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De selfies y espejos

¿Qué pasa con nuestros cuerpos exhaustos por querer disimular el paso del tiempo? ¿Por qué nos empeñamos en una tarea que sabemos que está perdida?

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Manuela Lopera, especial para El Espectador
07 de junio de 2025 - 06:00 p. m.
Imagen de refrencia. Una mujer se toma una selfie en el Regent's Park de Londres, en marzo de 2025. EFE/EPA/NEIL HALL
Imagen de refrencia. Una mujer se toma una selfie en el Regent's Park de Londres, en marzo de 2025. EFE/EPA/NEIL HALL
Foto: EFE - NEIL HALL
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Uno de estos días, en medio del “escroleo” habitual, me encontré con una entrevista que le hacían a Margarita Rosa de Francisco. Estaba charlando con la periodista española Eva Rey, y en un momento le dijo: “Tengo las rodillas vueltas nada. Me he dado palo en los gimnasios”. Y por supuesto que me detuve a escuchar lo que tenía para decir. Siempre me inquietó esa cosa maniática con el ejercicio y la propia imagen. Entiendo que, en su caso, se trata de una figura pública, y parte de su éxito ha estado ligado a su belleza, pero no dejaba de hacerme ruido esa gran contradicción entre la inquietud intelectual y el sometimiento a semejante tiranía.

La escritora argentina Lala Pasquinelli habla sobre esto en su libro La estafa de la feminidad, en el que ahonda sobre cómo la obediencia y la opresión se aprenden a partir de nuestros cuerpos. Esta idea del peso y las dietas también es algo que tuve que poner en perspectiva, así que lejos de hacer un juicio despiadado, mi inquietud surge por comprender y desarmar ese lugar en el que comienza a anudarse la crueldad con nosotras mismas.

“Es una patología y una buena moraleja para los jóvenes, no vale la pena matarse tanto. Yo vine a descubrir ya vieja (…) que de pronto hay que ser más técnico en la manera de comer, y ni siquiera, porque también hay que disfrutar, darse sus gustos. Yo he sido loca, de entrenar cinco horas. De llegar de una fiesta a las dos de la mañana a entrenar”.

Dice que le tocó desengancharse a las malas. Habla sobre el tiempo que ya no gasta de esa manera y no le pesa porque tiene mucho que leer, ver y pensar.

Pienso en la escena del espejo en La Sustancia —la película de body horror nominada al Óscar— en que Elizabeth Sparkle, interpretada por Demi Moore, se borra con violencia los rastros de maquillaje. El intento de librarse de esa confusión en la que no sabe si su belleza ha caducado, y si en verdad es así, ¿qué queda cuando la ausencia de colágeno y estrógenos la ha lanzado al espantoso destino de lo que envejece y muere?

Pienso en estos comportamientos que empiezan a parecerse a las compulsiones y me pregunto: ¿en qué momento eso que nos hace bien se aleja del amor? ¿Qué tanto coqueteamos con el abismo y la autodestrucción, al conectar con aquello que nos estimula? Algo así como el mensaje de Narciso, que simboliza la muerte prematura.

Hace poco mi mamá (75 años) tuvo una caída. Es la tercera en menos de seis meses. Alcanzó a poner las manos para protegerse la cara, pero el resto del cuerpo cayó sobre las rodillas. Las demás fueron exactamente iguales: un obstáculo que no ve: un resalto, unos cables eléctricos, una varilla de hierro. Se cae porque ha perdido visión, pero también porque va acelerada, con los sentidos puestos en otra cosa, en automático. Ha tenido mucha suerte porque los accidentes no han devenido en fracturas, pero los traumas la dejan un buen tiempo magullada. A pesar de que ya no ve bien, le gusta hacer caminatas por trochas, atravesar montañas y charcos, y también manejar. Y me digo si no es la vida la que le está pidiendo que quizás sea momento de que ponga un freno y vaya más despacio.

L., un amigo con el que conversaba estos días sobre esta medianía de edades nuestra, me dijo: “estoy en negación”. Y pensé en esta cultura en que siempre es primavera, la de la promesa de vida, de éxitos, de futuro bonheur, cómo nos cuesta lidiar con el paso del tiempo, el ocaso, la ruina. Que si el tiempo pasa que no se note, que si la pared está desgastada arreglarla inmediatamente, que si las amigas están extrañas por el levantamiento en las facciones —no decir nada—, que se tira el mueble viejo, que es hora de cambiar el carro con más años de la cuenta. Que la tecnología, que la velocidad, que la productividad, que la vigencia. ¿Y qué pasa en nuestras cabezas? ¿Qué pasa con nuestros cuerpos exhaustos por querer disimular el paso del tiempo? ¿Por qué nos empeñamos en una tarea que sabemos que está perdida?

Vuelvo a mi mamá y a la charla que tuvimos después de la caída. Me impresiona mucho cómo minimiza sus accidentes, dice cosas desconcertantes como que “le quedaron las rodillas más bonitas porque están redonditas”, evidentemente hinchadas y adaptándose a los traumas sucesivos a los que las somete. Le dije que lo natural es que cada vez vaya perdiendo facultades y capacidades, como nos sucederá —más tarde o más temprano— a todos. Que me cuesta mucho reconciliarme con la apuesta que hace de querer ser la mejor, la más rápida, la que más vence al tiempo, la que no quiere ver su propia vulnerabilidad. ¿Por qué? Dice que no le teme a la muerte y pareciera más bien lo contrario, un terror de cambiar de perspectiva porque es como si dejara de ser ella, como si se rindiera. Es la lucha que hay en aceptar aquello que tiene la virtud de hacernos más sabios.

La última temporada de The White Lotus, la premiada serie de HBO, creada y dirigida por Mike White, muestra bien las fisuras de unas personas devoradas por sus narcisismos, enfrentadas a la brutalidad que viene de adentro. Es un tratado sobre la deshumanización a la que conducen la frivolidad y la arrogancia.

No sé mucho sobre budismo, pero leí en alguna parte que White construyó esta temporada a partir de las Cuatro Nobles Verdades, y el papel que juegan en el despertar de la conciencia, la liberación del dolor y el apego enfermizo que los humanos tenemos hacia lo material. Otras corrientes, también budistas, explican estos principios como creadores de un único camino: la compasión. Y reconoce la importancia del papel que juega una persona que haya despertado. Chelsea, interpretada por Aimee Lou Wood, es la iluminada, y quien dejará en los demás la pregunta por lo que significa vivir sin propósito ni conciencia.

Escuchando a Margarita hay algo que me conmueve y es la sinceridad con que es capaz de reconocer la oscuridad de su propia vanidad y el deseo de repararse —en vida—, de redimirse. “Veo el machismo en mi cuerpo y lo detesto. Por eso quisiera combatirlo, ayudar a que la sociedad no piense así. Le he hecho un duelo a ese concepto de belleza”, le dijo hace poco a Juan David Correa —exministro de Cultura— en su nuevo espacio “Conversaciones pendientes”. Es evidente que esa pregunta constante al espejo, “Dime quién es la más bella del reino”, le ha costado lágrimas, bullying y renuncias, pero es liberador que ahora decida hablarse con compasión, lo único urgente en este mundo. La fuente del amor propio, que es el comienzo para poder salir de la trampa del monumento a nosotros mismos.

Por Manuela Lopera, especial para El Espectador

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