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La noche de mi mal (El cajón de Santaora)

María Dolores Pradera es la piedra angular en un viejo anillo de recuerdos familiares. En “La noche de mi mal”, la madrileña narra, con voz femenina, la dignidad de las mujeres hispanoamericanas frente a las penas de amor. La joya con diamante está guardada en el Cajón de Santaora.

Julia Díaz Santa
25 de septiembre de 2022 - 05:25 p. m.
Noralba Santa, Nora, murió en un accidente de tránsito en 1976. Canciones, sueños y objetos, en sincronía, trazan sus líneas de continuación.
Noralba Santa, Nora, murió en un accidente de tránsito en 1976. Canciones, sueños y objetos, en sincronía, trazan sus líneas de continuación.
Foto: Edwin Erazo

La primera que lloró fue la nana. Yo me quedé viéndola desde el otro lado de la mesa. Luego lloró Marlene, a su lado. Entonces abrí un poco más los ojos. Cuando iba a preguntarles qué pasaba, mi prima Nora también arrancó a llorar. Era como un dominó de lágrimas, un rosario de ojos aguados que me empezó a inquietar. Mis lacrimales, contagiados, estaban a punto de estallar.

¿Qué pasa? Le pregunté a Nora. “Es que esa canción le encantaba a mi mamá”, dijo. Entonces mis ojos se sumaron a la cadena y ya éramos cuatro mujeres llorando en consecutivo, alrededor de la mesa. “Por eso fue, que me viste tan tranquila, caminar serenamente, bajo un cielo más que azul. Después ya ves, me aguanté hasta donde pude, terminé llorando a mares, donde no me vieras tú”, irrumpió María Dolores Pradera con su voz honda y desgarrada, desde los surcos de un viejo vinilo.

Mi mamá era quien programaba la música desde la barra de La Matraca. Cuando apareció de repente frente a la mesa en la que estábamos todas llorando, frunció el ceño con extrañeza y abrió los brazos, cerró los ojos y cantó a todo pulmón: “Si yo te hubiera dicho, no te vayas, que triste me esperaba el porvenir, si yo te hubiera dicho no me dejes, mi pobre corazón se iba a reír”. Cerró con aplauso, sonrisa imperativa y nos dijo: “Qué hubo, alegría”. Después de esa exclamación, viene un fundido a negro.

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No conocí a mi tía Nora, pero siempre he tratado de reconstruirla a partir de múltiples y pequeños relatos que he escuchado en mi casa. El collage incluye imágenes y gestos de una mujer arrojada, bondadosa, que estudió en el Teatro Experimental de Cali, con Enrique Buenaventura, en los años sesenta. También recortes de periódico en los que sale su rostro con un lunar en forma de corazón y escenas en las que ella apaga un cigarrillo sobre la mano de un contertulio. Algunas señales de gran intolerancia frente a manifestaciones de machismo y relatos en los que ella rompe corazones. También momentos desafortunados el día del accidente de 1976, cuando perdió la vida.

Llevo siempre un anillo suyo. Mi madre lo heredó tras la muerte de su hermana. Luego me lo regaló en un día significativo. Es un símbolo cotidiano, recuerdo del linaje femenino. De una mujer que hubiera querido conocer. El sentido de la perdida de algo que nunca has tenido.

No importa si la joya con diamante representa un compromiso fallido. Esa sortija se lo dio alguien que quería casarse con ella. Pero Nora le dijo que no. El murió, se quito la vida. Hay hipótesis que sostienen que lo segundo es consecuencia de lo primero. Pero son sólo eso, hipótesis.

“No quiero ni volver a oír tu nombre, no quiero ni saber a dónde vas. Así me lo dijiste aquella noche, aquella negra noche de mi mal”, Pradera se apropia, con voz femenina, de la canción de José Alfredo Jiménez.

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Noralba Santa, Nora, murió tres años antes de que yo naciera. Esa noche de llanto consecutivo, en La Matraca, me enteré de que mi canción favorita de María Dolores Pradera era también la canción favorita de ella. Eso aceleró el contagio de lágrimas, esa serie de mujeres sollozando.

Vamos a otro momento, una escena en la que mi madre está cumpliendo años. Estamos en un restaurante. Estamos solas. Somos las únicas sentadas en una mesa larga que promete muchos invitados. Intento sacar una selfie de las dos, pero me despierto súbitamente.

Luego de un rato, repasando los pormenores de ese sueño muy vívido, tomo el celular. Veo que mi madre acaba de escribir que hoy es 11 de septiembre, día en el que mi tía Nora, Noralba, cumpliría años. Llamo a mi mamá y le digo: “Me acabo de despertar y estaba soñando que celebrábamos tu cumpleaños”. “¿Sabías que hoy sería el cumpleaños de mi hermana?”, me pregunta ella. “No tenía ni idea”, respondo ante la nueva sincronía.

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Por Julia Díaz Santa

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