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La ceiba (Cuentos de sábado en la tarde)

Nadie se podía imaginar lo que yo sentía cuando miraba a la montaña de las memorias infinitas. A lo lejos podía ver a la ceiba agitar sus ramas, creo que me llamaba. Escuché el rumor de sus palabras en cada hoja.

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Manuel de León
18 de diciembre de 2021 - 09:40 p. m.
"Me acordé cuando subí con mi padre a los Montes de María, casi no llego a la cima. Me metí entre una mata de pringamoza, parecía un arbusto inofensivo; terminé con las piernas adoloridas y laceradas, y así, quejándome del dolor, al final lo logré. Ojalá, de subida a la montaña no me encuentre con una de esas matas en el camino, pensé".
"Me acordé cuando subí con mi padre a los Montes de María, casi no llego a la cima. Me metí entre una mata de pringamoza, parecía un arbusto inofensivo; terminé con las piernas adoloridas y laceradas, y así, quejándome del dolor, al final lo logré. Ojalá, de subida a la montaña no me encuentre con una de esas matas en el camino, pensé".
Foto: Pixabay
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Mi abuela, me dijo una vez: «Escucha bien, Batá, cuando subas a la montaña y mires a la ceiba, no te dejes encantar por el movimiento de sus ramas, más bien cántale suave y en susurro, y ella bailará para ti; no lo olvides». Las palabras de mi abuela aún permanecen ancladas, no desaparecen, no se olvidan.

Una noche, decidí tomar el riesgo y preparé algunas cosas para subir al día siguiente a la montaña. No dije nada en mi casa. Mi madre cree que soy un niño indefenso, y mi padre me tiene como ordeñador de vacas.

Recuerdo cuando vi a las nubes bañar la cima de la montaña. Me dijeron que era el agua del río Sinú que siempre clama por subir a abrazar la ceiba.

Ya tenía todo listo para salir, faltaba poco para que llegara la madrugada. No llevaba más que mis abarcas, y mi sombrero de caña flecha para confundir a los gallinazos. Guardaba en mi mochila un pedazo de cuero de chivo bien seco, amarrado a dos palos. A mí me gusta llevarlo siempre conmigo, porque me alegra el camino. Su sonido es como el de un coco vacío, su eco resuena por todo el desierto.

Me acordé cuando subí con mi padre a los Montes de María, casi no llego a la cima. Me metí entre una mata de pringamoza, parecía un arbusto inofensivo; terminé con las piernas adoloridas y laceradas, y así, quejándome del dolor, al final lo logré. Ojalá, de subida a la montaña no me encuentre con una de esas matas en el camino, pensé.

El sol empezó a asomarse, la madrugada había llegado. Las nubes grises se desplazaban parsimoniosas, me observaron y me saludaron a lo lejos. Lanzaron pequeños rayos que no llegaban al suelo, y los truenos sonaron cansados. El perro no ladró, aún estaba echado, cansado, después de pasar la noche en vela, cuidando la tierra por si algún ladrón aparecía. Las dos vacas me observaron nostálgicas, susurraron un mugido cómplice, dándome un adiós en secreto.

Durante el recorrido, lo único que vi fue verdolaga y unos cuantos cadáveres de guartinajas con el hocico abierto, parece que hubieran muerto de calor y hambre. Después de tanto caminar, con el sombrero de caña flecha quebrado por el calor, las abarcas calientes y la camisa totalmente abierta, vi por fin la montaña. Me apresuré. Empecé a subir sin pausa. Me concentré absolutamente en el recorrido de ese camino empinado, sin vuelta atrás. No calculé el tiempo, no sé si fueron horas o minutos, pero de pronto, sin darme cuenta, ya casi llegaba al pico de la montaña, solo me faltaban unos metros. Mis piernas cansadas me pedían una tregua. Los pies me ardían, las pantorrillas cargadas de tensiones en cualquier momento estallaban en un doloroso y explosivo calambre. Una rama se asomaba en el borde, estaba ahí colgada, sujeta a la tierra. Me agarré fuerte con las dos manos. Lleno de confianza me impulsé con el último hálito de fuerza que me daban los pulmones.

Totalmente exhausto, vencido ante la altura y los kilómetros de caminata, terminé acostado sobre la tierra seca y pedregosa. Levanté la mirada, y entonces, vi a la ceiba, imponente, elegante, fuerte, llena de vida. Se meneaba de un lado a otro como si en su interior tuviera guardado un ritmo interminable que la hacía sacudirse. Me levanté, caminé despacio. El miedo aceleró mi corazón, pero las ganas de estar cerca y sentirla ganaban a mis temores.

Un viento en ráfaga golpeó mi pecho, caí al piso dando gritos de dolor. Mi corazón iba a estallar, podía sentir las palpitaciones sacudiendo mi tórax y mis costillas. El viento volvió, levanto mis piernas y mi cadera. Me lanzó al suelo nuevamente, y el golpe en la parte baja de la espalda me dejó sin respiración. Mi voz quedó muda, intenté gritar, pero no pude. El sol encandeció mis ojos, pero una nube gris se interpuso, y me regaló un poco de lluvia fría. Abrí la boca y los brazos. Sentí que mis fuerzas habían vuelto. Recordé a mi madre, y su sancocho de carne salá con unos buenos pedazos de ñame espino y plátano verde; cuanto lo deseé en ese momento. Los regaños de mi padre, eran menos dolorosos que estar cerca de la ceiba, custodiada de vientos violentos.

Dejé de pensar tanta vaina y me levanté. La ceiba seguía imponente y majestuosa, pero esta vez iba decidido a correr sin parar, y así lo hice. Las piernas al principio no respondían a mis ganas de llegar al tronco, pero poco a poco se soltaron las tensiones, los músculos se liberaron, y los vientos en ráfaga no me alcanzaron. Di un salto como nunca y me agarré del tronco como pude. La ceiba era tan grande que ni cuatro personas juntas podían abrazarla por completo. Me aferré a unas diminutas ramas mientras el viento me golpeaba. La ceiba dejó de menearse y milagrosamente la ventolera se calmó. Me solté y caí de pie sobre una de sus gigantescas raíces. No lo podía creer. Sentí el olor de la ceiba y con mis manos acaricié su textura. Pegué mi oreja a su cuerpo, y escuché algo, como si dentro de ella habitaran voces cantando a coro.

Tuve miedo. Y solo me pregunté antes de cantarle en susurro: «¿La ceiba me escuchará?».

Por Manuel de León

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