un año con Gabriel García Márquez

Al orientar tanto mi vida profesional como personal, GGM ejerció una fuerza de inspiración tal que realmente no puedo rendirle homenaje. He elegido testimoniar solo la manera en que me ha moldeado.

Aurélia Gervasoni, especial para El Espectador

18 de abril de 2025 - 05:41 p. m.
Ilustración alusiva al escritor Gabriel García Márquez, en homenaje por los diez años de su muerte.
Foto: Eder Rodríguez
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Gabriel García Márquez me encontró una noche de marzo cuando yo aún no existía. Mientras leía la anunciada muerte de Santiago, no sabía que me encontraba en el pliegue de la primera contracción de mi propio nacimiento. Como todos los nacimientos, vine al mundo entre un grito y una risa, y el parto duró un año.

Muy pronto en mi vida, comprendí que lo más interesante de revelar para mí y de robar para los demás era mi vida secreta. Y muy pronto comencé a exponerla en fragmentos parcialmente verdaderos, un tanto ficticios. Lo que me sucedía a altas horas de la noche, cuando cada sensación se multiplica por la somnolencia o la oscuridad, era mi secreto más absoluto y más difundido. De fragmento en fragmento, conseguía vislumbrar los intersticios de la verdad antes de sumergirme de nuevo en el desconocimiento, en la piel que me he formado y que me permite vivir el día a día sin pensar en esos impulsos míos que reconozco sin poseerlos. Así descubrí que nací con una cola de iguana, abrumada por la maldición de aquellos que no consiguen salir de su propia jungla. Escondida bajo la tela de mi ropa, todo el mundo podía deslumbrarla sin verla por completo.

Mis elecciones eran entonces efímeras, una sucesión de reacciones sin sustancia, sin compromiso. Prometía sin miedo, sin ese temor a pronunciar esas mismas palabras. Porque creía en ellas, solo por un instante. No era falta de sinceridad, solo falta de futuro. Solo veía lo que sentía y actuaba en consecuencia. Todavía tenía que encontrar un suelo para mi Macondo.

Ese mismo mes, un hombre me dejó con estas palabras: “Eres incapaz de poner tu yo en el nosotros. Tú tomas tu yo y dejas que el nosotros entre un poco, y cuando llegue el día puede ser retirado. Tú tomas un universo y te inspiras en él, lo compartes con el mundo y lo expresas, mientras que yo solo lo compartía contigo, sin réplica para la gente que me rodea. Solo para ti. Puse tanto de mí en nosotros. Porque yo te quiero y tú ya no me quieres. Y, sin embargo, sobre la mesa había tanto de nosotros sin que nos perdiéramos, y luego te vi tener esos sueños sola o con otro. Las emociones de mi universo, las guardo y las hago vivir a la persona a la que le abro lo que vivo. Tú ya tienes todas las emociones en el origen y las compartes sin empobrecerte nunca, sin despojarte de ellas, porque todo está siempre destinado a salir, a ser compartido. Tu corazón es demasiado autónomo. El mío está demasiado ligado a los latidos de los demás una vez que lo abro. Y ahora que ha perdido su ritmo, ya no puede continuar solo. Me gustaría abrir mi pecho para mostrártelo y que al menos puedas reconocer que todo era verdad”.

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Me fui sin pensar que el dominio podía persistir mucho más tiempo que el ruido de los pasos que se alejaban. Todavía no había leído más que “Crónica de una muerte anunciada”, que me enseñó que cientos de cartas, enviadas o no, pueden hacer volver a quien se ha ido. Pero, ¿es eso realmente lo que se desea?

Poco después, devoré “Memorias de mis putas tristes”. Este libro, tan controversial, sigue siendo uno de mis favoritos de Gabo. Vi en él una fábula de advertencia: hay que vivir esta vida sin miedo a abrirse a ella. Que el odioso anciano protagonista del libro esté tan amargado por no haber vivido nunca me sumió en la angustia de no conocer nunca realmente ese impulso de amor en el que, pensaba, estaba completamente preparada para lanzarme. El libro me dejó un sabor a tierra en la boca. Una noche que lo estaba releyendo, un gato entró por mi ventana, al que bauticé inmediatamente como Márquez. Me recordó a “Relato de un náufrago”, en el que las mujeres fantasean con un hombre al que no conocen. ¿Me estaba perdiendo por la atracción hacia lo desconocido? ¿O me estaba realizando cada vez más con Colombia a la vista?

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De la tierra que tenía en la boca, me escapaba por todas partes mientras descubría cada vez más este suelo colombiano. Me acerqué a ella con fervor y pasión, y no he quitado mis plantas de los pies desde entonces.

Fue entonces cuando ocurrieron dos acontecimientos, y en este momento todavía me cuesta distinguir lo verdadero de lo falso de lo que pasó.

El segundo semestre de mis estudios de Derecho se abría poco a poco, en la ciudad flamenca de Lovaina. Una ciudad universitaria encantadora, pero a veces hiriente por su rigor. Bajo el sol que se arrastraba por los bancos de los parques, GGM se me impuso con más intensidad cuando leí “Noticias de un secuestro”. Recuerdo los párrafos sobre la liberación de las secuestradas y el poema que el marido de una de ellas escribió cuando se enteró de su liberación. Este libro me llevó a explorar la biografía de GGM: fue entonces cuando descubrí que, por así decirlo, había abandonado sus estudios de Derecho. ¿Qué podría ser más inspirador para mí, que ya no me sentía a gusto en esta carrera? Solo necesitaba una posibilidad para sentir este impulso. Una grave crisis existencial, una especie de fiebre amarilla que persistiría hasta el final de mis estudios, y que me inspiraría a buscar otros caminos. Desde entonces no he dejado de ser consciente de ello.

Aún no había hojeado todas las páginas del libro cuando, un día de primavera, conocí a Aureliano Buendía.

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En la vida real, no es tan grande como el mito afirma, pero es igual de hermoso en su fogosidad entre alineado y rebelde. Me confió que su mayor miedo era la nostalgia: toda su existencia estaba construida en resistencia a ella. Cuando le pregunté si alguna vez había amado, me respondió que el hielo te quema cuando lo tocas con las manos desnudas, y que nadie se recupera nunca realmente. En el preciso momento de nuestro primer beso, vi pasar nuestra muerte bajo mis párpados cerrados. Por supuesto, aquellos que nos hubiesen asesinado serían condenados y maldecidos.

Nunca había visto a nadie con los ojos bien abiertos. Una noche que dormíamos en una colchoneta puesta directamente en el suelo, me reveló que ya lo sabía todo sobre lo que yo era y lo que iba a pasar. Se me puso la piel de gallina, la forma en que repetía cada palabra con una curiosidad sin asombro. Tenía razón, mi vida pasaba ante sus ojos si había elegido continuar como lo había hecho, resistiéndome no al amor o a la nostalgia, sino a mí misma.

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Para demostrarle que podía confiar en mí, arranqué la tela que ocultaba la cicatriz cerrada de la cola de iguana que me había cortado. Al sangrar delante de él, vi que nuestras heridas siempre sangrarían un poco juntas.

Me hablaba de su Colombia natal, que me inspiraba cada vez más, y no podía soportar no ir yo misma. Todo el mundo quiere perseguir lo real y no perderse en las ficciones o en las pesadillas; yo quería perseguir a toda costa esa magia que veía cada vez más en mi propia vida cotidiana.

Hablábamos de cosas que no existen, nosotros no existíamos, tumbados en la cama con un álbum robado sobre Cartagena para él. Si me hubieran pillado, habría tenido que dar explicaciones y habríamos existido en esa imagen abstracta que los demás se hacen de aquellos que podrían durar toda la vida. Escribí su nombre en mis sábanas para no olvidarlo en el sueño.

A su lado, leí “El amor en los tiempos del cólera” y el olor a ylang ylang siempre me recordará los amores pasados -y también la muerte-. Aunque GGM afirma que José Arcadio murió anciano y atado a un árbol, en la vida real del verdadero Aureliano Buendía, su padre murió una noche de mediados de abril, sin previo aviso. Cuando me reuní con él antes de que se marchara de nuevo a Macondo, abrazándolo en medio de la noche, pensé que la luz puede parecer tan cercana, pero que sigue siendo imposible alcanzarla sin creer un poco en algo más que en lo que somos.

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Bailamos como si la vida nunca fuera a separarnos. Como si la vida fuera, en realidad, una serie de decisiones propias, independientes de cualquier circunstancia externa. De camino a casa, me era difícil distinguir lo que era real de lo que era un sueño. Sé que bailamos una canción que esta vez había elegido yo. Una canción de los años sesenta, mis años favoritos, en francés y en portugués, en resumen, con los acentos de los dos, del Norte y del Sur. También le dije que, ya que no podíamos existir realmente aquí y ahora, inventemos el mundo para existir. Para obligar a nuestras líneas temporales a cruzarse en él y a través de él. Me respondió que no.

De vuelta a casa, todo me llegaba a trozos, todo parecía borroso: él dijo aquello, yo dije aquello, hicimos aquello. Sé que un día me dijo: «He venido a enseñarte lo que es el amor, y te dejaré esto cuando me vaya».

Cuando llegué a casa, la luna era enorme y el cachorrito no dormía. Ladraba mientras me esperaba en las escaleras, que acababa de aprender a subir y bajar solo. En la penumbra, parecía un lobito. Tener un lobo en casa y no tener miedo de nada más que de uno mismo.

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Quizá en eso consiste el realismo mágico: los acontecimientos suceden y no se parecen a nada de lo que hemos vivido antes. Caen en nuestras manos y ni siquiera parecen reales, llenos de una intensidad que es a la vez estimulante y aterradora. Atreviéndonos a ser reales, atreviéndonos a no dejar nunca de sentir, y luego, de ser el caso, irnos achantados si nos tenemos que ir. Porque era real, era mágico, era algo que nos superaba. Y el futuro tan incierto que parece sobrenatural: ¿cómo distinguir al lobo blanco del lobo negro? ¿Hay una cierta claridad que permite seguir a uno de los dos sin perderse?

Ahí está su piel suave que oculta su fuerza, su estabilidad. Ahí están las palabras que no se atreve a decir pero que acaba diciendo de todos modos. Ahí están sus manos, con las palmas llenas de tensión. Está su apartamento, que nunca estará realmente habitado por otras noches que no sean las nuestras.

Como todos los veinteañeros, dábamos muchas vueltas: entre obligaciones, familias, amigos, historias, inspiración, deberes. En esos momentos en los que nos parábamos a mirarnos, la carrera nos esperaba. Entonces nos dimos cuenta de que cada curva, cada cuesta, es una llegada en sí misma, un paso necesario.

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Me demostró, antes de que la vida me lo demostrara, que se puede perder una de las almas gemelas por negarse a ser lo que el amor exige que seamos.

El último libro que me dejó en junio, tímidamente dedicado «Con cariño» fue “Cien años de soledad”. Nunca lo volví a ver.

En el fondo, nuestra historia se puede resumir en “Del amor y otros demonios”. Oigo a Gabo reírse en mi oído, al parecer tenía mucho sentido del humor.

El verano y el otoño transcurrieron en una lectura meditativa y en la búsqueda de lo que nunca podría perderse: lo que me gustaría hacer con todo lo que he vivido. Porque «Vivir para contarla» me enseñó que lo que cuenta es lo que queda, lo que queda de nuestras palabras, ya sean verdaderas o falsas. En septiembre volví a la calle del campamento provisional de Aureliano y encontré un anillo de plata. Inclusive hoy, sigue siendo demasiado grande para mis dedos.

Pasé el invierno en otro país. Pensaba mucho en Úrsula y en todos los sacrificios por su familia, lo que no dejaba de evocar a las propias mujeres de mi familia que veía desaparecer poco a poco con la edad y la distancia. También pensaba en la mano quemada de Amaranta que se había negado a que toda la pasión la consumiera. Mientras terminaba mis estudios, cuya orientación profesional ya no me interesaba, mi amigo Gabo me cogía de la mano. A veces tosía un poco por el frío, pero en general vivía su exilio conmigo, adaptándose a las circunstancias. La tierra húmeda bajo mis pies se mezclaba con el olor a tilo que tanto me gusta. A mi lado, sentía que este curioso patriarca me señalaba frunciendo el ceño en los márgenes de los libros las anotaciones que escribía frenéticamente, como si algún día alguien quisiera descifrar lo que yo había querido decir y no pudiera.

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Desde entonces, GGM ha trazado las paralelas geográficas y temporales que me han traído aquí, en febrero, mirando por la ventana de la habitación de un edificio neoliberal de Ámsterdam. Después de haber trabajado sobre la Constitución colombiana -que también fue obra de Gabo- en un intento de vincular el derecho con mi pasión por la escritura, conocí a Aquel.

En el alféizar de la ventana, la misma edición verde y dorada de “Cien años de soledad”. Detrás de mí, tarareando una canción, el hombre que me hará el amor antes de que escriba una sola palabra de estos pensamientos.

La música “Ojalá” que resuena en casa las noches que cocinamos juntos. Las canciones que cantamos borrachos en la cama hasta quedarnos dormidos.

Colombia como proyecto común. Los libros que me envía, los poemas que le escribo. La vida juntos que no grita.

La primera vez que lo conocí, una gran calma se instaló en mí. La primera vez que hicimos el amor, ya sabía que estábamos creando talismanes y pequeños dioses que poblarían el mundo con la inspiración que podíamos aportar. En el transcurso de una tarea diaria o de un camino recorrido cientos de veces, los veo con un vistazo, les hago un guiño. Sentirlo -finalmente- cerca de mí solo reveló con mayor claridad lo que ya sabía que era cierto en mi alma.

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Hay un océano tranquilo en mí, todavía extraño, todavía por domesticar, que sabe que tendrá suficiente tierra desnuda para extenderse, y también sabe que allí será alcanzado. Sé que nuestras dos vidas están llenas de proyectos personales y que son esenciales, y confío en que se respetarán: esas verticalidades que nos definen, sus líneas y mis líneas a seguir.

La realidad de él es mejor que mi realidad de él, y toda la realidad está iluminada ahora. Tomar el horizonte con mi pájaro infinito.

Nunca había sentido un deseo tan completo de lanzarme a la confianza y conceder toda la mía. Mis ojos se cierran sobre su imagen que rodea mi frente y mi cabeza con sus manos y todos esos pensamientos se detienen para mirarlo. Han encontrado su punto de llegada. Y, por supuesto, nuestras primeras veces son primeras veces juntos.

Y, por supuesto, a veces pienso en nuestros lazos pasados. Él tuvo su vida, yo tuve la mía. A medida que vivo estas primeras veces con él, siento que mis primeras veces con otros dejan de respirar gradualmente. Sé que su huella permanecerá en mí como los muertos persisten en el corazón de los vivos, pero esos fragmentos apagados ya no hacen latir mis venas. Cada capilar rojo se obstruye y luego deja de vivir por sí mismo, para ser reemplazado por este inmenso nuevo cuerpo que descubro que es mío, con el suyo.

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Algún día, en nuestra casa, tendremos una hamaca como único mueble y mi hombre vibrará con cada terremoto. Quizás, incluso entonces, ya no le tendremos miedo a la muerte. Quizás pierda la memoria como Gabo y me resulte imposible escribir, como describe Rodrigo García en su delicado libro de memorias. Espero que entonces pueda sentir, aunque no lo reconozca, su piel que calma todas mis angustias.

Siento que la vida es tan joven en nosotros y para nosotros. Mi alma está tan tranquila a pesar de ello, como si ahora pudiera concentrarse en su propia realidad porque sabe que será compartida, una verdad común y plena.

He aprendido a ser unión.

Mercedes Barcha fecundó la obra de Gabriel García Márquez; el hombre que me acompaña inyecta en mi poesía una sangre nueva que late cada vez más fuerte. Tomó todo lo que yo era para conservarlo en el calor de su puño. Mientras intentaba leer las líneas de su palma, me di cuenta de que aún estaban por trazarse, al igual que las mías.

Siento que la vida es tan joven en nosotros y para nosotros. No quiero que nunca tengamos que decirnos “Estuvimos a nada de serlo todo”.

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GGM me enseñó a describir el mundo introduciendo aquello que nos supera, esa magia que nos trasciende y de la que nos sentimos más o menos cercanos, lo que nos une en esta existencia. Si buscamos lo que es realmente universal, creo que debemos encontrarlo en aquello que nos supera a todos, pero que sin embargo determina, en gran medida, la intensidad de nuestras vidas y las decisiones que tomamos.

Gabo estaba inmensamente triste de morir, pero nos devolvió la vida con sus palabras una y otra vez en el silencio que sella aquello por lo que vivió —un libro sin concesiones ni crueldad— ¿hasta qué punto dejar que influya en nuestras verdades? ¿Dejar que la surrealidad traspase y dilate nuestros días?

Al orientar tanto mi vida profesional como personal, GGM ejerció una fuerza de inspiración tal que realmente no puedo rendirle homenaje. Podría relatar con precisión que siento a Gabo bajo mi piel, dictándome palabras hinchadas de un líquido enfermizo que se vuelve cada vez más puro. Pero he elegido testimoniar solo la manera en que me ha moldeado. La magia de convertirse en uno mismo.

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Algunos habrían elegido seguir el río Magdalena para revelar lo que les hace sentir una tierra de la que nunca serán nativos. Yo elegí dejar que Gabriel García Márquez se impusiera en mí. Como muchas elecciones que resultan vitales, no fue consciente. Así cambió mi vida, y Gabo sonríe a mi lado. ¿O tal vez fue Melquíades y sus profecías todo este tiempo? Nunca lo sabré, pero siempre lo sentiré.

En el momento en que escribo estas últimas líneas en el tren, la pasajera detrás de mí lleva un ramo de rosas amarillas. Una de mis amigas está esperando un bebé que se llamará Gabriel. Alguien me llama por mi nombre, tengo un año y el mundo por escribir.

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Por Aurélia Gervasoni, especial para El Espectador

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