El ave espectral (Cuentos de sábado en la tarde)
Presentamos una nueva entrada de Cuentos de sábado en la tarde, con “El ave espectral”.
Juan José Trillos Pacheco
Descorrió levemente el velo de la cortina, de la ventana que daba hacia la calle, y desde allí vio cómo los vecinos arreglaban los techos desentejados de las casas y retiraban los árboles caídos con sus ramas yertas y lo poco que había quedado del picó de Rodríguez Colón. En ese apartado barrio del sur de Caribanía nadie pudo hacer nada para evitar el desastre, ni siquiera Otoniel, quien seguía con cara de asombro los movimientos del joven Medardo Quintero, dentro del hueco que alojara las raíces de un legendario matarratón, en tanto ella, en la penumbra, seguía observando el hueco, que, semejante a un cráter lunar, alcanzaba a cubrir el ancho de la calle. La luna lechosa en lo alto empezó a perder brillo, al tiempo que una nube negra, proveniente del río, se posó lenta y temeraria sobre el vecindario cubriendo de obscuridad toda la arboleda. Se apartó con sigilo de la ventana, aun cuando nadie podía verla.
Ese día en que ocurrió la desgracia, Otoniel se levantó a trabajar más temprano que de costumbre, para evitar el húmedo calor de agosto en su trayecto hacia La Voz de la Patria, donde laboraba como locutor deportivo; nuestro delgado y encorvado hombre de radio era ya viejo y con varios quebrantos de salud cuando sobrevino en la región la más temible temporada de huracanes. Se había casado muy joven con una enigmática mujer a la que nadie en el barrio había visto y con la que no pudo tener hijos; por eso aseguraban los chismosos en las esquinas del barrio y en las tiendas de los cachacos, que Emmanuel era adoptado y no un hijo natural de la pareja. Como era habitual en las mañanas sofocantes del trópico, él prefería irse a la emisora caminando para ver los matices fosforescentes de los meandros en la arena gris cada vez que llovía al amanecer.
Cuando regresó en la noche, no pudo evitar perturbarse con la muchedumbre que rondaba su casa, en torno al agujero negro. Encontró a algunos niños divirtiéndose con el juego de las escondidas, en tanto que otros, tomados de las manos de sus padres, se hallaban de pies el borde del cráter, murmurando no sé qué cosas, pero al ver que Otoniel se acercaba, se marcharon a sus casas dejándolo allí como una estatua frente al hueco.
El joven Medardo fue el único que se quedó allí con él. El muchacho le dijo que su hijo era culpable de lo ocurrido. Le contó que el día anterior Emmanuel, a eso de las once de la noche, cuando los vecinos se fueron a dormir, había metido una bruja a su casa, momentos después de que esta, despistada y volando bajo, se estrellara contras las ramas del matarratón, y que habiendo quedado maltrecha por el porrazo le ayudó a levantarse del suelo y arrastras la introdujo al patio a través del callejón. Otoniel escuchó al muchacho en silencio sin decir nada; le miraba con estupefacción, mientras la brisa del río paseaba por las calles su tufo a pescado manío, revuelto en el fresco de la media noche que se acercaba.
El muchacho continuó con el relato y dijo que, a eso de las cuatro de la tarde, Rodríguez Colón había tenido encendido a todo volumen el picó y que cientos de personas bailaban en las calles y en los andenes de sus casas. “Yo estaba sentado en el bordillo cuando vi que las hojas de los árboles y otras basurillas giraban y se elevaban muy rápido, pero no presté atención hasta que en segundos se nubló el cielo y la gente asustada corría a sus casas dejando solo a Rodríguez Colón frente al monstruo que arrancaba techos y árboles a su paso. Como pude me hice al frente>>, -prosiguió el muchacho-, <<y vi cómo esa tromba endemoniada levantaba el escaparate como si fuese papel y licuaba los discos en un remolino bestial, llevándose la música para otra parte. Cientos de acetatos surcaron veloces los aires cual platillos voladores. El cielo caribano parecía el escenario de una guerra de ovnis y los vinilos iban y venían en medio de la brisa frenética. A lo largo de la arboleda quedaron desperdigadas las carátulas de Extraños en la Noche de Frank Sinatra; esa, donde él aparece con el codo apoyado sobre una mesa, fumándose un puro habanero y mirando hacia al espectador con sus inmortales ojos azules. Una “joya” de 78 revoluciones de Gardel, después de destazar una papaya madurita, se salvó al quedar incrustada en el tallo del árbol; Gardel aparece en el centro de la carátula con su pinta negra y su sombrero de don juan. El argentino que vive a unas calles de aquí no ha parado de llorar desconsolado porque ahora no hay cómo escuchar Mi Buenos Aires Querido. Del disco vallenato nuevo de Bovea no quedó ni La casa en el aire y la colección de los Beatles adorna ahora el limonar de la vieja Luisa con siete L.P de 38 revoluciones. Algunos han sacado chiste de la desgracia ajena diciendo que los discos, ahora colgados de sus ramas espinosas, harán que este vuelva a dar cosecha con la hora inglesa y no con la caribana como hasta entonces. Los hijos de la vieja Luisa se quedaron con las carátulas de todos esos, yo tengo la de Sargent Pepper, pero el cartón del empaque está bastante dañado por la lluvia. Por la radio escuché que esa cosa cuando pasó sobre el río succionó sus aguas hasta engordar el cielo con su espesura pestilente, luego se detuvo sobre Bocas de Cenizas y escupió sobre las aguas todo su botín. Algunos pescadores andan diciendo que lo tiburones devoraron sin aspavientos los mejores discos de acetato que jamás volverán a grabarse, y que, por razones desconocidas, o quizá porque creyeron se trataba de una embarcación, mantuvieron sus fauces lejos del picó que flotaba intacto, rumbo al Mar Caribe con la pintura incólume de Ray Barreto y Héctor Lavoe que Belimash con dedicación bautizó con el nombre de El invencible>>
Otoniel volvió a mirar el agujero tan pronto el joven se calló. Su rostro huesudo al que se adhería con flacidez la piel amarillo pajizo, mostraba ahora desesperanza, o quizá frustración, sin embargo, al poco rato su cara fue adquiriendo la rigidez del mal carácter y sus ojos parecían querer salírseles de las cuencas con el enojo, al tiempo que apretaba los labios morados, mal disimulando una vulgar mueca de desprecio hacia el muchacho, a quien dijo con desdén que se le antojaba muy fantasioso el relato pero que, no obstante, algo de lo anterior podía ser cierto, excepto lo de la bruja. El joven no lo contradijo, se limitó a decir que si no le creía la buscara en la alacena de la cocina o escondida debajo de una cama.
Otoniel se echó a reír, pero el muchacho le miró con determinación a los ojos, escrutando sus temores, entonces la falsa sonrisa se convirtió en cólera:
“¿Quién se inventó lo de la bruja?” -Balbució con rabia-
“No es invento”, -ripostó el muchacho- “mi abuela dice que mientras la bruja no salga de esta casa no dejarán de ocurrir desgracias como las de ayer”.
Otoniel se quedó callado, mirando para algún lugar indeterminado en la arboleda, luego encendió con parsimonia, mientras el muchacho observaba, un Lucky Strike, y arrojó la cajetilla vacía de fósforos El Rey dentro del agujero que ya no se veía por la densa obscuridad, pero que en lo profundo latía una humedad aciaga.
“Este muchacho está chiflado”. –Pensó- “Fumaré mi cigarrillo y mañana veremos qué hacemos con el cráter”. Medardo pareció adivinar lo que pensaba y al tiempo que en el aire atrapaba la caja de cerillos, le dijo:
“Salga de esa bruja señor, en el barrio no queremos más desgracias”. Y sin decir más dio vuelta y se alejó jugando con la cajetilla entre sus manos.
Otoniel tosió varias veces, en tanto observaba los rizos azabaches del muchacho saltar sobre su espalda que se difuminaba en la penumbra de la calle desierta, luego miró su reloj, “Faltan cinco para la media noche, si no me voy a dormir ya, mañana despiden en la emisora al periodista deportivo”. Esto pensaba mientras arrastraba su pierna coja a través del angosto callejón; “revisar que todo esté bien cerrado evita sorpresas”-dijo para sus adentros. Tomó la escopeta de perdigones que jamás había disparado (mi única arma es el micrófono, pensaba), y que mantenía detrás de un baúl al lado de su cama matrimonial que yacía vacía; se dirigió al solar sintiéndose ridículo, cargando entre sus manos el arma oxidada, con su cañón lleno de arañitas.
Visiblemente afectado por los comentarios del joven vecino, se adentró en el extenso patio mirando hacia los árboles. La noche parecía desvanecerse en un angosto y oscuro túnel formado por robles, almendros, acacias, matarratones y por la abundancia de jardines infectados de capachos y cartuchos que a esa hora sudan un almizcle dulzón y vuelven denso el aire, emborrachando a los insectos nocturnos y a las alimañas que copulan sin cesar. Cuando una madrugada así respira la densidad de una noche sin luna, entonces puede avistarse en el cielo criaturas apocalípticas, eclipsadas por un vacío incoloro, pero audible a los perros que aúllan advirtiendo la mala hora. Una de estas fue a posarse de repente sobre el caballete de la casa vecina y Otoniel la vio fugaz descender hasta encontrarla fija en la mirilla. El disparo revivió la noche muerta y aquella ave espectral levantó herida su vuelo hasta desplomarse en mitad de la calle. Bastó un instante para que salieran sus vecinos de las casas a contemplar horrorizados cómo se desangraba dentro del hueco lo que parecía ser el cuerpo de una mujer. Desde entonces en Caribanía la brisa del río no se escucha igual, una melodía distinta parece emerger de lo profundo de su cauce en las noches de A Day in the Life, que sólo los perros pueden oír y también aullar.
Descorrió levemente el velo de la cortina, de la ventana que daba hacia la calle, y desde allí vio cómo los vecinos arreglaban los techos desentejados de las casas y retiraban los árboles caídos con sus ramas yertas y lo poco que había quedado del picó de Rodríguez Colón. En ese apartado barrio del sur de Caribanía nadie pudo hacer nada para evitar el desastre, ni siquiera Otoniel, quien seguía con cara de asombro los movimientos del joven Medardo Quintero, dentro del hueco que alojara las raíces de un legendario matarratón, en tanto ella, en la penumbra, seguía observando el hueco, que, semejante a un cráter lunar, alcanzaba a cubrir el ancho de la calle. La luna lechosa en lo alto empezó a perder brillo, al tiempo que una nube negra, proveniente del río, se posó lenta y temeraria sobre el vecindario cubriendo de obscuridad toda la arboleda. Se apartó con sigilo de la ventana, aun cuando nadie podía verla.
Ese día en que ocurrió la desgracia, Otoniel se levantó a trabajar más temprano que de costumbre, para evitar el húmedo calor de agosto en su trayecto hacia La Voz de la Patria, donde laboraba como locutor deportivo; nuestro delgado y encorvado hombre de radio era ya viejo y con varios quebrantos de salud cuando sobrevino en la región la más temible temporada de huracanes. Se había casado muy joven con una enigmática mujer a la que nadie en el barrio había visto y con la que no pudo tener hijos; por eso aseguraban los chismosos en las esquinas del barrio y en las tiendas de los cachacos, que Emmanuel era adoptado y no un hijo natural de la pareja. Como era habitual en las mañanas sofocantes del trópico, él prefería irse a la emisora caminando para ver los matices fosforescentes de los meandros en la arena gris cada vez que llovía al amanecer.
Cuando regresó en la noche, no pudo evitar perturbarse con la muchedumbre que rondaba su casa, en torno al agujero negro. Encontró a algunos niños divirtiéndose con el juego de las escondidas, en tanto que otros, tomados de las manos de sus padres, se hallaban de pies el borde del cráter, murmurando no sé qué cosas, pero al ver que Otoniel se acercaba, se marcharon a sus casas dejándolo allí como una estatua frente al hueco.
El joven Medardo fue el único que se quedó allí con él. El muchacho le dijo que su hijo era culpable de lo ocurrido. Le contó que el día anterior Emmanuel, a eso de las once de la noche, cuando los vecinos se fueron a dormir, había metido una bruja a su casa, momentos después de que esta, despistada y volando bajo, se estrellara contras las ramas del matarratón, y que habiendo quedado maltrecha por el porrazo le ayudó a levantarse del suelo y arrastras la introdujo al patio a través del callejón. Otoniel escuchó al muchacho en silencio sin decir nada; le miraba con estupefacción, mientras la brisa del río paseaba por las calles su tufo a pescado manío, revuelto en el fresco de la media noche que se acercaba.
El muchacho continuó con el relato y dijo que, a eso de las cuatro de la tarde, Rodríguez Colón había tenido encendido a todo volumen el picó y que cientos de personas bailaban en las calles y en los andenes de sus casas. “Yo estaba sentado en el bordillo cuando vi que las hojas de los árboles y otras basurillas giraban y se elevaban muy rápido, pero no presté atención hasta que en segundos se nubló el cielo y la gente asustada corría a sus casas dejando solo a Rodríguez Colón frente al monstruo que arrancaba techos y árboles a su paso. Como pude me hice al frente>>, -prosiguió el muchacho-, <<y vi cómo esa tromba endemoniada levantaba el escaparate como si fuese papel y licuaba los discos en un remolino bestial, llevándose la música para otra parte. Cientos de acetatos surcaron veloces los aires cual platillos voladores. El cielo caribano parecía el escenario de una guerra de ovnis y los vinilos iban y venían en medio de la brisa frenética. A lo largo de la arboleda quedaron desperdigadas las carátulas de Extraños en la Noche de Frank Sinatra; esa, donde él aparece con el codo apoyado sobre una mesa, fumándose un puro habanero y mirando hacia al espectador con sus inmortales ojos azules. Una “joya” de 78 revoluciones de Gardel, después de destazar una papaya madurita, se salvó al quedar incrustada en el tallo del árbol; Gardel aparece en el centro de la carátula con su pinta negra y su sombrero de don juan. El argentino que vive a unas calles de aquí no ha parado de llorar desconsolado porque ahora no hay cómo escuchar Mi Buenos Aires Querido. Del disco vallenato nuevo de Bovea no quedó ni La casa en el aire y la colección de los Beatles adorna ahora el limonar de la vieja Luisa con siete L.P de 38 revoluciones. Algunos han sacado chiste de la desgracia ajena diciendo que los discos, ahora colgados de sus ramas espinosas, harán que este vuelva a dar cosecha con la hora inglesa y no con la caribana como hasta entonces. Los hijos de la vieja Luisa se quedaron con las carátulas de todos esos, yo tengo la de Sargent Pepper, pero el cartón del empaque está bastante dañado por la lluvia. Por la radio escuché que esa cosa cuando pasó sobre el río succionó sus aguas hasta engordar el cielo con su espesura pestilente, luego se detuvo sobre Bocas de Cenizas y escupió sobre las aguas todo su botín. Algunos pescadores andan diciendo que lo tiburones devoraron sin aspavientos los mejores discos de acetato que jamás volverán a grabarse, y que, por razones desconocidas, o quizá porque creyeron se trataba de una embarcación, mantuvieron sus fauces lejos del picó que flotaba intacto, rumbo al Mar Caribe con la pintura incólume de Ray Barreto y Héctor Lavoe que Belimash con dedicación bautizó con el nombre de El invencible>>
Otoniel volvió a mirar el agujero tan pronto el joven se calló. Su rostro huesudo al que se adhería con flacidez la piel amarillo pajizo, mostraba ahora desesperanza, o quizá frustración, sin embargo, al poco rato su cara fue adquiriendo la rigidez del mal carácter y sus ojos parecían querer salírseles de las cuencas con el enojo, al tiempo que apretaba los labios morados, mal disimulando una vulgar mueca de desprecio hacia el muchacho, a quien dijo con desdén que se le antojaba muy fantasioso el relato pero que, no obstante, algo de lo anterior podía ser cierto, excepto lo de la bruja. El joven no lo contradijo, se limitó a decir que si no le creía la buscara en la alacena de la cocina o escondida debajo de una cama.
Otoniel se echó a reír, pero el muchacho le miró con determinación a los ojos, escrutando sus temores, entonces la falsa sonrisa se convirtió en cólera:
“¿Quién se inventó lo de la bruja?” -Balbució con rabia-
“No es invento”, -ripostó el muchacho- “mi abuela dice que mientras la bruja no salga de esta casa no dejarán de ocurrir desgracias como las de ayer”.
Otoniel se quedó callado, mirando para algún lugar indeterminado en la arboleda, luego encendió con parsimonia, mientras el muchacho observaba, un Lucky Strike, y arrojó la cajetilla vacía de fósforos El Rey dentro del agujero que ya no se veía por la densa obscuridad, pero que en lo profundo latía una humedad aciaga.
“Este muchacho está chiflado”. –Pensó- “Fumaré mi cigarrillo y mañana veremos qué hacemos con el cráter”. Medardo pareció adivinar lo que pensaba y al tiempo que en el aire atrapaba la caja de cerillos, le dijo:
“Salga de esa bruja señor, en el barrio no queremos más desgracias”. Y sin decir más dio vuelta y se alejó jugando con la cajetilla entre sus manos.
Otoniel tosió varias veces, en tanto observaba los rizos azabaches del muchacho saltar sobre su espalda que se difuminaba en la penumbra de la calle desierta, luego miró su reloj, “Faltan cinco para la media noche, si no me voy a dormir ya, mañana despiden en la emisora al periodista deportivo”. Esto pensaba mientras arrastraba su pierna coja a través del angosto callejón; “revisar que todo esté bien cerrado evita sorpresas”-dijo para sus adentros. Tomó la escopeta de perdigones que jamás había disparado (mi única arma es el micrófono, pensaba), y que mantenía detrás de un baúl al lado de su cama matrimonial que yacía vacía; se dirigió al solar sintiéndose ridículo, cargando entre sus manos el arma oxidada, con su cañón lleno de arañitas.
Visiblemente afectado por los comentarios del joven vecino, se adentró en el extenso patio mirando hacia los árboles. La noche parecía desvanecerse en un angosto y oscuro túnel formado por robles, almendros, acacias, matarratones y por la abundancia de jardines infectados de capachos y cartuchos que a esa hora sudan un almizcle dulzón y vuelven denso el aire, emborrachando a los insectos nocturnos y a las alimañas que copulan sin cesar. Cuando una madrugada así respira la densidad de una noche sin luna, entonces puede avistarse en el cielo criaturas apocalípticas, eclipsadas por un vacío incoloro, pero audible a los perros que aúllan advirtiendo la mala hora. Una de estas fue a posarse de repente sobre el caballete de la casa vecina y Otoniel la vio fugaz descender hasta encontrarla fija en la mirilla. El disparo revivió la noche muerta y aquella ave espectral levantó herida su vuelo hasta desplomarse en mitad de la calle. Bastó un instante para que salieran sus vecinos de las casas a contemplar horrorizados cómo se desangraba dentro del hueco lo que parecía ser el cuerpo de una mujer. Desde entonces en Caribanía la brisa del río no se escucha igual, una melodía distinta parece emerger de lo profundo de su cauce en las noches de A Day in the Life, que sólo los perros pueden oír y también aullar.