El Magazín Cultural
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La Esquina Delirante LXXXII (Microrrelatos)

Este espacio es una dentellada a la monotonía, mediante el ejercicio impulsivo y descarado de la palabra escrita.

Autores varios
31 de julio de 2021 - 10:43 p. m.
Bienvenidos todos los microrrelatos a laesquinadelirante@gmail.com, máximo 200 palabras.
Bienvenidos todos los microrrelatos a laesquinadelirante@gmail.com, máximo 200 palabras.
Foto: Edward Goyeneche

El después del mujeriego

David era un mujeriego. Su leyenda le abría las puertas de todas las camas perfumadas con la fragancia de las rosas rojas. Había encontrado un paraíso a su medida, con mujeres que lo adoraban. Por eso, él sabía escogerlas muy bien: altas, rubias, con ojos azules, pechos voluminosos y bronceado y era inevitable que el sexo se convirtiera en un tornado. Todas eran iguales y efímeras. Inés, a pesar de todo, le amaba; le amaba en su frivolidad, en su egoísmo, en su narcisismo sin límites. Le amaba incluso cuando seducía a otras mujeres, porque había algo en él que la empujaba a amarle, como se hace con el mar, sus olas y sus momentos de marejada. Ella comprendía sus días de marejada. Lo amó hasta los últimos momentos de su vida.

Le encontró solo, abandonado y viejo en su mansión, cuando ya le llegaba el final. Se acercó y le susurró: “Yo soy la única que ha venido a visitarte. ¿Sabes por qué? Porque yo he podido ver lo que el cielo esconde tras la tormenta”. David la miró con debilidad y se murió en el acto.

Celia Ortiz Lombraña

Le invitamos a leer la edición pasada de La Esquina Delirante LXXXI (Microrrelatos)

(Des)nudos

—¿Y cómo se conocieron?

Me quedé pensando en esa pregunta: “¿Nos conocimos?  Si fue así, ni me di cuenta”.

Nuestras miradas se fundieron entre el visor y el lente de la cámara. Sentí sus manos sobre mi cuerpo quitando cada nudo que llevaba conmigo.

No hubo necesidad de decir palabra alguna, todo estaba dicho y ambos lo sabíamos.

María Catalina Cruz González

Le sugerimos leer La ventana (Cuentos de sábado en la tarde)

Jardín de invierno

Voy todas las tardes a mi jardín de invierno. Haga frío o llueva, o si el sol me carcome, yo voy. No hay nada que nos pueda separar. Es lo único que me queda; vuelvo a él cuando mis hondas melancolías se hacen tenues, o cuando estas no me permiten respirar. Mi jardín de invierno, ah..., cuánta falta me haces, mi aurora de verano...

Andrés Castañeda

La siesta

Las casas estaban pintadas de cal, con los tejados de teja roja. Los campos rebosaban de trigo para cosechar, tan amarillos como el sol. El ganado de labranza descansaba debajo de la sombra de los árboles que allí había. Los bancales de huerta estaban rodeados por cercas de madera pintadas de blanco, delimitando las propiedades. Cosechar en verano era un trabajo duro, empezando a la salida del sol y acabando a la puesta. Sebastián y María eran un matrimonio joven, recién casados, que cosechaban los dos. Todas las mañanas iban andando desde el pueblo hasta los campos, cargados con la herramienta, la comida para todo el día y agua.  Paraban una hora al mediodía para comer y descansar, que algunos aprovechaban para echarse una pequeña siesta, algo que Sebastián y María solían hacer.

En ocasiones se veía a un pintor cargado con bártulos, pintando los campos y a las gentes, era pelirrojo, con barba y sombrero de paja.  Mientras Sebastián y María hacían la siesta, los pintó a los pies de una bala de paja medio deshecha, donde se tumbaban. Al tiempo se supo que el pintor había muerto. Sus cuadros se estaban haciendo famosos, se llamaba Vincent.

José María Andreo Millán- Valencia -España

Le sugerimos leer El 7 de agosto a la una temprano (Cuentos de sábado en la tarde)

Algo de menos

El búho abrió sus ojos cuando la luna llena empezaba a alcanzar el cénit. Giró su cabeza en busca de una presa. Todas las noches el hambre lo apremiaba para buscar algo de comida. Entre las ramas del bosque la luz de la luna se desperdigaba en miles de rayos que caían al suelo en pequeños parches. El búho utilizaba para encontrar su presa. Un crujido. Se lanzó y abrió toda su extensión alada. Precipitándose sobre el ruido abrió sus garras para atrapar lo primero que sintiera. Volvió a la rama torpemente y se apoyó sobre su única pata.

José David Ruiz Álvarez

Por Autores varios

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