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La ciudad de los puentes (Cuentos de sábado en la tarde)

Ahora respiro mucho mejor, de nuevo a bordo del autobús climatizado. No obstante, sigo allí, de donde me arrancó la ambulancia, en ese retazo de memoria que me confirma aquello de que el tiempo no es lineal, como se nos ha inculcado, sino paralelo, porque no importa cuán recalcitrante sea el presente, uno siempre habitará, al mismo tiempo, uno que otro recuerdo, como cálida y acogedora caverna emocional.

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Jimmy Arias
10 de julio de 2021 - 05:00 p. m.
Llegamos al centro de Honda, en el Tolima, sobre las 12:35 p.m., en el autobús climatizado contratado por mis empleadores. La temperatura era de10 grados dentro del vehículo, afuera de 40, por lo menos. Hacía un sol canicular y unos altos índices de humedad, entre el 60 o 70%, cosa lógica en una ciudad cruzada varias veces por dos ríos: el Magdalena y el Gualí.
Llegamos al centro de Honda, en el Tolima, sobre las 12:35 p.m., en el autobús climatizado contratado por mis empleadores. La temperatura era de10 grados dentro del vehículo, afuera de 40, por lo menos. Hacía un sol canicular y unos altos índices de humedad, entre el 60 o 70%, cosa lógica en una ciudad cruzada varias veces por dos ríos: el Magdalena y el Gualí.
Foto: Cortesía
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“La verdadera patria de un hombre es su infancia”.

Arturo Pérez Reverte

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Mi intención no era hacerle el feo a la gente de la oficina, tampoco suicidarme. Mucho menos soy un idiota rematado. Bueno, tal vez un poco. Simple y llanamente quería acariciarles el lomo a los perros de la nostalgia. Quizá correr tras ellos y lanzarles a las fauces una mullida pelota de sentimientos atorados durante décadas, y ya está. Lo que pasa es que calculé mal, sobreestimé mi estado físico y los alcances de mi enfermedad. Y se lo dije muy claro, en medio de mi delirio y agonía, a la enfermera que me socorrió, quien, vaya uno a saber por qué, andaba por esos lares justo ese mediodía infernal.

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La idea, mi idea, mi odisea, era llegar hasta La Esquina del Chivo Borracho, aquella con la cual colindaba la casa de mi abuela, en la década de los setenta, cuando yo apenas era un crío tímido y flacuchento, eternamente refugiado detrás de unas gafas cuadradas demasiado grandes para su cara. Ahora bien, lo malo fue que lo intenté cinco décadas después, 90 kilos de sobrepeso más tarde y con un asma crónica muy avanzada.

Llegamos al centro de Honda, en el Tolima, sobre las 12:35 p.m., en el autobús climatizado contratado por mis empleadores. La temperatura era de10 grados dentro del vehículo, afuera de 40, por lo menos. Hacía un sol canicular y unos altos índices de humedad, entre el 60 o 70%, cosa lógica en una ciudad cruzada varias veces por dos ríos: el Magdalena y el Gualí. ¿Qué más podía esperar si no una muerte segura?

En nuestro retorno de Medellín, un desperfecto mecánico nos hizo detener en ese preciso punto de la retorcida topografía de mi país. Dicen que las coincidencias no existen, que el caos es el lenguaje que rige el universo, y a lo mejor fue eso lo que me lanzó de frente contra la melancolía de mis vacaciones de escolar, cuando, invariablemente, visitábamos dos veces por año a mi abuela materna, quien vivía sola en un caserón colonial de blancas paredes y techos inalcanzables, en la famosa ciudad de los puentes.

Pero tampoco fue todo mi culpa, fui seducido por el abismo. Al contemplar los pilares verdi-blancos de la plaza de mercado de la ciudad, las calles empedradas alrededor y las variopintas tonalidades de sus puentes, no me pude contener. Tenía que respirar aquel aire de nuevo, desmenuzar recuerdos, tocar las frutas de los estantes, fotografiar los destellos de las piedras, sentir la mano nervuda y firme de mi padre, una vez más agarrada a la mía, regordeta y pequeña, rumbo a la casa de la abuela o en búsqueda de un helado o un jugo de guanábana para capotear el calor.

Y fue así como, foto a foto, paso a paso, gota a gota de sudor, silbido a silbido de mi pecho, me fui apartando de la comitiva bulliciosa y sudorosa de la Financiera Almanza. Por aquí bajaba en moto con mis primos, hasta la carrera 11; en aquella esquina, frente a aquel parque, quedaba un Telecom; detrás de aquella empalizada, un bicho me picó en la pierna; allí, más abajo, mi abuelita compraba el maíz, maravilla dorada, con la cual preparaba sus arepas exquisitas…

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Desgranando memorias, en efecto, fui desmigajando también mi ya aporreada vitalidad, y me fui reduciendo a eso: un ser sostenido y movido apenas por la inercia de la nostalgia. ¿No son acaso y, solo eso, los ancianos? Mi punto del no retorno se situó en la calle Novena, esa era la correcta, la que me llevaba a la Esquina del Chivo Borracho, lo cual me lo confirmó una señora de paraguas raído y batola multicolor. Según mi abuela, alguna vez existió allí una tienda, cuya dueña tenía un chivo amante de la cerveza. Mamá Amelia, como la llamábamos, me sentaba en sus piernas y me contaba historias a media tarde, rizándome los cabellos indomables con sus dedos nudosos, hasta que me hacía dormir, envuelto en su aroma de maíz fresco, alcanfor y limonaria, y al vaivén de su mecedora de madera amarillenta. Eso pasó hace cuarenta años, mis recuerdos más dulces y mi médula existencial, mucho antes de que la maquinaria despiadada de la adultez me transformara en esto que soy ahora y que siempre todos seremos: tristes aproximaciones a seres maduros y aplomados.

Una tienda, un taxi, un perro sarnoso dormitando a la sombra de un árbol; un letrero que dice: ‘Almacén paramí: hilos, botones y algo más’; un nido de hormigas enormes, que alguna vez me hicieron llorar de dolor; unas arañas lánguidas, de patas infinitas, que también solían habitar los rincones de la casa de Mamá Amelia; una dosis redoblada e inocua de mi inhalador; un teléfono móvil que no para de registrarlo todo; un jadeo, un ritmo cardiaco que late en tropel en las sienes; una cabeza que abrasa la canícula; un ansia por devolver el tiempo al día exacto en el cual, a punto de abordar el bus del Expreso Bolivariano, de vuelta a la gélida capital, solté la mano de mi papá y me devolví en carrera presurosa y lagrimeante a los brazos de mi abuela, atravesando calles empedradas, parques, soles infernales, galaxias de vegetación y bichos peligrosos, para encontrar el brillo de mi dulce y amada estrella octogenaria.

Señorita enfermera, ¿Laura dijo que se llamaba? No, no fue culpa del sol, ni de la humedad entorpeciendo mis vías respiratorias. No, tampoco la falta de oxígeno en mi cerebro. Y ni se le ocurra mencionar que fue aquel famoso caleidoscopio de imágenes que precede a la muerte, cuando uno está a punto de lanzar su último estertor. Simplemente, él estaba allí, sigue estando allí, yo lo vi. Cuando encontré la casa y miré por una de sus ventanas, a través del cristal y del encaje vetusto y amarillento de las cortinas, el niño de las gafas cuadradas, los pantalones cortos y las piernas de palillo, todavía estaba allí, jugando a las canicas, alrededor de la fuente, en el patio interior de la casa de la abuela. Feliz, radiante en su candidez. Era yo, se lo juro que era yo. Intenté llamarlo, pero todo se hizo de un azul muy oscuro y luego de un sepia profundo. Después, después, apareció usted, providencial, trayéndome devuelta del paraíso hasta el cual había logrado retornar, como un obeso y febril peregrino.

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Ahora respiro mucho mejor, de nuevo a bordo del autobús climatizado, pulman, en una silla hiper-cómoda de obscena ergonomía. No obstante, sigo allí, de donde me arrancó la ambulancia, en ese retazo de memoria que me confirma aquello de que el tiempo no es lineal, como se nos ha inculcado, sino paralelo, porque no importa cuán recalcitrante sea el presente, uno siempre habitará, al mismo tiempo, uno que otro recuerdo, como cálida y acogedora caverna emocional.

Por Jimmy Arias

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