—¿A qué hora es la presentación?
—A las 11. —Quien responde es Fischer, un hombre que está frente al lavabo con media cara llena de espuma de afeitar.
—Se van a quedar con la boca abierta, ya verás.
Los dos sonríen.
Ella coge el papel higiénico y se enrolla un trozo demasiado largo alrededor de su mano. Se limpia y tira de la cadena. Se acerca a su marido por el lado de la cara ya afeitado y le da un beso.
—Después iremos a celebrarlo donde Max —dice él.
Ella se aparta. El agapornis los observa.
—¿Ah, sí?
—Bueno… es que van a ir todos —titubea.
—Claro, claro —responde esquivando su mirada.
Ella sale del cuarto de baño.
—¡No me quedaré mucho tiempo! —grita él para hacerse oír.
La mesa del desayuno está puesta. Café con leche para él, té para ella. Tostadas con mantequilla, kiwi cortado en trozos y zumo de naranja.
Alternan sorbos con silencio.
El agapornis está sobre la mesa y ella le da de vez en cuando trozos pequeños de su pan.
—Le gusta más el pan de centeno que el de avena.
—Rose, de verdad que no me quedaré mucho tiempo, una cerveza y ya, te lo prometo.
—Creo que voy a probar el de semillas de lino, lo han traído nuevo.
—¿Me estás escuchando?
—Que sí… que me da igual, que te quedes lo que quieras.
—Pero no te da igual.
—Que te digo que no me importa. Además estaré con Liberty, ¿verdad, bebé? —le hace una carantoña al pájaro. —¿A que somos inseparables? ¿A que tú no me vas a dejar sola?
—Rose…
—Que es una broma, tonto. Venga, date prisa. —Se levanta de la mesa con una energía forzada —¿No querrás llegar tarde en un día tan importante?
Ella sonríe ampliamente y él le devuelve la sonrisa dubitativo.
La puerta se cierra y ella se queda sola, con su agapornis sobre el hombro.
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Recoge lentamente los platos de la mesa y los va colocando en el fregadero. Observa un ramo de fresias marchitas dentro de un jarrón en la encimera. Coge las flores y las tira a la basura. El agua huele a podrido. Recuerda el olor tan delicioso que tenían cuando se las trajo Fischer la última vez que ella se enfadó. Le encanta que le haga regalos sorpresa.
Pasa la mañana mirando la televisión. Le gustan esos programas de reformas de casas. Suele fantasear con participar algún día. Están restaurando una casa colonial con anchos muros de piedra y rejas en las ventanas. Pero hoy no está disfrutando. Hoy no se emociona con la cara de sorpresa de la pareja que descubre su casa convertida en una foto de revista. Le caen mal. Tan felices y tan sonrientes. Falsos.
El agapornis salta sobre sus rodillas y Rose le acaricia las alas.
Suena el teléfono. Es Fischer.
—Hola.
—Hola Rose, ¿qué hacías?
—Nada aquí, con Liberty —dice mientras observa las uñas pintadas de sus pies.
—Ya he presentado mi proyecto. Les ha entusiasmado.
—Me alegro —responde Rose con desgana.
—He pensado que no voy a ir a tomar cervezas con los chicos.
Rose se incorpora.
—¿Ah, no? —finge desinterés.
—No, me apetece más estar contigo.
—Me alegra que lo hayas pensado mejor. No se te ha perdido nada donde Max. Además, mis alitas de pollo son más ricas. ¿Quieres que las prepare?
—Me parece estupendo.
—Te quiero Fischer.
—Yo también.
Rose cuelga el teléfono, coge al pájaro sobre su dedo y lo mira fijamente.
—¿Has oído, Liberty? Sí que me quiere. Venga, voy a ponerme guapa.
Rose está poniendo la mesa, se ha pintado los labios de rojo, pero sigue en bragas y con la misma camiseta. Liberty vuelve a estar sobre su hombro. Suenan las llaves abriendo la puerta y ella se acerca rápidamente a una jaula rectangular que hay sobre un aparador.
—Ahora necesitamos estar solos. No te importa, ¿verdad? —le dice al pájaro.
Lo introduce en la jaula y cierra la puerta.