Hernán Cortés tenía 19 años cuando se embarcó hacia América. Pese a la edad ya estaba preparado para su destino épico: cicatrices de peleas callejeras cruzaban su bello rostro, provenía de una familia de hidalgos pobres de Extremadura, había cursado dos años de leyes en Salamanca, hablaba latín y tenía sangre de conquistador: estaba emparentado con Pizarro por línea materna.
En el ambiente sórdido de La Española (Santo Domingo) se movió como pez en el agua y rápidamente hizo carrera. Fue nombrado encomendero y dirigió expediciones de cacería de indios al interior de la isla. Pasó a Cuba, fue agricultor, minero, notario, ganadero, alcalde. Acusado de conspirar contra el gobernador de La Española, Diego Velázquez de Cuéllar, estuvo un año en prisión. Luego se casó con una cuñada del gobernador. Aún recelando de él, en agosto de 1518 Velázquez le confió el mando de una expedición de exploración del continente que hacía parte de un proyecto ambicioso de la corona: la conquista de México. Cortés debía sólo explorar, no establecerse ni conquistar, honor que el gobernador quería reservarse para sí. Temiendo ser relevado, Cortés zarpó de Santiago a escondidas el 18 de noviembre (unos días antes de la fecha prevista por el gobernador) con 11 barcos, 900 hombres, 13 falconetes, 32 ballestas y diez cañones de bronce.
Desembarcó en una playa de Yucatán, ordenó encallar las naves y barrenar sus cascos, combatió a los últimos mayas y mató a sus últimos sabios. En las noches escribía cartas llenas de intrigas contra Velázquez, dirigidas a la reina Juana y su hijo el emperador Carlos I, para justificar su traición al gobernador.
Entre combate y combate se fue enterando del agudo descontento de varias tribus mexicanas contra la hegemonía de los aztecas, pueblo al que debían tributo y obediencia. A fuerza de pólvora, caballos, tacto político y talento militar, fue abriéndose paso. Fundó Veracruz. Venció a los Tlaxcaltecas, enemigos jurados de los aztecas, y los hizo sus aliados. Se enteró de la existencia de una gran ciudad llamada Tenochtitlán, capital del imperio azteca y residencia de su líder, Moctezuma, en medio de fabulosas riquezas e inmenso poder.
Moctezuma y Cortés se entrevistaron el 18 de noviembre de 1519. Primero salió al encuentro del español una lujosa comisión de notables aztecas. Luego vino un edecán que portaba tres varas, y en seguida apareció, entre dos hombres, el Emperador de los aztecas. Era el único que iba calzado. Cuando estuvo ante Cortés besó la tierra. El conquistador quiso abrazarlo pero los hombres lo detuvieron con un gesto (entre los aztecas el abrazo significaba desprecio). Entonces se quitó el collar de margaritas y diamantes que lucía y se lo puso al emperador. Uno de los hombres sacó de su mochila dos sartas de caracoles rojos y camarones de oro –de un geme cada uno–y las colgó del cuello del conquistador. Luego, en un vasto salón del palacio que estaba atravesado por un hilo de agua rumorosa y rodeado de jardines, los españoles fueron obsequiados con joyas, arreglos de plumas y cientos de piezas de ropa de algodón tejido. (En la cultura azteca, los presentes diplomáticos no eran símbolos de subordinación).
Sólo entonces habló Moctezuma.
Dijo que los aztecas no eran originarios de México; que habían sido guiados hasta allí mucho tiempo atrás, según sus escrituras, por un alto señor que se marchó un día prometiéndoles volver y legarles una legislación (¿un vikingo?). Creía que el rey de España era descendiente de aquel señor, se declaró su vasallo, desmintió las acusaciones de los Tlaxcaltecas, que lo acusaban de abominar de los españoles, y los rumores que corrían sobre sus fabulosas riquezas. «Las casas, ya lo ves –dijo–, son de piedra, cal y tierra, no de oro. Mírame aquí, que soy de carne y hueso como tú y como cada uno –añadió levantando sus vestiduras y mostrando su cuerpo– y que soy mortal y palpable». (Hernán Cortés, Cartas de la Conquista de México).
La «cumbre» de Tenochtitlán
La vista de la ciudad de México fue la mayor sorpresa que se llevaron los españoles en América. Ver emerger de pronto en mitad de la selva y sobre una laguna esa regia urbe los dejó pasmados. En Europa –escribe Bernal Díaz del Castillo, cronista de la expedición– sólo dos ciudades podían comparársele: Venecia y Constantinopla. Era una ciudad perfectamente trazada y organizada, con un vigoroso comercio y una población cercana al millón de habitantes. En sus muelles aguardaban decenas de embarcaciones de bajo calado.
Desde el momento mismo de la llegada de Cortés a la ciudad sucedieron dos hechos inusitados: la temeraria audacia de Cortés y la pusilánime conducta de Moctezuma: en cuanto llega el conquistador, el emperador azteca se apresuró a declararse vasallo del rey de España. Una semana después fue secuestrado con gran facilidad por los hombres de Cortés, ¡y detenido en calidad de rehén en las residencias ofrecidas a los españoles dentro del mismo Tenochtitlán! No contento con esto, Cortés emprendió un inoportuno proyecto evangelizador, censuró la religión de los aztecas, derribó ídolos, proscribió ritos y anatematizó sus dioses. En las noches el emperador visitaba sus serrallos en compañía de sus captores, bebía y retozaba pero no escapó –ni siquiera lo intentó– y regresaba a prisión beodo y satisfecho. Antes que rey de uno de los más poderosos imperios del mundo, parece un espía de la corona en cínica misión. Cuando su pueblo indignado se sublevó contra los españoles, Moctezuma subió a la tribuna y trató de calmar la turba con un discurso incoherente que fue respondido con una lluvia de piedras y flechas. Resultó gravemente herido, y murió poco después.
Sólo en estos, sus últimos días, recobró la dignidad. Como si comprendiera de pronto su abyección, se negó a recibir alimentos y medicinas hasta el fin, ocurrido el 28 de junio de 1520. El hecho tornó insostenible la situación de los españoles. Dos días después Cortés decidió huir con sus hombres, unos 300. Llenaron sus bolsillos y mochilas de oro azteca, y trataron de escapar amparados en las sombras de la noche por una de las tres calzadas que comunicaban la ciudad con tierra firme, pero fueron sorprendidos por los centinelas aztecas y ferozmente masacrados. Algunos se ahogaron por el lastre del oro codicioso cuando intentaron huir nadando. Cortés –quien recordará esta derrota como «La Noche Triste»– escapó milagrosamente con un puñado de hombres y logró reagrupar sus fuerzas en la llanura de Otumba, donde lo aguardaba el resto de sus hombres y el poderoso ejército Tlaxcalteca. Allí le dieron alcance los aztecas y se libró un tenaz combate en el que los españoles logran una pírrica victoria.
La gloria y el olvido de Hernán Cortés
Los meses siguientes los dedicó a recorrer el territorio mexicano y a sostener reuniones con los jefes de varios pueblos para conformar una poderosa liga de tribus rivales de los aztecas. Con el ejército de la liga volvió sobre Tenochtitlán. Un año después, el 13 de agosto de 1521, luego de un largo asedio en el que Cortés desplegó todo su talento de estratega y de ingeniero militar, la ciudad cayó a pesar de la heroica resistencia del pueblo azteca.
Cuauhtémoc, el valiente sucesor de Moctezuma, fue capturado y torturado hasta la muerte para arrancarle el secreto de la ubicación del «tesoro azteca», pero fue inútil. En vano ensayaron con él sus verdugos todos los oprobios del dolor, porque Cuauhtémoc se llevó consigo el secreto.
Una de las mayores empresas militares de la historia, la conquista de México, había concluido. Contra todo pronóstico, Cortés no viajó a España a recibir las ovaciones de la gloria. Quizá ya no era español. Tampoco americano. Quizá entonces su patria era el oro y el coraje. Siguió sometiendo pueblos –en sus gritos el castellano, en su espada la cruz–, instalando astilleros, plantando limones, naranjas y caña de azúcar e importando moreras para la cría del gusano de seda. Señor de 22 ciudades y más de un millón de vasallos, gobernador y capitán general de México, Adelantado del Mar del Sur, marqués y caballero de la Orden de Santiago, el pendenciero estudiante de Salamanca era ahora uno de los hombres más ricos y poderosos del mundo.
Terminada la Conquista, la corona comienza a implementar la Colonia. Reduce el poder de los guerreros y aumenta el de los burócratas. La estrella de Cortés empieza a declinar. Se le recortan sus atribuciones y se le abren varios procesos penales.
Olvidado, envuelto en pleitos, mascullando maldiciones y diseñando un batiscafo para buscar el tesoro azteca en el fondo de la laguna de Tenochtitlán, la muerte lo alcanzó una tarde en Castilleja de la Cuesta a los 62 años de edad.
¿Por qué cayó el imperio azteca?
¿Cómo pudo vencer un puñado de españoles al formidable imperio azteca? La respuesta que se ensaya con más frecuencia acude a la superioridad técnica de los conquistadores, a la ventaja militar que les conferían sus caballos y la pólvora. El inconveniente de esta hipótesis estriba en el hecho de que los españoles contaban con muy pocos caballos y falconetes. Eran apenas unas cuantas docenas, número que se diluye en la vasta geografía mexicana, en un conflicto que involucró a varios cientos de miles de guerreros. Sin duda las dos armas, el caballo y la pólvora, sembraron espanto y fueron decisivos en los primeros combates; en Yucatán. Para estas pequeñas tribus es válido hablar de «los dioses blancos», del «trueno» y el «centauro», pero esta mitología no es aplicable a toda la Conquista de México. No olvidemos que fue una larga guerra; casi tres años. En este intervalo los indios vieron caer caballos y españoles abatidos por sus flechas, y es muy probable que hayan incautado algunos mosquetes y hasta aprendido a usarlos.
Los Tlaxcaltecas opusieron una formidable resistencia a Cortés antes de convertirse en sus aliados, y causaron grandes destrozos en las filas conquistadoras, osadías que nadie intentaría contra un ejército divino. Antes de que los españoles llegaran a Tenochtitlán, Moctezuma intentó emboscarlos tantas veces, faltó a su palabra de paz tantas veces que resulta evidente que no los consideraba dioses. Recordamos, sí, que Moctezuma toma a Cortés por descendiente de un personaje mitológico que condujo al pueblo azteca hasta México; pero recordemos también que al final de su discurso de recepción, y como para desvirtuar los rumores de que era inmortal y áureo, «alzó sus vestiduras y mostró el cuerpo diciendo: Vedme que soy de carne y hueso como vos y como cada uno, y que soy mortal y palpable». Más que para desvirtuar rumores, este parlamento parece decir: sé que no sois dioses. Y esta entrevista sucede mucho antes de las grandes batallas que sostuvieron los aztecas contra los invasores. La hipótesis de la superioridad técnica y su mitológico corolario son, pues, inconsistentes.
Algunos historiadores, entre ellos Alfonso Reyes (Visión de Anáhuac), creen que a la llegada de los españoles las culturas americanas habían entrado ya en decadencia. Los Mayas, por ejemplo, habían casi desaparecido a raíz de una profunda crisis política suscitada a mediados del siglo XIV. Aunque estas fechas y sucesos no son muy seguros, en general los historiadores consideran que en el período comprendido entre los siglos X y XV las tres grandes culturas precolombinas, la Maya, la Azteca y la Inca, alcanzaron su apogeo. Llaman a este periodo Posclásico: aparecen la escritura, el urbanismo, el imperialismo militar, y florecen las ciencias y las artes. Todo esto va en contra de la hipótesis de la decadencia.
A favor, puede citarse la descripción que hace Cortés de la corte de Moctezuma: cientos de patricios entregados a los banquetes y a las bacanales; la indigna conducta del emperador. Lo innegable es que los españoles encuentran a su llegada un enorme descontento entre los pueblos mexicanos contra el poder central de Tenochtitlán. Es con una liga de tribus sublevadas como Cortés logra armar el populoso ejército de más de 150 mil hombres (¡de los que sólo 900 eran españoles!) con el que logra tomarse Tenochtitlán. Tal vez sumándolo todo –la técnica, la liga de pueblos mexicanos, la decadencia azteca– y agregando el genio de Cortés, pueda responderse la pregunta.
Octavio Paz descreía de estas explicaciones. «Ni el genio de Cortés –dice–, ni la superioridad técnica (ausente en la Batalla de Otumba), ni la defección de aliados y vasallos, hubieran logrado la ruina del imperio azteca si este no hubiera sentido de pronto un desfallecimiento, una duda íntima que lo hizo vacilar y ceder. Entonces el imperio se suicidó». (O. Paz, La Conquista).
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