Evelio Rosero: “Hice un esfuerzo por denunciar la corrupción de la justicia”
En Casa de furia, la nueva obra del autor colombiano, el país se ve retratado en la fiesta y el hogar del magistrado Nacho Caicedo.
Andrés Osorio Guillott
Siempre ha existido -y por suerte existirá- el debate sobre si la literatura cumple alguna función para entender la historia. Algún libro de ficción vendrá de varias conversaciones y será el producto de otros tantos textos que provenían de la realidad. Y cada obra será siempre una consecuencia de su tiempo, de las inquietudes que pudieron surgir en medio de las dinámicas, los problemas y lo anhelos de una sociedad.
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Siempre ha existido -y por suerte existirá- el debate sobre si la literatura cumple alguna función para entender la historia. Algún libro de ficción vendrá de varias conversaciones y será el producto de otros tantos textos que provenían de la realidad. Y cada obra será siempre una consecuencia de su tiempo, de las inquietudes que pudieron surgir en medio de las dinámicas, los problemas y lo anhelos de una sociedad.
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Leer a Evelio Rosero da cuenta de lo anterior. Aunque al leer su nombre automáticamente se piense en Los ejércitos, ha sido en general su obra literaria un reflejo de esa preocupación por contar las ciudades de una Colombia penetrada por una cultura violenta, por una cotidianeidad atravesada por el miedo y la desconfianza, construyendo así una especie de círculo vicioso que nos hace vernos entre nosotros como amenazas, y si bien en medio de la pandemia eso se agudizó, desde antes ya nos veíamos como posibles agentes del mal, viéndonos siempre con sospecha, como si el otro fuera el ladrón de cuello blanco o de arma blanca, como si el otro fuera el asesino a sueldo, el asesino paramilitar o guerrillero.
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“Casa de Furia es una alegoría de ese país de múltiples violencias, de múltiples mañas y corrupciones. “La mesa del comedor tenía veinticuatro puestos; era de cedro macizo; sus patas de hierro forjado imitaban las patas del elefante; había sido la mesa de un refectorio de convento que los frailes agustinos regalaron al magistrado como tácito pago por sus maniobras jurídicas, pues impidió que una finca de recreo de los frailes, llamada Casa de Retiros Espirituales, pasara a manos del pueblo indígena de El Llanto, que reclamaba como suyo, por derechos ancestrales, el extenso terreno donde la Casa se levantaba”, se lee en la quinta parte de la novela.
Uno de los personajes centrales es un magistrado. ¿Por qué construir un personaje que tuviera que ver con la justicia?
Dice que en Colombia la justicia cojea y cojea y nunca llega, pero en otro lugar de la novela el mismo personaje, el magistrado, da un atisbo de esperanza y dice que la justicia cojea y cojea y tarde o temprano llega. Son las esperanzas del magistrado, un protagonista de la obra, que si bien ha cometido algunos errores en su vida de abogado, es más un hombre honesto y justo, que enfrenta la corrupción y que por eso mismo, años después, será asesinado o mandado a asesinar por su víctima, otro abogado, pero de los peores que hay en el país, de los criminales, que hoy están perfectamente instalados en el congreso y en el senado, cubiertos por sus diferentes partidos. Ojalá en ese aspecto haya sido claro mi esfuerzo novelístico, por denunciar esa corrupción eterna en el ente de la justicia, esas trampas, esos artilugios, esas trapacerías.
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Siempre hay una especie de violencia implícita. La lectura lo conduce a uno a momentos dramáticos, que provocan angustia porque siempre parece que algo aterrador está por ocurrir. ¿Es una sensación que proviene justamente de cómo convivimos en este país, de sentir una violencia que no tiene que ver con el conflicto armado sino con la agresividad de nuestra cultura?
La novela no solo habla de una violencia relacionada con el conflicto armado, por ejemplo, sino con esa suerte de cultura de la violencia a la que ya el colombiano parece históricamente acostumbrado. Desde Bolívar, la intolerancia extrema es una costumbre. Y cuando digo intolerancia extrema me refiero a que si alguien no está de acuerdo con lo que piensa el otro, lo manda a matar, y listo. Así mataron a Gaitán, a Galán, y al magistrado Nacho Caicedo de mi novela. Es una realidad triste y apabullante, los ejemplos son incontables. Hay gente que tiene miedo de hablar y denunciar porque está de por medio su vida, así de simple. Si la mirada del narco, del político paramilitar cae encima de ti, es la muerte, sin concesiones. Ningún juez de la república de Colombia, ninguna autoridad, podrá salvarte.
La novela tiene varios pasajes si se quieren místicos o esotéricos. ¿Por qué ese elemento en la novela?
Podríamos decir que son, mejor, elementos agoreros. El magistrado se precia de ser un vaticinador, incluso un adivino, y da muestras de estas virtudes en uno de los capítulos finales de la obra, cuando “videncia” el futuro del país. De hecho, la misma novela trae como epígrafe una frase de Tiresias, el adivino homérico: “Esto que te digo es verdad”. Y hay otros episodios que podrían definirse como místicos o esotéricos, pero no implican ningún plan determinado. Aparecen, y nada más.
¿Por qué esa polifonía en el libro y cuáles son las posibilidades que le da a la narrativa construir un relato con varias voces?
La polifonía fue plenamente involuntaria. Yo no me propuse lidiar con tantos personajes desde el principio, pero empezaron a aparecer cada cual con su historia a cuestas, que me tocó hacerles caso, cuidando, claro, que no se desvertebrara la novela, que todos las realidades individuales confluyeran en el mismo río, la fatalidad.
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Hay una tensión entre la religión y el mal. En una parte se habla de la concupiscencia. ¿Por qué esa cercanía del dolor y del sufrimiento asociada a los padres y a la iglesia en la novela?
Por supuesto. Monseñor Hidalgo es otro gran protagonista de esta novela donde todos pretenden ser protagonistas. Monseñor Hidalgo es pedófilo, y con todo y eso da un sermón bien hilvanado alrededor del respeto a la muerte. De modo que no es exactamente una tensión entre la religión y mal sino entre el bien y el mal. Monseñor es representante del mal, de lo satánico, siendo a pesar de todo un sacerdote. Y él mismo es consciente de su realidad, y la deplora, y sufre por ella. Historias de muchos sacerdotes como él, en Colombia, tuve que leer e investigar para dotar a Monseñor Hidalgo de carne y hueso y alma real.
También a varios personajes los acecha la culpa. ¿Por qué ese elemento transversal en el libro?
La culpa y el arrepentimiento son la misma condición humana.